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– Aquí está el line-up, a pesar de todo hemos logrado terminarlo a tiempo -dijo Niva, y dejó sobre el escritorio, frente a Tsadiq, una hoja con la lista de los temas para las noticias de la tarde-. Échale un vistazo -añadió, ahora con cara de sorpresa, mientras le ponía delante una hoja idéntica a Erez, el jefe de edición, que estaba sentando cerca de Tsadiq, y otra frente a la silla vacía que se encontraba a su lado-. Mira esto, es una locura que todo el mundo esté aquí ya, nunca en mi vida había visto este lugar tan lleno a estas horas.

Tsadiq presidía la gran mesa rectangular. Una luz pálida, que entraba en el despacho a través del gran ventanal de vidrio manchado por gotas de lluvia ya secas, iluminó las puntas grises de su pelo corto y las huellas que le habían dejado en el rostro los acontecimientos de la última noche: unos ojos enrojecidos y unas ojeras oscuras que daban a su cara redonda una expresión de libertino extenuado. Miró los rostros de los presentes, que le devolvieron unas miradas muy serias, y luego alzó la vista hacia el reloj que colgaba de la pared de enfrente, detrás de las dos pantallas que emitían los programas de la primera y de la segunda cadena. Quiso darle una respuesta ingeniosa a Niva, la veterana secretaria del departamento de informativos, conocida por su lengua viperina, pero Aviva, su secretaria personal, se le adelantó. Aviva, como siempre, se encontraba sentada detrás de él, en una silla tapizada, como si no estuviera oyendo nada. En aquel momento se examinaba con detenimiento la línea oscura que perfilaba sus carnosos labios, después enroscó la barra de carmín, introdujo el espejo redondo en su pequeña funda y lo metió en el bolso. Cerró la cremallera con un gesto rápido, dejó el bolso debajo de la silla de Tsadiq y dijo:

– Lástima que tenga que morir alguien para que la gente llegue puntual a la reunión de la mañana -y luego movió hacia un lado su larga pierna y añadió-: Aunque ya son la ocho y veinte, así que incluso hoy algunos todavía se retrasan -y fijó la mirada en su muslo y su tobillo fino.

Tsadiq alisó enérgicamente los bordes de la hoja y subrayó las líneas de la tabla con el mismo bolígrafo con el que antes había golpeado la mesa para pedir silencio. Marcó los números que indicaban el tiempo destinado a cada reportaje, y también las letras impresas en la columna de los temas. Puso dos signos de exclamación junto a las palabras «tomando impulso», que estaban escritas al lado del título «Hoy huelga». Miró por el rabillo del ojo el cuero cabelludo rosado de Niva, que asomaba por entre los mechones rojos y cortos de su escaso cabello. Hacía unos días que había aparecido por sorpresa con ese corte de pelo y teñida de rojo, en lugar de los rizos grises y desordenados que llevaba antes.

Entonces Niva se inclinó hacia la pierna de Aviva, tocó su zapato rojo brillante y susurró:

– ¿Es nuevo?

– No me creerás si te digo que sólo me han costado ciento veinte shekel; y son de piel, italianos, y mira qué forma le dan a la pierna -le comentó Aviva mientras le sonreía y se arreglaba con esmero los bordes de su fino jersey azul, cruzaba las manos y se quedaba sentada muy derecha, con el pecho hacia delante.

