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Beni Meyujas miró hacia un rincón de la azotea. Max Levin había propuesto que rodaran a Guemula andando sobre la azotea del almacén de los decorados. La luna iluminó un cactus plantado en un cubo oxidado, que había sido apartado a un lado para que no saliera en el encuadre, y la superficie manchada de pintura que habían cubierto con arena. Desde aquel rincón de la azotea todavía se podía percibir el olor a humo que salía de la barbacoa.

La primera vez que Beni Meyujas lo acompañó a la azotea y vio asombrado la barbacoa llena de hollín, los restos de carbón y, al lado, el montón de finos huesos que los gatos habían mordisqueado, Max Levin se sintió muy incómodo y pareció arrepentirse de haber permitido que Beni entrara en su reino.

– El chico ése, el cerrajero -se disculpó, y su fuerte acento húngaro se hizo más patente-, tiene un pasatiempo, un gallinero cerca del compresor. Así que los muchachos, ya sabes, mientras esperan, por la noche y a veces temprano por la mañana, hacen tortillas con los huevos de las gallinas. A veces también asan un pollo del corral, no entero, no, sólo las alas o la pechuga.

– No lo pasáis nada mal, ¿eh? -le dijo Hagar burlonamente desde donde estaba, cerca del acceso a la azotea, observando las manchas de pintura en el suelo-. Aquí, en la televisión -dijo, dirigiendo sus palabras al cielo-, el director del departamento de atrezo está hecho un verdadero potentado.

Max Levin torció el gesto mostrando su desaprobación y disgusto, cosa que preocupó a Beni, que siempre se esforzaba por no enfrentarse a ninguno de los miembros del equipo, porque «las buenas relaciones hacen ya la mitad del trabajo», como solía decirle a Hagar y a los que alguna vez lo habían oído hablar al inicio de una producción.

– Tendremos que cubrir la mancha con algo, quizá con arena -sugirió Hagar, y anotó algo en la libreta amarilla-. ¿Quieres este sitio? -preguntó después de un rato, después de que Beni lo examinara-. Ahí al fondo -añadió-, hasta juegan al baloncesto; tienen todo un mundo montado aquí, y nosotros sin saber nada.

Él asintió con la cabeza para confirmar que sí quería aquel lugar. Por suerte, y sin saber siquiera por qué, Max Levin había aceptado.

– ¡Corten! -exclamó ahora Beni Meyujas, mirando de nuevo el monitor, y después el acceso a la azotea-. ¿Todavía no ha vuelto? -murmuró, como si hablara consigo mismo.

– ¿Quién? -preguntó Schreiber.

– Avi -respondió Hagar, desde donde estaba, en un rincón de la azotea-; está esperando a Avi, que ha ido a por el proyector portátil.

– Pero si hay luna llena -protestó Schreiber.

– Antes, cuando se fue, aún no había salido -dijo Hagar, echándole una ojeada al móvil-. Enseguida vendrá -añadió, para tranquilizar a Beni-, y seguro que dentro de nada Max traerá el caballo.

Pero se equivocaba. Hacía ya más de diez minutos que Avi, el iluminador, con el proyector portátil en la mano, intentaba convencer al vigilante de la garita de la entrada para que lo dejara pasar.

– El permiso -le repetía el nuevo vigilante, con un acento indefinido-, sin permiso prohibido.

Todo resultó inútil. Y no tenía ningún sentido llamar a Hagar para pedirle que bajara a socorrerlo, porque como se encontraban en medio del rodaje no le iba a contestar al teléfono.

El pobre hombre miraba a su alrededor: era la una y media de la madrugada y allí no había nadie. Tan sólo un vigilante nuevo, quizá de origen ruso o sudamericano, que empecinado en no dejarlo entrar y en evitar que se colara por la fuerza, no creía ni una sola palabra de lo que le decía. En esas estaban cuando, de repente, un coche frenó chirriando ante ellos. Del vehículo salió Max Levin que, sin cerrar la puerta tras de sí, se dirigió hacia la garita, rechoncho, con las gafas colgando del cuello atadas a una cadena y la cabeza ladeada.

