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– ¿Desayunamos? -preguntó Yuval, y Michael asintió con la cabeza y le hizo señas a la camarera, que se apresuró a hablarles del «desayuno saludable», una opción nueva que todavía no aparecía impresa en la carta.

– Yo quiero una tortilla de tres huevos y una ensalada bien grande -dijo Yuval-, ¿y tú?

– Lo mismo -dijo Michael.

– Y no fumamos -dijo Yuval, como para que todo el café se enterara, aunque allí, aparte de ellos, sólo había un hombre mayor leyendo el periódico y una chica que no hacía más que mirar el reloj.

– No sabía que estabas en la reserva -dijo Michael-, ¿por qué no me lo dijiste?

– No se dio -dijo Yuval-, no tenían que ser más que unas prácticas de rutina, de tres días, pero… Quería preguntarte algo -dijo vacilante y desviando la mirada con embarazo.

– Te escucho -le dijo Michael, dando gracias a Dios de que el mecanismo salvador que hace que los hijos no se den cuenta de que a sus padres les pasa algo hubiera vuelto a funcionar.

– Se trata de algo de lo que ya casi hablamos una vez, cuando estaba haciendo el servicio regular -dijo Yuval y se calló un momento antes de continuar-. Entonces yo tenía, no sé si te acuerdas… unos pensamientos que… Seguro que no te acuerdas.

– Dame una pista, algo -dijo Michael en tono de disculpa-, porque me has comentado muchas cosas, así que ¿cómo voy a saberlo si no me lo dices?

– Dime -prosiguió Yuval inclinándose hacia delante-, pero no te rías de mí -Michael iba a prometerle que no se reiría pero Yuval ya había tomado la palabra otra vez-, y no me digas que ésa no es una pregunta para un chico de veinticuatro años que dentro de uno termina la universidad, ¿me lo prometes? -y de nuevo, sin esperar a que se lo prometiera, dijo-: Quería preguntarte, papá, pero para que me digas la verdad: ¿tú eres sionista?

La presencia de la camarera, que acababa de aparecer con una bandeja en la que les llevaba unas tazas de café y un cestillo con panecillos recién hechos, y que se puso a colocarles los platos, los cubiertos y las servilletas, demoró la respuesta de Michael y suavizó su expresión de sorpresa. De todas las cosas posibles para las que se había estado preparando, al oír que su hijo quería hablar urgentemente con él, como algún problema con una chica, una crisis en los estudios o, incluso, dudas sobre su futuro, Michael nunca habría imaginado que ése pudiera ser el asunto que llevara a Yuval a convocarlo con tanta urgencia.

– ¿Por qué me lo preguntas? -dijo Michael, en un intento por ganar tiempo y permitir que la camarera se fuera.

– Antes contéstame -le respondió su hijo, al tiempo que cogía uno de los panecillos, lo abría y lo untaba de mantequilla.

– Hoy ya no es algo tan sencillo y evidente como antes -reflexionó Michael en voz alta-. Pero ¿a qué te refieres, exactamente? ¿A si los judíos tienen que tener un Estado?

– Por ejemplo -dijo Yuval, después de asentir con la cabeza.

– Pues entonces, sí. Creo que sí soy sionista. Aunque el sionismo ha engendrado una tragedia de la que las dos partes somos víctimas, pero qué se le va a hacer… Yo, si el sionismo significa un hogar para los judíos, entonces puede decirse que soy sionista.

– ¿Por qué? -exclamó Yuval-. ¿Acaso es tan importante para ti vivir en un país judío?

– Creo que es importante -dijo Michael después de un momento-, porque también los judíos necesitan tener un hogar propio. ¿Adónde hubieran podido acudir si no tus abuelos después del Holocausto?

– Pero ¿por qué precisamente aquí, en Israel? -quiso indagar Yuval, dejando a un lado el panecillo untado de mantequilla que todavía no había probado y rompiendo tres sobrecitos de azúcar que vertió en el café. Luego le tendió a su padre otros tres sobres, que echó en su café sin prestar demasiada atención a lo que hacía, y se quedó mirándolo muy expectante.

– Porque es nuestra casa, ¿no? -acabó por decir Michael.

