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– Aunque yo, siendo un hombre, no sé si sería capaz de algo semejante -le confesó a Hefets-, no sé si podría seguir siendo amigo íntimo de un hombre que viviera con la mujer que fue mi esposa, ni qué habría hecho si además siguiera amándola.

– Pero es que en su caso se trata de algo más que una simple amistad -le replicó Hefets-, es… como… son como… como hermanos, llevan juntos desde la infancia… Es como algo que hubiera sucedido dentro de la familia, ¿no te parece? Eran como una familia; yo mismo he oído a Rubin decir que Beni era para él como un hermano. Así es que tú, en su lugar ¿qué habrías hecho? ¿Condenar a tu hermano? ¿Qué podías haber hecho? Si eran como una familia, ¿no?

– Más a mi favor -dijo Tsadiq- Así todavía me resulta más difícil de entender, yo no habría podido.

– Nunca digas de este agua no beberé -dijo Hefets-. ¿Quién sabe de lo que es capaz? ¿Hay alguien que pueda estar seguro de eso? Yo creo que no. ¿Acaso puede saberse? ¡No! Yo mismo… -pensó en voz alta y apasionadamente, y, de repente, dejó de hablar.

Tsadiq, que siguió su mirada, vio entonces a Natacha en la entrada de la sala de noticias, con el pelo revuelto y su ropa habitual -el abrigo militar, los pantalones vaqueros y la andrajosa bufanda roja-, quieta, observando a su alrededor como si estuviera buscando a alguien, y posando finalmente en él sus grandes ojos celestes. Por un instante los miró a los dos y después se dio la vuelta y regresó al pasillo. El rostro de Hefets se ensombreció.

Que me maten, se quedó pensando Tsadiq, si entiendo los líos en los que es capaz de meterse la gente. Aunque él mismo tampoco es que hubiera sido del todo… Pero ¿con una chica de 25 años? ¿Sólo un año mayor que la hija mayor de Hefets? Eso era ya demasiado. Y encima en el trabajo, liarse con una chica que trabaja contigo, eso él nunca lo haría. O al menos no allí, quizá en el extranjero, en un sitio donde nadie pudiera… Se oyó otra vez el sonido de la taladradora y, a través de la puerta abierta, una pequeña polvareda salió de la habitación de al lado y se esparció por la sala de redacción.

– Diles que paren -le dijo a Aviva, pero ella se encogió de hombros y exclamó-: ¿Cómo voy a hacer eso? Llevo un mes esperándolos. Fuiste tú el que quisiste hacer reformas en el despacho de los cronistas de asuntos exteriores, ¿o no? Llevo un mes esperándolos y ahora que por fin han empezado no les voy a decir que se vayan. Si quieres díselo tú, llama a mantenimiento.

– ¡Parad ese ruido ahora mismo! -gritó Tsadiq-. Haced un descanso, id a tomar un café y volved dentro de media hora -añadió, mientras los dos obreros lo miraban extrañados desde la entrada de la sala de los cronistas de asuntos exteriores. Tsadiq, entonces, intentó moderar su voz-. ¿No os habéis enterado de lo que ha pasado?

El obrero que tenía la taladradora lo miró en silencio.

– ¿No habéis oído que una de nuestras principales colaboradoras murió anoche? El otro obrero asintió con la cabeza y le susurró algo a su compañero. Salieron del despacho interior, se situaron cerca de la entrada de la sala de redacción y se quedaron mirando a hurtadillas a quienes estaban alrededor de la mesa.

– Volved dentro de un par de horas -se apresuró a decirles Aviva, y dirigiendo luego a Tsadiq una mirada de reproche le espetó-: ¿Justo ahora, cuando había logrado que vinieran, cuando por fin han encontrado el momento, vas tú y los echas?

– Hay que empezar ya con el line-up, porque tenemos algunos problemas y cambios en los temas de esta tarde -dijo Hefets, y Tsadiq asintió con la cabeza, indicando que estaba de acuerdo.

Erez desplegó la hoja ante sí con gesto decidido.

– Sólo unas palabras más -pidió Tsadiq, y carraspeó-, porque tengo algo que añadir.

Erez suspiró y Hefets cubrió la hoja del guión con sus dos enormes manos.