Tsadiq observó por un instante a aquellas dos mujeres, tan diferentes entre sí; solía pensar que Niva era una persona que «se daba por vencida», expresión que había aprendido de Rubin, y que significaba que era alguien que no hacía ningún esfuerzo por realzar su feminidad. Rubin le explicó una vez, en un viaje al extranjero, que las mujeres que dejaban de teñirse el pelo y de vigilar su figura, aquellas que se cubrían el cuerpo con camisas de franela a cuadros y medias gruesas de lana, aunque repitiesen una y mil veces que estaban a favor de «la naturalidad» y que se habían hartado de actuar como muñecas y estaban luchando por liberarse de todas aquellas tonterías dictadas por los hombres, realmente eran mujeres desesperadas, que se daban por vencidas ante la posibilidad de gustar a los hombres, lo mismo que ante la necesidad, y de mostrarse como mujeres que todavía creían en la existencia de alguien que pudiera amarlas, e incluso de fingir que tenían la esperanza de encontrar a alguien así. Habría que suponer, pues, que Niva envidiaba a Aviva, o que la despreciaba, ya que la apariencia de Aviva era totalmente opuesta a la suya: una rubia guapísima que, según sus cálculos, tendría ya más de cuarenta años y a la que sin embargo nadie echaría más de treinta y cinco, con los párpados tersos, las pestañas larguísimas, y una risa siempre tintineante que brindaba a cualquier hombre que se le pusiera delante mientras se acariciaba con una uña larga y roja el contorno de sus carnosos labios, como prometiendo algo… Si no la conociera desde hace tantos años habría creído que… Pero mejor no pensar en ello… porque sólo le causaría pesares. En vez de eso, mejor sería que empezara con el line-up. Cada mañana tenía que sermonearlos recordándoles lo importante que era que todos estuvieran atentos en la reunión de la mañana, que empezaran a tiempo el repaso de las críticas de la noche anterior para pasar después, rápidamente, a hablar del primer line-up del día, que todavía sería modificado decenas de veces, pero de nada le servía reprenderlos. Llevaba ya tres años intentando llamar su atención con palmadas y gritos, y ahora, de repente, como había ocurrido una tragedia, los tenía a todos disciplinadamente sentados alrededor de la mesa; o a casi todos.

– Qué lástima que haya tenido que ocurrir una tragedia -dijo, y se quitó las gafas-, para que todo el mundo esté aquí a las ocho y veinte de la mañana -y dicho esto volvió a golpear la mesa con su bolígrafo y exclamó-: ¡Señores, señores, ruego silencio!

– No tienes por qué pedir silencio -dijo Niva, y le colocó al lado de la hoja una taza de café-, si hoy reina aquí un silencio sepulcral -y mostrándose de pronto muy azorada, lo miró arrepentida, bajó la mirada y añadió-: Lo siento.

Aviva levantó la mano y exclamó también: «¡Silencio!». Después movió su silla a un lado para que Hefets, el director del departamento de informativos, pudiera abrirse paso y sentarse entre Erez, el editor, y Tsadiq. Este último carraspeó, y justo entonces, cuando todas las miradas estaban puestas en él, se oyó el estruendo de un taladro percutor y de un mazo de los de derrumbar paredes. Tras el vidrio del ventanal apareció la silueta de uno de los empleados de mantenimiento, que se encontraba en el despacho de los cronistas de asuntos exteriores, con el taladro en una mano mientras se cubría la boca con la otra a causa del polvo.

– No me lo puedo creer -murmuró Tsadiq-, ¡justamente ahora! Esto es absurdo, es como… como una… como una película de los hermanos Marx.

– ¡Parad ahora mismo! -gritó Niva-. ¡Detened eso! -añadió, corriendo hacia el ventanal y golpeando el cristal con el puño.

El empleado de mantenimiento se retiró y cesó el sonido de la perforadora. El mazo golpeó un par de veces más hasta que se oyó cómo se derrumbaba la pared.

– Compañeros -dijo Tsadiq, con una voz baja y ronca, mientras garabateaba en la hoja que tenía delante-, primero, quiero decir unas palabras sobre la tragedia que hemos sufrido, porque esto ha sido una verdadera tragedia -suspiró, levantó la cabeza y se topó con la mirada de Dani Benizri, el cronista de temas sociales y sindicales, que estaba sentando al otro lado, casi al fondo de la mesa, con la barbilla apoyada en la mano-. Porque tragedia es la palabra exacta. Hemos perdido a nuestra querida Tirtsa. Quienes trabajaron con ella saben muy bien la pérdida que ello supone. Porque esta mujer…, qué se puede decir… Decir Tirtsa Rubin es decirlo todo. ¿No es así?

El teléfono no dejaba de sonar y Niva se apresuró a descolgar. Medio escuchando, Tsadiq la oyó exclamar en voz baja: «¿Cómo que te ha has confundido en el montaje?», y enseguida miró la cara fina, sombría y larga de Dani Benizri, que se irguió en su asiento y se frotó la cicatriz fina y rosada que le iba desde la ceja derecha hasta la oreja, mientras asentía con la cabeza.