—Un momento, señores, para darme ánimo.
Retirando la mano, se inclinó y miró al muerto. Y la abandonó el maravilloso dominio de sí misma que había sostenido hasta aquel momento.
—¡Pablo! —gritó—. ¡Esposo mío! ¡Oh, Dios!
Vaciló al inclinarse y cayó sin sentido.
Poirot, que estaba a su lado, le levantó inmediatamente un párpado y le tomó el pulso. Cuando se hubo asegurado de que el desmayo era auténtico, se apartó. Cogiéndome un brazo, me dijo:
—¡Soy un imbécil, amigo mío! Si una voz de mujer ha expresado alguna vez amor y dolor, yo la he oído ahora. Mi pequeña idea era enteramente equivocada. Eh bien! ¡Tengo que volver a empezar!
Capítulo VI
El lugar del crimen
Entre el doctor y Hautet llevaron a la casa a la mujer inconsciente. El comisario los miraba moviendo la cabeza.
—Pauvre femme! —murmuró para sí mismo—. La impresión ha sido excesiva para ella. Pero nosotros no podemos hacer nada. Ahora bien, Poirot: ¿vamos a visitar el lugar en que se cometió el crimen?
—Con su permiso, Bex.
Atravesamos la casa, saliendo por la puerta delantera. Poirot, que había levantado la cabeza para mirar la escalera, al pasar la movió con expresión de descontento.
—Para mí es increíble que la servidumbre no oyese nada. ¡Los crujidos de esa escalera al bajar por ella tres personas hubieran despertado a un muerto!
—Recuerde que era a la mitad de la noche. Estas mujeres debían de estar profundamente dormidas entonces.
No obstante, Poirot continuó moviendo la cabeza como si no aceptase del todo la explicación. Desde la calzada miró hacia la casa, deteniéndose.
—En primer lugar, ¿qué les indujo a mirar si la puerta delantera estaba abierta? Era extremadamente inverosímil que lo estuviese. Y era mucho más probable que tratasen de forzar una ventana.
—Pero todas las ventanas de la planta baja se aseguran con postigos de hierro.
Poirot señaló una ventana del primer piso.
—Ésta es la del dormitorio que acabamos de visitar, ¿no es verdad? Y mire, además hay aquí un árbol por el que sería facilísimo subir.
—Es posible —admitió el otro—. Pero no hubieran podido hacerlo sin dejar huellas de pisadas en el cuadro del jardín.
Comprendí que la observación era acertada. Había dos grandes arriates ovales plantados de geranios de color junto a la puerta delantera. El árbol en cuestión tenía sus raíces en el fondo mismo del macizo y hubiera sido imposible alcanzarlo sin pisar éste.
—Ya lo ve —continuó el comisario—: por efecto de este tiempo seco, las huellas no serían visibles en el camino de los coches o andenes; pero en la tierra blanda del cuadro, el caso hubiera sido muy distinto.
Poirot se acercó al cuadro y lo estudió atentamente. Como lo había dicho Bex, la tierra estaba perfectamente lisa. No había por ninguna parte la más ligera depresión.
Poirot inclinó la cabeza, como si hubiese quedado convencido, y nos apartamos de allí; pero de pronto se lanzó disparado y se puso a examinar el otro cuadro.
—¡Bex! —llamó—. Vea esto. Aquí tiene usted abundantes huellas. El comisario vino a su lado y sonrió.
—Mi querido Poirot: éstas son, sin duda, las de las grandes botas claveteadas del jardinero. En todo caso, no tendrían importancia, puesto que en este lado no tenemos árbol ni, por tanto, el medio de obtener acceso al piso de arriba.
—Cierto —dijo Poirot, evidentemente desanimado—. ¿De modo que usted cree que estas huellas no tienen importancia?
—En absoluto.
Entonces, con gran asombro por mi parte, Poirot pronunció estas palabras:
—No estoy de acuerdo con usted. Tengo una pequeña idea de que estas huellas son la cosa más importante que hemos visto hasta ahora.
