Balilti le dio al botón y la cinta avanzó mientras la voz del rabino resonaba en el despacho: «No como Rabban Yohanan Ben Zakai, que huyó a Yavne de la Jerusalén asediada por el ejército de Vespasiano escondido en un ataúd», clamaba el rabino con una devoción casi profética. «Nosotros saldremos con la cabeza bien alta, llenos de orgullo, en un puente aéreo de hermanos. Cada hora saldrá un avión y los barcos os esperan para llevaros a las tierras de ultramar, a Canadá. Recoged vuestras pertenencias, porque aquí no tendremos resurrección como pueblo… La verdad nos ha sido revelada a mí y al cabalista Bashari, a ambos nos ha sido revelada. Oímos una voz en medio de la noche que decía: "Los haré objeto de consternación en todos los reinos de la tierra… Y los cadáveres de este pueblo serán pasto de las aves del cielo y de las bestias de la tierra; no habrá nadie que las ahuyente… porque toda la tierra quedará desolada… " ¡La destrucción está próxima! ¡Levantaos! ¡Partid! ¡Marchaos antes de que os alcance la destrucción! Los puntos de encuentro son diecisiete…».
La intervención de Natacha interrumpió el discurso. Con una voz muy clara leyó los nombres de las diecisiete aldeas del Negev y del norte del país, así como los nombres de los rabinos responsables de cada una de ellas. Después volvió a oírse el llamamiento del rabino: «Salvad las almas de nuestros hermanos judíos…». Y detrás del rabino apareció el anciano cabalista, mudo desde hacía años, pero a quien sus hijos y adeptos utilizaban en sus reuniones más solemnes para legitimar cualquier afirmación que pudiera ser puesta en duda. «¡Canadá!», gritaba el rabino, mientras la cabeza del anciano cabalista, hundido en un mullido sillón de terciopelo y rodeado de cojines, se bamboleaba sin descanso, «allí es donde debemos erigir la nueva Yavne, con el fin de poner a salvo nuestra raza…». El discurso se detuvo ahí, y el rabino Aljarizi entonó un famoso cántico oriental que Michael conocía de su infancia en el pueblo, un cántico de la última oración del día de Yom Kippur: «Dios de acciones terribles», cantaba el rabino los versos que todo judío de las comunidades orientales conoce, «júzgalos con rectitud en su último día», y un coro de ultrarreligiosos cargados de hatillos, maletas y baúles se unían a él cantando el estribillo: «Dios de acciones terribles, concédenos el perdón». Llegado a ese punto la imagen se cortó y la pantalla se quedo vacía y azul.
– ¿Qué es lo que van a hacer? -susurró Tsila-, se llevan todo el…
– Se marchan a Canadá -dijo Natacha-, están construyendo allí una ciudad con todo el dinero de las subvenciones, con las donaciones, todo convertido en lingotes de oro, tengo fotografías de los baúles y a Schreiber como testigo, él lo ha visto con sus propios ojos…
– Pero ¿de qué está hablando? -exclamó Tsila-, ¿por qué se van de aquí?
– ¿Por qué? -dijo Balilti en tono de burla-. Porque huyen del barco que se hunde. Hace tiempo que lo sabía. Tenemos mucho material recogido y esto que nos has traído ahora nos puede ayudar -dijo volviéndose ahora hacia Natacha-; de eso no cabe la menor duda. Buen trabajo.
– Explícamelo -le exigió Tsila-, porque no sé si reír o llorar…
– La verdad es que no hay mucho que explicar -dijo Balilti con apatía-, el rabino Aljarizi en persona se ha encargado de la evasión de capital. Y no es sólo un rabino, sino un rabino visionario; aunque yo más bien diría que con visión de futuro, ¿no? -le preguntó a Michael, que había estado sentado todo el rato detrás de su mesa, en su sitio de siempre, observando cómo entraban en la estancia los débiles rayos del sol de diciembre y esperando con resignación a que todos se marcharan de su despacho.
– Es muy sencillo -continuó Balilti-, genial y sencillo. Todas las cosas geniales son sencillas, al fin y al cabo, ¿verdad?
Nadie le contestó.
