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– Perfecto -le susurró Schreiber, el cámara, a Beni Meyujas al oído-, el encuadre ha quedado perfecto, ¿no?

Beni Meyujas asintió, chascó los dedos, exclamó: «Acción», y se hizo momentáneamente a un lado para ver a Sara caminar con los ojos entrecerrados, agarrando con su pequeña mano el vuelo de la capa blanca, para apreciar sus comedidos pasos y la boca abierta mientras tarareaba la canción de la sonámbula Guemula, una melodía que le encogía a uno el corazón incluso en medio del barullo del rodaje y que resonaba con una pureza que se diría de otro mundo. Aunque en la azotea sólo se encontraban los miembros del reducido equipo: Schreiber, Dani, el técnico de sonido, él mismo y Hagar, su mano derecha, y ningún ruido había interferido el canto de Sara, Beni colocó sus manos a ambos lados de la boca a modo de bocina, para que lo oyeran mejor, y gritó: «¡Corten!» con voz potente. Schreiber retrocedió y le lanzó una mirada abiertamente cansada, mientras Hagar, que se encontraba cerca de la baranda, se le acercó.

– ¿Por qué? ¿Por qué había que cortar ahora? -preguntó con tono enfadado-. ¡Si estaba saliendo absolutamente perfecto, tan…, tan bonito!

Bonito, sí -replicó Beni Meyujas, y se tapó los ojos con las manos-, pero no lo suficientemente cerca del borde, no lo suficientemente aterrador.

– Diecisiete tomas -masculló Schreiber-, diecisiete tomas desde las once de la mañana, y es la una de la madrugada, la una bien pasada, y seguimos sin estar lo suficientemente cerca del borde de la baranda para él.

Hagar le lanzó una mirada llena de ira.

– A ti qué te importa, te basta con venir a las doce y un minuto (¡estamos jodidos!), y recibes un aumento del doscientos por ciento; ¿por qué protestas, entonces? -le espetó Hagar.

– Dime, ¿es que aquí no puede hablar nadie más que tú? -replicó Schreiber provocándola- ¿Sólo tú tienes derecho a opinar? ¿Es por la veteranía? ¿He dicho yo algo de dinero? ¿No puedo decir que las exigencias del director son exageradas? ¿Acaso no he visto el encuadre?

Beni Meyujas, entre tanto, absorto como estaba e imperturbable ante las voces de su alrededor, miró el monitor y dijo:

– No está lo bastante cerca del borde. No es lo suficientemente aterrador. La quiero exactamente al borde, que dé miedo, que piensen que se va a caer, que haya unos segundos sobrecogedores hasta que se vea que está bien. Sara -llamó a la chica, que estaba allí agachada, abrazando su cuerpo esbelto con los delgados brazos que ahora asomaban bajo las anchas mangas de la capa-, quiero que te acerques al borde…

– Pero así me puedo caer -se incorporó y miró a su alrededor, hasta que sus ojos se encontraron con los de Hagar, que iba hacia ella-. Puedo… -murmuró-, es…

– No tengas miedo, que no te vas a caer. ¿No te acuerdas de que antes, en el ensayo, vimos que no…?

– Hagar -dijo Meyujas volviéndose ahora hacia la productora-, acércala al borde y quédate ahí con ella.

Hagar se tiró del cinturón de los ajustados pantalones vaqueros que llevaba, se abrochó la gabardina, rodeó con sus brazos los hombros temblorosos de la chica, y volvió a subir con ella hacia la improvisada baranda que habían construido a un lado de la azotea para la ocasión.