Bex no contestó, limitándose a encoger los hombros. Era demasiado cortés para exponer su verdadera opinión. En lugar de esto, dijo:
—¿Vamos a continuar?
—Ciertamente. Puedo dejar para más tarde la investigación de este asunto de las huellas —contestó de buen humor.
En lugar de seguir el camino de los coches, hasta la puerta exterior, Bex tomó un sendero que se bifurcaba en ángulo recto. Formaba una pequeña cuesta alrededor del lado derecho de la casa, y tenía a uno y otro lado una especie de espesura de matorrales: inesperadamente, desembocaba en un pequeño terreno despejado desde el que se podía ver el mar. Allí se había colocado un banco, y no lejos de este se veía un cobertizo algo ruinoso. Algunos pasos más allá, una línea bien marcada de pequeños arbustos señalaba el límite del terreno de la villa. Bex continuó hasta allí y nos hallamos ante un dilatado trecho de dunas despejadas. Miré a mi alrededor y vi algo que me llenó de asombro.
—¡Cómo!... Esto es un campo de golf—exclamé.
Bex hizo una seña afirmativa.
—No está aún terminado —explicó—. Se espera que podrá ser inaugurado en alguna fecha del mes próximo. Algunos de los hombres que trabajan en él fueron los que descubrieron el cadáver esta mañana temprano.
Di una boqueada. Cerca, a mi izquierda, en un lugar que de momento había pasado por alto, había un hoyo largo y estrecho, y junto a él, boca abajo, ¡el cuerpo de un hombre! Mi corazón dio un salto terrible y tuve la loca ocurrencia de que había sido repetida la tragedia. Pero el comisario disipó aquella ilusión adelantándose y exclamando con acento de viva contrariedad:
—¿Qué ha hecho mi policía? ¡Tenían la orden estricta de no permitir que se acercase aquí nadie sin títulos adecuados!
El que estaba en el suelo volvió la cabeza por encima del hombro.
—Pero es que yo tengo títulos adecuados... —observó, poniéndose en pie lentamente.
—¡Mi querido Giraud! —exclamó el comisario—. No tenía idea siquiera de que hubiese llegado. El juez de instrucción le esperaba con la mayor impaciencia.
Mientras hablaba el comisario, yo examinaba al recién llegado con la más viva curiosidad. Me hallaba familiarizado con el nombre del célebre detective de la Sûreté de París, y sentía gran interés por verle en persona. Era un hombre muy alto, de unos treinta años de edad, cabello y bigote pardo rojizo y porte militar. Sus maneras tenían cierto aire arrogante, revelador de que se daba cuenta perfecta de su propia importancia. Bex nos presentó, indicando que Poirot era un colega. El detective de París mostró su interés momentáneo con un ligero parpadeo.
—Le conozco a usted de nombre, monsieur Poirot —dijo—. Ha sido usted un hombre conspicuo en los tiempos pasados, ¿verdad? Pero los métodos son ahora muy distintos.
—No obstante, los crímenes son muy parecidos —observó Poirot con voz suave.
Vi inmediatamente que Giraud estaba dispuesto a mantener una actitud hostil. Le molestaba que el otro se hallase asociado con él, y tuve la sensación de que si descubría alguna pista importante era muy probable que se la guardase para él solo.
—El juez de instrucción... —empezó a decir Bex.
—¡Me tiene sin cuidado el juez de instrucción! La luz es lo que importa en este momento. Para todos los fines prácticos, se habrá acabado dentro de una media hora. Estoy bien informado del caso, y la gente que vive en la residencia puede esperar hasta mañana perfectamente; pero si hemos de encontrar una pista para descubrir a los asesinos, éste es el sitio. ¿Es la Policía de usted la que ha estado paseándose por ahí? Creía que conocían mejor su oficio en los días en que vivimos.
—No hay duda de que lo conocen. Las huellas de que usted se queja las han dejado los trabajadores que descubrieron el cadáver.