– ¿Por qué? ¿Por el Holocausto? -porfió Yuval.

– No solamente -dijo Michael, y pensó en Yusek, el abuelo de Yuval, que, como superviviente del Holocausto, le había inculcado a su nieto desde la más tierna infancia lo malvados que eran los gentiles y el terrible antisemitismo que inundaba el mundo-, sino que viene de mucho antes, en realidad, ya de la época de la Biblia.

– ¿De la Biblia? -gritó Yuval, y se apresuró a mirar a su alrededor-. ¿Tú también dices esas cosas? Pero si no es más que una leyenda, un mito, ¿no?

– ¿Qué tienen de malo los mitos? -preguntó Michael, ladeando la cabeza porque un rayo de sol lo deslumbraba. De repente se sentía asaltado por el mismo entusiasmo de su hijo, por sus dudas, y sentía una felicidad inesperada-. Se trata de un argumento tan serio como el de los musulmanes cuando reivindican la explanada del Templo, e igual de justo. Si es que no lo es más.

– Dime -insistió Yuval, apartando con la mano el plato con el panecillo-, ¿el judaísmo es una religión o una nación? Estarás de acuerdo conmigo en que es una religión, ¿no?

– Pues no -dijo Michael respirando profundamente-, en el judaísmo la religión es la nación y por eso también la identidad israelí es judaísmo.

– Pero ¿para qué quiero yo la explanada del Templo? No la quiero para nada -exclamó Yuval, aunque enseguida bajó la voz.

– En eso estoy de acuerdo contigo -dijo Michael-, yo también creo que la explanada del Templo no la necesitamos para nada, por lo menos no hasta el día de la redención, de manera que no deberíamos insistir en que sea nuestra, porque cuando venga el Santo Bendito Sea, como dicen los religiosos, ya se ocupará él, en persona, de conseguirla. Por eso, de momento, la cuestión de la explanada del Templo no es más que una cuestión teórica.

– Pues por eso mismo -dijo su hijo tomando un sorbo de café, lo que le llevó a hacer una mueca y a mirar la taza, para después volver a poner los ojos en Michael-, yo no quiero participar en la defensa de los colonos ni tampoco en su evacuación, y me parece que no es justo que todos los jóvenes de mi edad tengan que perder su tiempo defendiendo a un grupo de judíos cerrados de mollera que se han instalado en las tierras de los árabes.

– Pero ¿te refieres a todo el país o sólo a los territorios ocupados?

– También en la guerra de la Independencia echaron a los árabes y les robaron las tierras -argumentó Yuval.

– Hoy ya está más que claro que, en su momento, nos asentamos en lugares que ya estaban habitados, pero eso ya no tiene remedio. Además, ¿sabes de algún pueblo que no haya conquistado sus tierras? Los mismos árabes, cuando llegaron aquí, lo hicieron conquistando el lugar, porque así es la condición humana -dijo Michael, mientras miraba a la camarera que se dirigía hacia ellos con una bandeja muy grande-; el problema es que, como judíos, esperábamos tener un comportamiento más moral…, mostrarnos más comprensivos con el prójimo…, y resulta que somos exactamente iguales a los demás.

– Ése es el comportamiento que tienen los perros, que marcan su territorio -murmuró Yuval, pero se calló para observar lo torpe que era la camarera, tanto, que Michael se había apresurado a cogerle de las manos uno de los platos con la ensalada, y también otro en el que había una tortilla.

– Cómetela ahora que está caliente -le dijo Michael a su hijo mientras miraba la tortilla que tenía delante y que, a pesar del maravilloso aroma que exhalaba, a él no le apetecía ni probar.

– Como perros -dijo Yuval con desprecio, cuando la camarera se hubo alejado.

– Puede que sea cierto -estuvo de acuerdo Michael-, pero la situación es la siguiente: el ser humano tiene que tener un territorio para poder defender su casa y proteger a sus hijos, y eso no tiene nada de vergonzoso, sino todo lo contrario. Pero en lo que, desde luego, estoy de acuerdo contigo es que aquí no estamos tratando bien el asunto del territorio, sobre todo desde la Guerra de los Seis Días, y que peor no lo podíamos haber hecho. En realidad, una verdadera vergüenza.