Beni Meyujas miró más allá de la baranda, divisó las antenas que sobresalían de la azotea y la luna llena que iluminaba el edificio de Los Hilos: el largo y rectangular edificio que en un pasado lejano había albergado una fábrica de hilos, de ahí su chistoso nombre, y que desde entonces había sido remozado con todo tipo de escaleras provisionales y galerías de madera, cuyo suelo chirriaba al pisarlo, plagado como estaba ya desde el aparcamiento de entradas secretas que sólo los más veteranos conocían y utilizaban, además de habitaciones, aulas y hasta unos pasadizos subterráneos que posiblemente desembocasen en el edificio central, cuyo nombre original sólo era recordado por un puñado de personas: la casa de los diamantes. Nadie que se encontrara en la azotea, apoyado en la baranda de hierro pintada de rojo, podía imaginar los tesoros y los rincones que allí lo aguardaban, en Los Hilos; no sólo el despacho de Tirtsa y los almacenes de los decorados, que ya conocía, sino también un taller de carpintería, los almacenes con el vestuario y hasta un lujoso estudio para programas de entretenimiento y entrevistas; sistemas de iluminación y sonido, y también unos pequeños almacenes bajo las escaleras -de los que sólo los veteranos conocían su existencia- en los que guardaban todo un mundo de sorpresas, y los pasillos donde se encontraban los grandes decorados; entre ellos el de la ciudad natal de Guemula, la protagonista de Agnón, que Tirtsa había diseñado: un pueblo, montañas y rebaños, todo de aspecto casi real…, y unas nubes, el sol y hasta la luna, redonda y amarilla, todo magníficamente dibujado; y la sala que había descubierto Max en sus recientes exploraciones: una habitación tapiada en la planta baja, y que contenía otro mundo al completo; hacía diez años, debido a una avería eléctrica, Max Levin golpeó la pared, oyó un sonido hueco, hizo un agujero, miró por él y se quedó tan sorprendido -a Tirtsa le gustaba contar esa historia siempre que se le presentaba la ocasión- que se fue sin decir nada a nadie y volvió con un enorme pico con el que abrió un boquete; y así fue como apareció la enorme sala donde se grababan los famosos programas de diversión de las tardes de los viernes. Después se supo que en realidad era un antiguo pozo que había abastecido a una mansión alemana, derribada hacía tiempo. Allí montaron un estudio de rodaje y, gracias a Max, también instalaron en el techo los tubos de un sistema de aire acondicionado que sólo él sabía cómo activar. Una nueva y compleja máquina de montaje -«el último grito», según prometió al departamento de contabilidad cuando entregó el presupuesto y vio la cara de Levi, el responsable, que se había quedado pasmado- estaba guardada allí, en una habitación cerca de la carpintería. Un poco más allá, en las salas destinadas a pintar los decorados, se encontraban las grandes columnas construidas por Tirtsa, unas columnas de mármol que se apoyaban contra la puerta de la sala de iluminación -Tirtsa había propuesto rodar el primer encuentro entre Guinat y Gamzu, los protagonistas de Agnón, en el almacén de los decorados y las paredes de hierro, y así ahorrarse la ambientación en exteriores-. Este espacio, en el que reinaban Tirtsa y Max Levin, el director del departamento de atrezo, siempre llenaba de entusiasmo a Beni Meyujas. Lo que a él le gustaría es poder utilizar todos y cada uno de sus rincones. Había hasta salas para descansar, una de ellas con una foto de gran tamaño de Kim Basinger justo encima del sofá en el que permanecía tumbado la mayor parte del día el rey de los encargados de la escenografía; a aquella sucesión de habitaciones interiores la habían dado en llamar «el campamento de tránsito» y en una de ellas, la más fresca, era donde guardaban los bocadillos y las cervezas. Llevaba treinta años trabajando en la televisión y todavía había en aquel edificio lugares cuya existencia ignoraba. Pero como decía Schreiber en un tono sarcástico, queriéndose hacer el gracioso, ¿qué es un realizador de televisión, sino el último mono? Aunque a Beni Meyujas no le importaba, especialmente ahora, cuando por fin le habían dejado hacer lo que verdaderamente le gustaba. Y además, los únicos que conocían hasta el más recóndito rincón de aquel lugar eran Max y Tirtsa. Y Tirtsa… muy agobiada últimamente, llevaba una semana entera sin querer hablar con él de nada absolutamente, ni para bien ni para mal. Después de ocho años viviendo juntos, por amor, sin ningún otro tipo de ataduras, sin hijos, sin patrimonio ni ceremonias religiosas, ahora resultaba que ella se negaba a dirigirle la palabra. Pero lo que se dice ni una sola palabra. Cada vez que él intentaba explicarle lo que tenía que hacer, ella aparecía con el decorado listo para el rodaje, incluida la gran columna de mármol, por ejemplo, pulida y perfecta como la columna de un palacio. Un decorado realmente precioso. ¿Quién iba a pensar que alguien lo ensuciaría con una pintada en rojo que decía: «Esto es una casa de putas asquenazí»? ¡Las cosas que llegan a ocurrírseles a las personas! Se diría que no les importa mutilar la belleza. Y es que lo que desean muchos es destruirla. Se podría llegar a pensar que es precisamente la visión de una gran belleza lo que incita a la gente a la destrucción. Hasta a las personas inteligentes y cultas. De hecho, ése es el tema de Ido y Einam. También ellos destruyeron la belleza. La destruyeron como si lo que buscaran fuera descifrar su secreto.