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– Por el comandante general, por el país, por el ejército, por todo tipo de… A veces la censura es necesaria, porque bastantes problemas tenemos ya como para sacar ahora a la luz esta historia y poner a los egipcios en pie de guerra -le respondió Shorer a Michael con su mirada más cándida.

– Dejando de lado la cuestión moral -dijo Michael con voz temblorosa-, y siendo realistas, ¿crees que va a ser posible mantener en secreto una cosa así? Después de todo lo que…

– Desde luego que sí -le aseguró Shorer.

– ¿Y tú? -le preguntó Michael atónito-, ¿te lo vas a callar? ¿Vas a poder ocultar una historia como ésta? ¿Y yo? ¿Voy a poder guardármela yo? Porque qué se puede…

– ¡Ya lo creo que vas a poder! ¡Y cómo! -le dijo Shorer tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse del suelo y mirándolo a los ojos-. Mírame -le ordenó al ver que Michael desviaba la mirada-. No quiero que me veas como un criminal de guerra, pero el bien del país me parece tan importante como a ti; ¿o es que te crees en posesión de la única verdad?

Michael se quedó callado.

– ¿Cuántos años hace que nos conocemos? -preguntó Shorer sin esperar respuesta-. Tu tío Jacko, mi buen amigo que te trajo a mí, ¿qué fue lo que te dijo? A mi lado, en mi presencia. Que confiaras en mí como en un padre. Y eso es lo que has hecho durante todos estos años, ¿verdad? Dime si alguna vez te he fallado. ¿No te he apoyado siempre?

Michael bajó la cabeza.

– ¿Y ahora qué, resulta que me he convertido en un ser despreciable? Dentro de unos pocos días, tú mismo… Por ti mismo te darás cuenta de que… Has estudiado historia, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer con la verdad que acabamos de oír? ¿Crees que todo puede repararse? ¿Que la verdad es un valor supremo? ¿Que puede vencer a la vida? ¿Sabes lo que estaríamos poniendo en manos de…? De quién no. En manos de los egipcios, de los palestinos y de… y de nosotros mismos. No tiene vuelta de hoja y, además, la censura no nos lo dejaría sacar a la luz… No merece la pena perder el tiempo, ¿me entiendes?

– No sé si podré callármelo -dijo Michael finalmente-, no sé cómo va a ser posible vivir con un secreto como éste.

– ¡Ya lo creo que va a ser posible! -le dijo Shorer, ahora con pena-. ¡Y de qué manera! No vas a decir ni una palabra -afirmó, cada vez más apenado. Y tras un breve silencio, añadió-: ¿No ves que estamos evolucionando? Cada vez somos capaces de callarnos cosas más graves.

A continuación todo quedó envuelto como en una halo de irrealidad; como ingrávido, Michael siguió a los agentes que se llevaron a Rubin al furgón policial, y cuando ya se encontraban en el aparcamiento oyó, como dentro de un sueño, algunos retazos de las noticias que brotaban de la radio: «… le disparó a su mujer, hiriéndola de muerte…», informó el locutor en la radio del furgón policial, que a continuación siguió contando: «En el piso se encontraban los dos hijos de la pareja». Después, cuando se montó en el vehículo de Shorer -que también tenía la radio encendida-, oyó que diecisiete mujeres habían encontrado la muerte a manos de sus maridos o parejas en lo que iba de año, y que Shimshi y sus compañeros habían sido llevados a los juzgados para que se les prolongara el arresto.

En la entrada de la comisaría de Migrash Ha-Rusim los esperaba Natacha, que siguió con la mirada a Rubin cuando se bajaba esposado del furgón policial. Con el bolso de lona colgado del hombro y tirando de los extremos de la bufanda, se acercó a él y le dijo:

– ¿Rubin? -y, volviéndose a Michael, que lo seguía muy de cerca, añadió-: Pero ¿esto qué es? ¿Por qué está…?

Michael no le contestó.

– Tiene que ser un error -le aseguró Natacha-, un terrible error. Pero si Rubin es una persona muy… ¿Por qué está detenido?

Michael seguía sin responderle.

