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– ¿Y cómo lo sabes?

– Rubin -se rió Natacha ahora con sarcasmo-, tú mismo me enseñaste a no revelar nunca las fuentes, así que no te voy a desvelar la que tengo ahora. Pero necesito que me ayudes. Convéncelo de que me dé un equipo, quiero llegar al fondo del asunto.

– ¿Que convenza a quién? ¿A Hefets? -exclamó Rubin sorprendido-. ¿Quieres que yo convenza a Hefets? ¿Quién va a poder convencerlo mejor que tú? No necesitas ninguna ayuda tratándose de Hefets, porque sabes muy bien que nadie tiene más influencia sobre él que tú.

– Oye, Rubin -dijo entonces Natacha, y los labios le temblaban como si estuviera a punto de echarse a llorar-, te equivocas, y viniendo de alguien que como tú… Bueno, no importa, pero te equivocas, y mucho. Resulta ofensivo. Yo no tengo ninguna influencia sobre él, sólo te basas en estereotipos.

– Ajá -dijo Rubin con una débil sonrisa-, en estereotipos, ahora entiendo…

– No te hagas el condescendiente conmigo, Rubin -dijo Natacha, tirando de las mangas del enorme jersey que llevaba puesto-. Te guías por estereotipos, como en las películas americanas, pero las cosas no funcionan así en la vida real, sino más bien al revés…

– Explícate -Rubin cruzó los brazos y empujó la silla hacia atrás-, explícame cómo funciona eso en la vida.

– Vale, sé que tienes experiencia, sé que tú mismo ya… Bueno, no importa -Natacha se dio una palmada en el muslo-, no he dicho que… No importa. Hefets no me ayudará, jamás me ayudará…

– Natacha -le dijo Rubin, en un tono paciente y paternal-, cómo voy a molestar al director de los servicios informativos para ayudarte, explícame cómo, sobre todo dada la situación entre tú y él…

– Al contrario -lo interrumpió ella implorándole-, es justo al revés, cuando alguien como Hefets se acuesta con una mujer, con una chica, ésta pierde ya todo su interés… Quizá sea un tipo con facilidad de palabra, pero nunca lo verás tratándome con seriedad, valorando mi trabajo, piensa que… De todas formas, cuando alguien de su posición se echa un polvo con una reportera principiante, ¿crees que la va a promover por eso?

Rubin torció el gesto.

– No me gusta… ¿Por qué hablas así? ¿Por qué hablas de ti misma con tan poco respeto? Eso no es echar una cana al aire, porque está más que claro que os traéis algo serio entre manos desde hace tiempo.

– No importa la relación que nos traigamos entre manos -lo interrumpió Natacha-, no importa lo que él pueda decir, incluso que hable de amor desde la mañana hasta la noche, porque te aseguro que si alguien casado se enrolla con una chica a la que le dobla la edad, a eso hay que llamarlo por su nombre, y no me refiero… En tu caso quizá… De cualquier manera, todo ha terminado ya.

– Ah -dijo Rubin-, vuestro asunto ha terminado, ahora lo entiendo todo -y volvió los ojos hacia el techo.

– ¿Qué es lo que has entendido? -preguntó Natacha, apretando el botón con la mano temblorosa y sacando la cinta lentamente-. Porque lo único que yo entiendo… es que no quieres…

– Natacha, por favor, no seas tan susceptible, dame eso -le dijo y le agarró con fuerza la fina muñeca de la mano que estaba sujetando la cinta.

– ¿Así que reconoces que es una bomba?

– ¿Una bomba? -le respondió, torciendo los labios como si estuviera saboreando la palabra-. Bueno, pues vale. Aunque yo diría que como mucho podría considerarse un aviso de bomba, si hemos de utilizar esas palabras; pero una bomba puede ser destructiva, quizá no te dejen publicarlo, seguro que no, si esto es todo lo que tienes…

– Tengo dos más -dijo Natacha, agachándose junto al bolso de lona.

– O sea que dos más -se sorprendió Rubin-, dos cintas más -añadió, y mirando por la ventana, pensativo, le preguntó-: ¿Desde cuándo?