– Y no se trata solamente del rabino Aljarizi -declaró Balilti-, porque con él también está el cabalista Bashari, lo habréis visto ahí detrás, en el sillón. Nosotros sabemos que no es más que un fantoche, pero sus seguidores le atribuyen poderes sobrenaturales. ¡Es increíble! Una persona ajena a todo este mundo jamás lo entenderá.
– ¿Y qué va a hacer, se piensa llevar a todas esas familias a Canadá? -preguntó Tsila.
– A decenas de miles -dijo Natacha, y los ojos le brillaban-. Familias enteras. Tienen ya un gran asentamiento allí…
– Decenas de miles, no -la corrigió Balilti-, cientos de miles. Como te lo digo -añadió de inmediato al ver la cara de escepticismo de Tsila-. Pero se trata de una visión, de una profecía, también en el pasado lejano de nuestra historia ha habido casos parecidos. De todo esto me he enterado por nuestros topos, pero nos faltaban las pruebas documentales…: no conseguíamos hacernos con la cinta ni filmar lo del dinero… Todavía no comprendo cómo lo ha conseguido esta chiquilla -dijo mirando a Natacha-, porque nosotros no lo hemos logrado…
– Estamos hablando de ciento setenta y cinco mil fieles, de momento -dijo Natacha.
– Sea como sea -siguió diciendo Balilti-, familias enteras van a emigrar a Canadá para habitar la nueva Yavne… El rabino Aljarizi dice que Jerusalén será destruida dentro de poco, porque eso es lo que aparecía en su visión, y ahí -y señaló la pantalla del monitor, que seguía de color azul-, estará la nueva Yavne… ¿Ésa era toda la película?
– Quedan unas pocas secuencias más, mías -dijo Natacha con modestia, pero Balilti le tendió el mando a distancia y ella hizo avanzar la cinta.
Sobre un fondo en el que aparecía el rabino Aljarizi, tocado con el capuchón de un sacerdote griego ortodoxo, y «en off» volvió a oírse la voz de Natacha que decía: «Rabbi Yohanan Ben Zakai fue sacado de la Jerusalén asediada en un ataúd y con sudario, mientras que el rabino Aljarizi ha elegido otro disfraz…».
– Muy buen trabajo -murmuró Balilti-, una investigación periodística de primer orden, querida. Ven conmigo, acompáñame, que vamos a llevar esta cinta donde debe estar, ¿qué te parece?
Natacha miró a Michael, que estaba a punto de asentir con la cabeza, pero en ese mismo instante sonó el teléfono, Tsila se apresuró a contestar y mientras ésta hablaba eufórica por el auricular, como si su interlocutor fuera una persona muy querida por ella, Natacha salió del despacho siguiendo a Balilti y cerró la puerta.
– Es Yuval -dijo Tsila con una enorme sonrisa mientras le pasaba el auricular-, está en Jerusalén, ha llegado hace media hora y pregunta si vas a tener un poco de tiempo para él. A propósito, ¿sabías que este mes está en la reserva? Apenas dispone de medio día de permiso, así que tómate unas horas libres.
Michael cogió el auricular, preguntándose de dónde iba a sacar fuerzas para poner la voz de siempre, pero su hijo, muy nervioso, cosa nada común en él, ni siquiera le preguntó cómo estaba, sino que se limitó a pedirle que se vieran cuanto antes.
– ¿Ha pasado algo? -le preguntó Michael, y la inquietud lo sacó de aquella especie de estado de enajenación en el que se encontraba como flotando.
– No -le aseguró Yuval-, estoy perfectamente, sólo que quería… Tengo dos horas… Quería… He pensado que si tenías tiempo…
A Michael le pareció detectar un atisbo de decepción en la voz de su hijo, una decepción tan habitual durante la infancia de Yuval, cada vez que su padre no había podido mantener la promesa, por cuestiones de trabajo, de llevarlo a algún sitio que hubieran planeado de antemano, que, en esta ocasión, se apresuró a fijar el lugar del encuentro.
Los pálidos rayos del sol atravesaban las paredes de cristal del café, en el que unas enormes estufas de gas proyectaban su calor. Su resplandor iluminaba los incipientes pelos de la barba de un día de Yuval y las espesas cejas que había heredado de su padre.