– De Etiopía, entonces -sentenció Avi.
– Más o menos. Por lo visto es una antigua tribu judía -dijo Max-. Ella es sonámbula, así que anda por las noches mientras canta. Su padre la casó con un erudito, con un investigador, y éste la trajo a Jerusalén, donde se dedica a merodear por las azoteas y a cantar, según tengo entendido.
– Mi sobrina… -dijo Avi, y tiró del cable haciéndose a un lado para dejar paso a Max.
– Ilumina, ilumina -le pidió Max con impaciencia-. ¿Es que no quieres gastar batería? -y Avi iluminó el pasillo.
– Era sonámbula -exclamó detrás de Max, intentando ajustar su paso al de él-. Por las noches solía deambular por ahí. Una vez me desperté y la encontré junto a mi cama. ¡Qué susto! Éramos niños, yo no sabía lo que era una sonámbula, pero sí sabía lo que era el miedo -ahora estaba iluminando los decorados-. Ven, que aquí hay alguien -susurró-. Mira, ahí, en ese rincón, al lado de la columna, hay alguien.
Max Levin también vio la bota blanca, y después la pierna entera, con unos pantalones oscuros. Sólo cuando se acercaron y estuvieron junto a la columna se inclinó para mirar mejor. Avi le iluminó la cara a aquel ser y dejó escapar un grito sofocado. Volvió la cabeza con un gesto rápido y el proyector se le resbaló de las manos y cayó al suelo iluminando momentáneamente el techo. Después resbaló hacia la pared y, por casualidad, iluminó el charco oscuro.
– Es Tirtsa. Tirtsa -susurró Max Levin-, ¿qué te pasa, Tirtsa? -preguntó con voz ronca, mientras se arrodillaba y le tocaba el brazo-. Es Tirtsa -repitió, ahora aterrado, y alzando la cabeza se observó la mano-. ¡Aquí hay sangre, mucha sangre! Y su cara…, mírale la cara…
Avi no contestó.
– ¿Me oyes? -le dijo Max con voz ahogada-. Creo que se le cayó encima… la columna… Llama a una ambulancia, no tiene pulso, llama rápido a una ambulancia.
Avi seguía sin contestar, y en lugar de hablar tosió con fuerza y después Max lo oyó vomitar. A su alrededor había mucha sangre. Volvió a oír a Avi vomitando y, con la mano helada, se palpó el móvil que llevaba en el cinturón del pantalón y marcó.
Justo en ese momento la lluvia volvía a golpear con fuerza contra las ventanas del edificio, pero ya a nadie le importaba la lluvia, ni el granizo que a continuación repiqueteó sobre las finas paredes.
Shimshon Tsadiq, el director de la televisión -conocido como Shushu entre sus amigos-, llegó después que la policía e hizo una seña con la cabeza a Max Levin, que le había esperado en la entrada, indiferente a la lluvia. Se quedó un rato allí fuera, chorreando, y después dijo, mientras miraba con preocupación hacia el pasillo en penumbra:
– Un accidente terrible, mejor que ni me preguntes. En la salida de Mevasseret todavía hay un atasco de dos horas… Pasé por delante… Terrible…, dos chicos… acabaron con el coche siniestro total, los han tenido que sacar con la ayuda de una sierra eléctrica. Si hasta me he bajado del coche… Los he visto con mis propios ojos…
La cara mojada le brillaba iluminada por la luz azul del coche de la policía, y los faros de la ambulancia apuntaban a los charcos de agua que se habían formado en el asfalto del aparcamiento. Tanto el abrigo de cuero como su pelo corto y el cuello de la camisa estaban chorreando, y cada uno de sus pasos por el largo pasillo, ahora iluminado por los focos del personal del equipo forense, iba dejando una huella mojada. («Espera, espera», había exclamado antes, corriendo tras él, el vigilante de la entrada. «¡El permiso, el permiso!» Hasta que Max Levin, que estaba fumando junto a la puerta, lo detuvo, lo cogió por el brazo y le dijo suplicante: «¡Cállate, que es el director de la televisión!».)
Un charco se había ido formando a los pies de Tsadiq mientras estaba junto al cadáver, y apartando la mirada de éste murmuró:
– ¡Tirtsa, Dios mío, Tirtsa!