Natacha se acercó a él y también se puso a mirar por la ventana.

– Fíjate -dijo asustada-, hay un montón de luces azules de coches de policía, quizá… ¿Habrá ocurrido algo? ¿Será un atentado? Fíjate -y se hizo a un lado.

Él aguzó la vista.

– La verdad es que no lo sé -comentó-, es difícil distinguirlo desde aquí. ¿Quieres que bajemos?

– Quizá podríamos llamar y preguntar. Aquí tienes las otras dos cintas -y se las ofreció, antes de añadir-: ¿Y desde cuándo qué?

– ¿Desde cuándo se ha terminado tu asunto con Hefets? -le preguntó Rubin, haciendo caso omiso de la mano de ella que le tendía las cintas.

– Desde hoy, desde ahora mismo, desde hace media hora -contestó ella, metió una cinta en la máquina de montaje y la rebobinó-. De todas formas, su mujer vuelve mañana. Durante las dos semanas que ella ha estado ausente me he dado cuenta de que… Bueno, no importa. Tengo ya veinticinco años y uno no puede tirar toda una vida por la borda por alguien con quien no hay futuro.

Bajo el desgastado pantalón vaquero, sus muslos parecían más delgados que nunca, y las menudas dimensiones del rostro le daban un aire ausente.

– Tienes toda la razón -dijo Rubin-, yo también estoy a favor de la familia y de los hijos.

Natacha se rió con sarcasmo.

– Claro -dijo, y sonrió-, por eso tú tienes las dos cosas, familia y niños -pero se calló enseguida y lo miró preocupada. Le parecía, que se había pasado de la raya.

Rubin no reaccionó.

Natacha estaba azorada. Sabía que, desde que Rubin cortó con Tirtsa hacía ocho años, no había habido otra mujer en su vida. Todos notaban que evitaba mantener relaciones amorosas estables con otras mujeres. Rubin, que durante todos los años de su matrimonio con Tirtsa había sido conocido en la televisión como un donjuán, como alguien que tenía habitualmente dos o tres relaciones simultáneas con mujeres «de todas las edades y de todos los colores», según lo formuló Niva, la secretaria del departamento de informativos, había tratado de mantener la mayor discreción durante los últimos tiempos. Nadie sabía a quién le estaría brindando ahora «un placer breve y sin expectativas», tal y como Dafna, la del archivo de imágenes, aseguró haberle oído decir. Además, seguía manteniendo unas buenas relaciones, cordiales, e incluso amistosas, con todas las mujeres con las que se rumoreaba que había tenido alguna aventura. Con todas menos con Niva quizá, a la que, según había observado Natacha en dos ocasiones, Rubin eludía siempre que intentaba hablar con él. En la cafetería, en la sala de redacción y en los pasillos, todos especulaban acerca del parecido del hijo de Niva con Rubin. Y eso que él creía que nadie sabía nada del niño. Así que Natacha no iba a ser quien le descubriera tales habladurías. Pero hacía unos pocos días Niva había dicho algo sobre un regalo para el séptimo cumpleaños del niño. A Natacha le hubiera gustado saber si Tirtsa sabía lo del niño. Se contaba que Rubin se había negado a verlo. Y que Niva lo había engañado, que le tendió una trampa pensando que si tenía un niño viviría con ella. Pero sucedió todo lo contrario, tal como ocurre a veces. Natacha estaba asustada: a lo mejor ahora, al mencionar que él tampoco tenía familia ni niños, lo había estropeado todo.

– Mira qué aspecto tienes, Natacha -le dijo Rubin, en un tono que a ella le sonó lleno de compasión-. ¿Has comido algo hoy? Pareces una anoréxica. No, no, no enciendas aquí un cigarrillo, las ventanas están cerradas por toda esta lluvia y ya me está picando la garganta. Venga, cuéntame qué es lo que crees que está ocurriendo con el rabino Aljarizi, qué puede estar tramando con toda esa pasta, camuflado y en Canadá. Vamos a intentar dilucidar de qué pueda tratarse y por qué lo hace y después pensaremos juntos en cómo actuar.