– Bahar, comisario Bahar. Quiero que todos salgan fuera -le susurró el oficial de policía-, porque así no se puede trabajar.
– Ya se lo había dicho yo -se lamentaba ahora Tsadiq-. No dejé de advertirles que aquí sucedería una desgracia. Pero no creí que… ¿Cómo ha pasado todo?
El oficial de policía señaló hacia la columna blanca, que en ese momento estaba siendo apartada a un lado en medio de grandes esfuerzos.
– ¿Es eso lo que la aplastó? Pero ¿cómo? ¿Por qué no se alejó cuando vio que caía? ¿Y cómo es que está sepultada ahí, debajo de esos paneles? Pero si no son más que unos finos contrachapados, ¿cómo es posible que…?
El oficial de la policía volvió a repetir:
– Como ha dicho el médico, todavía es demasiado pronto para saberlo, será sólo más tarde cuando…
Pero Tsadiq no lo escuchó, sino que levantando la cabeza dijo:
– Hay que avisar a Rubin. ¿Alguien ha ido a buscar a Rubin?
Nadie contestó.
– Telefonead a Rubin -ordenó Tsadiq, y Max Levin miró a su alrededor hasta que su mirada se topó con la de Hagar. Ella, entonces, asintió con la cabeza y marcó el número de Rubin.
– No contesta -dijo después de un momento-. El teléfono está sin cobertura o apagado.
– Entonces quizá se encuentre aquí, en el edificio -dijo Max-. Prueba a llamar a las salas de montaje.
– ¿De qué hablan? ¿Dónde quedan esas salas? -susurró el oficial de la policía.
– Se refiere al edificio central de la televisión -le explicó Max.
– Dejadlo -dijo Tsadiq-, que tenga unas horas más de tranquilidad. Ahora ya nada es urgente.
Pero Arieh Rubin sí se encontraba en la sala de montaje, en el tercer piso del edificio central y, además, no estaba solo. Junto a él se encontraba Natacha, acariciándose las puntas abiertas y quemadas de su rubio y alborotado pelo, mientras sus ojos iban de la pantalla a la ventana alternativamente. Un rato antes, cuando llegaron la ambulancia y el coche de la policía, se había acercado a la ventana para echar un vistazo hacia fuera.
– Rubin, ven, mira, debe de haber pasado algo, hay un montón de sirenas, son las dos de la madrugada, qué podrá ser… quizá se trate de un atentado.
– Déjalo -le dijo Rubin distraído y sin desviar su atención de la pantalla-, sea lo que sea, si se trata de algo importante ya nos enteraremos -pero, a pesar de todo, detuvo la cinta y se quedó mirándola pensativo.
Se había sorprendido mucho al verla irrumpir allí a la una de la noche, con la respiración acelerada, dejando caer al suelo el desgastado bolso de lona tras cerrar la puerta de un portazo; después se había quitado el abrigo militar, que estaba chorreando, y lo había arrojado también sobre la moqueta azul, ignorando la mancha de agua que había empezado a formarse. Todo sin dejar de hablar.
– Espera un momento, tengo que terminar algo -él había intentado interrumpirla, mientras, escuchándola sólo a medias, iba cogiendo algunas frases sueltas.
– Dos semanas enteras…, día y noche…, cada momento libre… Ahora no puedo dejarlo… -le dijo ella, hasta que al final lo agarró por la manga de la camisa-. Rubin -dijo, sin pararse a mirar lo que lo tenía ocupado a él, que aunque se encontraba completamente absorto en su trabajo, detuvo la proyección-. Rubin, tienes que ver esto. Rubin, créeme, te vas a morir cuando lo veas -y a continuación vació el contenido del bolso de lona sobre la alfombra, examinó las tres cintas que allí cayeron, escogió una y se fue hacia el monitor.
Rubin le dirigió una mirada llena de escepticismo. Estaba metido de lleno en el proceso de producción de un reportaje sobre las torturas en los interrogatorios de los servicios de seguridad del Estado. Unos días antes le había explicado a Hefets, el director del departamento de informativos, que más que el comportamiento de los torturadores de los servicios de seguridad, lo que le había interesado era la actitud de los médicos de los hospitales israelíes que los habían encubierto, pues en esta ocasión había logrado, por primera vez, romper su silencio. Había tenido la suerte, le dijo a Hefets, de haberse encontrado por casualidad con un médico que era miembro de la organización Betselem y que se sentía incapaz de seguir soportando lo que veía. Tras recoger su testimonio, resultaba ya imposible cortar la cadena de los acontecimientos. Ni siquiera el director del hospital fue capaz de intimidar a Arieh Rubin, que se convirtió en la sombra del doctor Landau, el médico que trataba a los interrogados, y que no dejó de importunar tampoco al director del centro hasta que consiguió que éste lo echara de su despacho, momento que Rubin grabó y que suponía el punto de partida para su reportaje.