– Todos conocemos -continuó Tsadiq con voz ahogada- la pasión que ponía Tirtsa en su trabajo y cómo se implicaba en él. Todos los que trabajábamos con ella sabemos que siempre estaba disponible, día y noche. Podría decirse que, literalmente, dio su vida por…, cómo se dice, que se sacrificó en aras de su trabajo. Creo que no necesito explicaros -Tsadiq miró los rizos rojos de David Shalit, el cronista de sucesos, que estaba sentado no muy lejos de él, y apuntó algo en su agenda de bolsillo- que Tirtsa era una artista, una perfeccionista y también una persona muy íntegra. Como sabéis ella y yo llevábamos treinta años juntos en este edificio; estábamos aquí cuando todavía no había nada, ella y yo, Rubin, Beni Meyujas y tú también, Hefets, estuvimos juntos desde el principio. Y nunca oí salir de su boca una mala palabra acerca de nadie. Sabéis… Tirtsa… Tirtsa era una persona… -se calló y miró a su alrededor porque nunca había habido un silencio como ése en la sala de redacción, jamás había podido concluir allí una frase sin que alguien le hiciera un comentario pedante-… Pero ahora -añadió despacio, subrayando cada palabra- no podemos detenerlo todo. En informativos no hay tiempo para duelos, no podemos permitirnos ese lujo y menos siendo una cadena pública -prosiguió, mirando con los ojos anegados en lágrimas a los presentes, que agacharon la cabeza-. Las noticias no esperan -añadió con solemnidad, después se calló y dejó caer la cabeza cubriéndosela con las manos.

– No tenemos otra opción -dijo en voz baja y pasándose la mano por la cabeza afeitada para después acariciarse la perilla; Hefets se animó a seguir su ejemplo-. Porque ¿tenemos, realmente, otra opción? No, no la tenemos. ¿Quién va a hacer nuestro trabajo? Nadie va a trabajar por nosotros. Lo que quiero deciros es que no tenemos opción.

Cuánto tiempo iba a poder soportar -se preguntó Tsadiq para sus adentros y distraídamente- ver cómo Hefets maquinaba de la manera más desvergonzada para usurparle el cargo. Cualquiera podía darse cuenta de que lo imitaba como un mono y repetía como un disco rayado todo lo que él decía, una y otra vez… Aquello era como para vomitar… Pero, de repente, Hefets se puso rígido y desvió la mirada hacia la puerta de la sala de redacción. Tsadiq siguió su mirada y vio junto a la puerta a Arieh Rubin. Natacha estaba a su lado, agarrándose las solapas del abrigo. La tal Natacha estaba demasiado delgada, pensó Tsadiq, y parecía bastante sucia con esa bufanda de lana que siempre llevaba puesta tapándole el cuello y el mentón y que le daba un aspecto como de huérfana, aunque la verdad era que sus ojos azules… Pero ¿por qué estaría tan pegada a Rubin? Era imposible que Rubin tuviera algo con ella. Primero porque aquella chica era de Hefets, y Rubin jamás le haría… Rubin nunca… Rubin tenía clase, nunca se permitiría liarse con… A Tsadiq le pareció que el silencio se había hecho todavía más intenso mientras todos miraban a Rubin. Entonces Niva se acercó corriendo a él, lo sujetó por los brazos, lo miró fijamente a la cara, como si estuvieran los dos solos en la sala de redacción, igual que en una película americana, y le dijo susurrante, aunque todos pudieron oírla:

– Qué tragedia tan espantosa, estábamos muy preocupados por ti, Arieh. ¿Estás bien, Arieh?

Rubin asintió sin prestarle ninguna atención, limitándose a retirar con delicadeza las manos de ella de sus brazos, después miró a Tsadiq y se dirigió apresuradamente hasta él para susurrarle al oído:

– Tengo que hablar contigo, Tsadiq, lo antes posible.

– Ahora no -le respondió Tsadiq, asustado-, después de la reunión de la mañana tengo otra con los directores de los distintos departamentos. Tendrá que ser después…, después de las diez.

– Nada de después -le susurró Rubin-, antes. En cuanto acabéis con el line-up. Es muy urgente.

– De acuerdo -accedió Tsadiq-. Pero siéntate ya.

Hefets se apresuró a mover su silla hasta pegarla a la de Erez, mientras Rubin se sentaba en un extremo de la mesa. Aviva, que estaba detrás de él, adelantó de inmediato su blanda mano y la apoyó sobre el hombro de Rubin, apretándolo suavemente, y David Shalit, al toparse con la mirada de Rubin, abrió los brazos en un gesto de impotencia. Y es que la situación era ya verdaderamente insoportable. La gente no sabía qué decir ni qué pensar. Arieh Rubin cogió la hoja y la observó, mientras Hefets seguía con la mirada a Natacha, que, tras observar a Rubin con unos ojos llenos de dudas, lanzó el bolso de lona sobre el sofá que había en la esquina, junto al bidón de agua fría.