– Yo había venido aquí por otra cosa -balbució Natacha con la mirada clavada en la espalda de Rubin-, pero ahora no sé qué hacer, porque…

Había algo en la mirada perdida de Natacha que impidió que Michael le ordenara que se marchara y que lo dejara en paz. Por eso se quedó allí un momento y ella empezó a hablarle, aunque sólo le llegaban algunas frases sueltas:

– Ahora Hefets ya no está dispuesto a… Le he dicho que usted lo sabe… Se lo he dicho…, que usted me va a ayudar a presentarlo… a la fiscalía… Si viera usted la cinta se daría cuenta de que…

Y sin saber cómo, se encontró subiendo detrás de Natacha -cuyo bolso de lona clara, que estaba muy sucio, le iba golpeando las flaquísimas piernas- hacia su propio despacho.

– ¿Tiene usted un reproductor de vídeo en el despacho? -le preguntó sin aliento-. Porque si no…

Michael abrió la puerta del despacho, todavía sin decir nada, o al menos eso creía, porque pasados unos minutos entró Balilti con un reproductor de vídeo, en el que metió la cinta que había llevado Natacha. Michael pudo oír y ver entonces las voces y las imágenes allí grabadas. También vio que entraba Tsila con tres tazas, que empujaba la puerta con el pie y se plantaba ante el aparato de vídeo, donde aparecía una fotografía aérea de una ciudad muy verde a orillas de un lago, mientras que «en off» la voz de Natacha decía que se trataba de una zona de Canadá, próxima a Montreal, adonde el rabino Aljarizi había evadido una gran suma de dinero y lingotes de oro reunidos gracias a las colectas organizadas por sus discípulos. «Hace dos días», se oyó la voz de Natacha, muy clara y potente, mientras en la pantalla aparecía el rabino Aljarizi, «cometí un gran error informativo e, involuntariamente, desvié la atención del tema principal, porque la cuestión central es la siguiente…». La cinta se cortaba, saltando hacia delante, y en la pantalla se veía ahora al rabino Aljarizi vestido de sacerdote griego ortodoxo en la entrada del aeropuerto Ben Gurion de Tel-Aviv. Aunque llevaba la cabeza baja, la capucha se le cayó ligeramente hacia atrás, dejando el rostro al descubierto. «¿Qué está haciendo el rabino Aljarizi en el aeropuerto Ben Gurion vestido como un sacerdote griego ortodoxo?», exclamó Natacha en la cinta. «¿Qué estará haciendo? Está preparando el terreno para llevar a cabo su misión. Y con el propósito de querer borrar esta prueba es por lo que hace dos días sus adeptos me pusieron sobre una pista falsa. Sin embargo, ahora vamos a poder ver una cinta privada que el rabino repartió entre las familias de sus seguidores.» En la cinta hubo un nuevo salto hacia delante, tras el que volvió a aparecer el rabino Aljarizi, ahora predicando como en estado de gracia, casi en trance: «El Estado de los judíos en la Tierra de Israel será destruido. Se avecina la destrucción del Tercer Templo; no quedará piedra sobre piedra, todo será tierra y polvo. Nuestros enemigos árabes destruirán nuestras ciudades y hollarán nuestros campos. ¡Mujeres judías, seréis presa fácil de los que nos odian! ¡Nuestras casas serán incendiadas, nuestros hijos degollados, la gran destrucción se avecina, hermanos! ¡Pero debemos preservar nuestra santa estirpe! ¡Debemos ponernos en camino! ¡Encaminémonos hacia la nueva Jerusalén!».

– ¡Parad esto! -gritó Tsila, y Michael, todavía sumido en su estado de ingravidez, le dio al botón y la imagen quedó congelada-. Pero ¿esto qué es? -exclamó Tsila-. Hay que llamarlos a todos para que lo vean. ¡Son nuestros impuestos! ¡Se largan del país con nuestros impuestos!

– Por mí -dijo Balilti-, ojalá se hubieran ido ayer con toda su corrupción. Venga, sigamos -le dijo a Natacha. Y a Tsila-: ¿Quieres que llamemos a Eli?

– Eli está ahora con los niños -dijo Tsila, y se sentó-. Sigue, sigue -instó a Balilti-, porque esto no me lo puedo perder, esto es algo que debe saberse, aunque me haga mal verlo.

Cualquier otro día, pensó Michael, la visión de aquel vídeo lo habría hecho subirse por las paredes y la imagen del rabino lo habría asqueado hasta lo indecible por llevarse todo aquel oro a la diáspora, pero ahora su conciencia también se encontraba flotando en ese espacio ingrávido de las últimas horas.