El oficial de la policía le dijo algo al oído y Tsadiq miró la gran columna desplomada al lado del cadáver, y la gran bola de mármol manchada de sangre; se agachó y golpeó la columna con los nudillos.
– ¡No me lo puedo creer! -exclamó-. ¡Mármol de verdad! ¿Cómo es que hay aquí mármol de verdad? Pero ¿esto qué es, Hollywood? -y como sentía que se ahogaba, se incorporó y miró a su alrededor-. Es espantoso, terrible -murmuró-. ¿Qué estaría haciendo aquí en mitad de la noche? -apartó la mirada de Avi, el iluminador, que estaba arrodillado en un rincón y vuelto hacia Max, que seguía junto a él, y observó al resto del equipo, que había bajado de la azotea, antes de fijar la mirada en el rostro de Sara, que parecía querer ocultarse tras el hombro de Hagar. Le miró los brazos, que le temblaban bajo las mangas de la capa blanca, las esbeltas piernas y los pies descalzos-. ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Qué hacéis todos aquí a estas horas…?
Max Levin se le acercó y le susurró algo al oído. Tsadiq lo miró estupefacto.
– No lo entiendo -dijo en un tono seco-. ¿Todavía continúa esto? Pero ¿no lo había dado Mati por acabado? ¿Dónde está Beni? -y estas últimas palabras las pronunció elevando la voz.
Max hizo un gesto con la cabeza y señaló hacia la azotea.
– Hemos intentado retenerlo allí arriba lo más posible… Están tratando de impedir que baje -dijo- hasta que… He creído que sería mejor cubrir antes el cuerpo…, porque esto va ser muy duro para él.
Tsadiq miró al médico que se encontraba junto al cadáver, y éste le devolvió la mirada y levantó los brazos para después volver a dejarlos caer, luego le hizo una seña con la cabeza al oficial de la policía, se acercó a Tsadiq y le dijo:
– Soy el doctor Elyashiv, ya me he presentado -y volvió a hacerle una seña con la cabeza al oficial de la policía-. Se lo he dicho a ellos -refiriéndose a los miembros del equipo forense que seguían arrodillados junto al cadáver-, les he dicho que esta columna la aplastó. Estaba aquí -y señaló unos paneles de madera que había allí-. Según parece, por algún motivo, se le cayó encima; o eso es, al menos, lo que parece a primera vista. Tiene una fractura en el cráneo, de eso estoy seguro, así que es posible que la columna, si ella estaba ahí y…
– Es demasiado pronto para saberlo -dijo uno de los agentes del equipo de criminología, mientras se incorporaba.
– ¿Demasiado pronto para saber qué? -inquirió Tsadiq-. ¿Demasiado pronto para saber cómo…?
Tsadiq fue interrumpido por Beni Meyujas, que entró corriendo y empujando a todo el que encontró a su paso, y, sin prestar atención a los inspectores de la policía, se arrodilló junto a Tirtsa para caer finalmente como desmayado. ¿O se había tirado al suelo? Porque sobre ese punto se había discutido después en la sala de prensa, cuando intentaban explicar con exactitud lo que había pasado, y hasta hubo quien se lamentó de que Schreiber no hubiera filmado ese momento y se hubiera limitado a quedarse allí detrás, con los brazos extendidos, como disculpándose por no haber podido impedir todo aquello.
Beni Meyujas se tumbó sobre el cadáver de Tirtsa, haciendo caso omiso de las protestas del forense, de las marcas de tiza blanca y del cuidadoso trabajo de recogida de pruebas, rastros o evidencias, mientras exclamaba una y otra vez:
– Yo… Por mi culpa…, todo ha sido por mi culpa…
Hagar se inclinó hacia él e intentó agarrarlo, pero Beni Meyujas retiró el brazo con fuerza al tiempo que se producía un fuerte resplandor, el del flash de la cámara de los inspectores de la brigada criminal.
– ¿Es el marido? -le preguntó el inspector de policía a Tsadiq-. ¿Es su marido? -insistió, señalando con la cabeza hacia Beni Meyujas, a quien el personal del equipo forense acababa de apartar del cadáver.
– Sí, su pareja -dijo Tsadiq-. Llevaban juntos ya varios años. Un gran amor. Usted es… ¿Nos conocemos?