– Natacha -le dijo Rubin, cansado-, son casi las dos de la noche. Tengo que acabar esto antes de que amanezca. ¿Por qué no puedes esperar hasta la mañana? ¿Qué es lo que puede ser tan urgente? -dijo, señalando la cinta que ella sostenía en la mano.
– Enseguida lo vas a ver -le prometió Natacha, y a continuación se inclinó sobre el aparato, apretó un botón, sacó del monitor la cinta con la que él estaba trabajando y metió la suya. Antes de que Rubin pudiera quejarse, la hizo avanzar sin voz, la detuvo y anunció triunfante-: Aquí lo tienes, juzga por ti mismo.
Aun a su pesar, Rubin miró la pantalla. Quería protestar, pero una figura cubierta con un capuchón negro captó su atención.
– ¿Qué es eso? -preguntó sin dejar de mirar la pantalla.
– No digas qué -lo corrigió Natacha, poniendo sobre la pantalla su dedo fino y menudo, con la uña mordisqueada- sino quién. No me preguntes quién es, porque lo sabes muy bien. ¿No lo reconoces?
– Lo reconozco -admitió Rubin suspirando-, naturalmente que lo reconozco. Es el gran rabino. ¿Dónde está? Parece un aeropuerto. ¿Está en un aeropuerto?
– Sí -dijo Natacha incorporándose-, está en el aeropuerto camino del extranjero, con la vestimenta de un sacerdote griego ortodoxo, como si la hubiera sacado de una tienda de disfraces o algo así… No me dirás que no es impactante, ¿eh?
– Bueno -dijo Rubin-, admito que impactante sí es, pero ¿y qué?
– Yo -dijo Natacha, con solemnidad-, vengo espiando al rabino Aljarizi desde hace tiempo y he descubierto que una vez por semana se reúne con un grupo de gente en un restaurante de Jerusalén, en el barrio de la Colina Francesa, creo…
– ¿Cómo que creo? -se exasperó Rubin-. ¿Que crees que es un restaurante o que se reúne con alguien?
– Es que hay un sitio en la Colina Francesa, pero no te voy a decir dónde, una especie de… que no es exactamente un restaurante, sino un café, y ahí se reúne una vez a la semana con unas cuantas personas que no sé quiénes son. El caso es que entra y sale de allí con una especie de maletín, una maleta negra, como… míralo aquí -rebobinó la cinta y la paró en una toma en la que se veía al rabino Aljarizi con una pequeña maleta negra- como ésta. No como ésta, sino esta misma. Y mira, la lleva sujeta a la mano con una cadena, ¿has visto?
Rubin asintió con la cabeza. La había visto.
– ¿Se reúne en ese restaurante y…? -le preguntó.
– Eso es todo -dijo Natacha-, después ya no sé bien lo que sucede allí. Pero tengo la impresión de que se pasan mucha pasta, cantidades ingentes. Una vez conseguí espiarlos cuando estaban dentro del restaurante. Y vi mucho dinero, billetes, dólares, de todo. También sé que el rabino Aljarizi ha ido tres veces a Canadá en los últimos tres meses y que se ha llevado la maleta, de manera que ¿qué podemos deducir de esto? ¡Que alguien le está pasando dinero y él se lo lleva a Canadá!
– ¿Y qué? -dijo Rubin, expectante.
– ¿Cómo que y qué? -respondió Natacha, ya enfadada-. Tú sabes muy bien que eso no es normal. ¿Por qué le dan pasta y se la lleva a Canadá?
– ¿Y si ha recibido una herencia o ha vendido una casa?
– ¡Qué va! -exclamó Natacha-. Sé exactamente dónde vive, no ha vendido ninguna casa ni ha recibido ninguna herencia. Y además, mira -dijo, y adelantó la cinta hasta detenerla en un punto en el que se veía al rabino Aljarizi vestido de cura griego ortodoxo-, está llevando el dinero a Canadá para algo importante… Importante e ilegal… Fíjate en su disfraz, porque eso significará algo, ¿no? Te lo aseguro, tiene que ser algo importante e ilegal. De eso estoy más que convencida.