– Max -exclamó Avi, viendo en él su salvación-, díselo, dile que estoy en la producción con vosotros.

– No te va a dejar entrar, ¿para qué vas a entrar tú ahí? No lo dejes entrar -le ordenó Max al vigilante, y desapareció por la puerta mientras veía cómo Avi se ponía lívido. Sólo entonces retrocedió muy sonriente y le masculló algo en húngaro al vigilante. Éste se pasó la mano por el pelo, largo y ralo, y a continuación dejó pasar a Avi.

– Iguen miguen? -dijo burlonamente Avi, mientras franqueaban la puerta de entrada del edificio e iluminaba con el proyector portátil el pasillo que se abría ante ellos.

– Yo en tu lugar no tiraría piedras sobre mi tejado -le dijo Max-, especialmente cuando Beni está esperando el proyector. Yo que tú no me reiría.

– Dime -le inquirió Avi-, ¿por qué me habrá mandado traerlo a la una de la madrugada? ¡Ni que fuera el rey de Inglaterra! Con todos mi respetos… Y tú, ¿qué haces tú aquí a estas horas?

– Un caballo azul; yo tengo que llevarle un caballo azul. Ven, ven aquí, ilumíname el almacén, que no hay suficiente luz ahí dentro -le respondió Max, mientras se escabullía hacia el interior de un espacio tapiado con unos paneles de conglomerado que había debajo de las escaleras de hierro.

– Ahora sí que ya no entiendo nada, pero absolutamente nada -dijo Avi, el iluminador, como si hablara consigo mismo-. ¿Dónde hay un enchufe por aquí? ¿Lo encontraremos, con lo oscuro que está? -y mientras hablaba iba palpando la pared y desenrollando el cable del proyector. Cuando encontró el enchufe, encendió el proyector y lo orientó hacia el interior del almacén, mientras seguía con la mirada las difusas sombras negras que proyectaban unos objetos que había junto a las paredes.

– No entiendo cómo continúan rodando cuando ya no hay presupuesto, ni por qué nos manda traer cosas cuando Mati Cohen está a punto de llegar.

– ¿Cómo que a punto de llegar? -preguntó Max asustado, y sacó un gran caballo azul de madera- ¿Ahora? ¿A estas horas va a venir Mati Cohen?

– Hablas como si no conocieras a Mati Cohen -dijo Avi, apartando el proyector-. ¿Para qué te hace llevar este caballo? -y sin esperar respuesta siguió explicándole-. Lo he oído en la cafetería. Mati Cohen se ha enterado por alguien, le ha llegado el rumor, de que el rodaje continúa por las noches, y ha decidido venir y pillarnos in fraganti. Es posible que ya no tengamos a quién llevarle estas cosas, ni tú el caballo ni yo el proyector, porque tal vez ya le haya echado el candado al asunto y todos hayan tenido que salir por patas. Lo he oído en la cafetería.

Max miró a Avi, que seguía allí con su media sonrisa.

– ¿De qué te alegras tanto? -le reprochó-. Es la producción más importante de la televisión y tú aquí riéndote.

– ¿Qué es lo que es tan importante? Dime -protestó el iluminador-. Todo el mundo anda como de puntillas y exclamando: ¡Agnón, Agnón! Pero ¿esto qué es, eh? Dime, ¿quién lo va a ver? ¡Pero si tendrá una audiencia cero!

– Llevas medio año trabajando en esto y todavía no sabes de qué va la cosa, debería darte vergüenza.

– Aquí no hay nada que saber, lo único que he oído es que trata de una chica india.

– India no -le explicó Max-. Leo muy mal en hebreo y Agnón escribe de una forma muy complicada, a parte de que todos dicen que Ido y Einam es un cuento incomprensible, pero no trata de ninguna india; desde luego que india no es. Trata sobre una tribu judía de Oriente.