El otro dejó oír un gruñido de disgusto.
—Pueden verse los caminos por donde tres de los hombres vinieron a través del seto..., pero eran astutos. Puede usted reconocer en las huellas centrales las de monsieur Renauld; pero las de uno y otro lado han sido borradas cuidadosamente. No es que hubiera, en realidad, mucho que ver en este terreno duro, pero no han querido correr riesgos.
—La señal exterior —dijo Poirot—. Esto es lo que usted busca, ¿verdad?
El otro detective abrió mucho los ojos.
—Naturalmente.
Asomó a los labios de Poirot una débil sonrisa. Parecía a punto de hablar, pero se contuvo. Inclinóse luego sobre el lugar en que había quedado la azada.
—Cierto que con esto se ha cavado la sepultura —dijo Giraud—. Pero no sacará nada de ello. Era la propia azada de Renauld, y el hombre que la usó llevaba guantes. Ahí están —e indicó con el pie un par de guantes sucios de tierra y echados por el suelo—. Y también son de Renauld..., o, por lo menos, de su jardinero. Les digo a ustedes que los hombres que proyectaron este crimen se precavieron contra todo. La víctima fue acuchillada con su propia daga y hubiera sido enterrada con su propia azada. ¡Contaban con no dejar ningún indicio! Pero yo los venceré. ¡Siempre queda algo! Y me propongo encontrarlo.
Pero Poirot estaba ahora interesado, al parecer, en otra cosa: un trozo corto de tubería de plomo descolorido, que estaba junto a la azada. Tocándolo delicadamente con el dedo, preguntó:
—Y esto ¿pertenecía también al hombre asesinado? —y me pareció advertir en la pregunta un fino acento de ironía.
Giraud encogió los hombros para indicar que no lo sabía ni le importaba.
—Puede haber estado ahí semanas enteras. De todos modos, no me interesa.
—Yo, en cambio, lo encuentro muy interesante —dijo Poirot con dulzura.
Pensé que estaba molestando al detective de París, y si era así, ciertamente lo consiguió. El otro se volvió bruscamente hacia el lado opuesto, observando que no tenía tiempo que perder, e, inclinándose, reanudó su minucioso examen del suelo.
Poirot, entre tanto, como asaltado por una idea repentina, cruzó el límite del terreno y empujó la puerta del pequeño cobertizo.
—Está cerrada —dijo Giraud por encima del hombro—. Pero no es más que un sitio donde el jardinero guarda sus trastos. La azada no vino de ahí, sino del cobertizo de las herramientas, junto a la casa.
—¡Maravilloso! —murmuró Bex, mirándome con extática expresión—. ¡No hace más de media hora que ha llegado y ya lo sabe todo! No hay duda de que Giraud es el detective más grande de nuestros días.
Aunque a mí me era profundamente antipático, me sentí secretamente impresionado. Aquel hombre parecía irradiar eficacia. Hasta aquel momento no podía evitar esta sensación. Poirot no se había distinguido mucho y esto me molestaba. Parecía estar dirigiendo su atención a todo género de detalles necios y pueriles que no tenían nada que ver con el caso. Y, efectivamente, en aquel momento preguntó de repente:
—Bex, le ruego que me diga qué significa esta línea de yeso que se extiende alrededor de la sepultura. ¿Obedece a algún objeto de la Policía?
—No, Poirot; es cosa del campo de golf. Esto muestra que aquí ha de haber un bunkair, como lo llaman ustedes.
—¿Un bunkair? —repitió Poirot, volviéndose hacia mí—. ¿Es esto el agujero irregular lleno de arena y con margen al lado? Expresé mi conformidad.
—¿Sin duda, Renauld jugaba al golf?
—Sí; le gustaba mucho este deporte. A él y a sus copiosos donativos se debe principalmente el impulso para adelantar esta obra. Ha tomado parte hasta en el proyecto.
Poirot inclinó la cabeza con expresión pensativa.
—No es un lugar muy bien elegido... para enterrar un cadáver. Hubiera sido descubierto tan pronto como los operarios hubiesen empezado a cavar el suelo.
—Ni más ni menos —exclamó Giraud con acento de triunfo—. Y esto demuestra que no eran de este lugar. Es una excelente prueba indirecta.
—Sí —dijo Poirot en tono dudoso—. Nadie bien informado enterraría aquí un cadáver..., a no ser que quisiera que se descubriese. Y esto es sencillamente absurdo, ¿no le parece?
Giraud no se tomó ni siquiera la molestia de contestar.
—Sí —insistió Poirot con voz no muy satisfecha—. Sí..., absurdo, sin duda alguna.
Capítulo VII
La misteriosa madame Daubreuil
Al encaminarnos nuevamente a la casa, Bex se excusó por una ausencia momentánea diciendo que debía comunicar inmediatamente al juez de instrucción que había llegado Giraud. Éste, por su parte, había mostrado una satisfacción evidente al oírle declarar a Poirot que había ya observado cuanto deseaba. Al último que vimos al retirarse de allí fue a Giraud a gatas continuando su investigación con una meticulosidad que no pude dejar de admirar. Poirot se figuró lo que pensaba, pues tan pronto como estuvimos solos observó irónicamente:
—Por fin ha visto usted al detective que admira..., ¡al zorro humano! ¿No es así, amigo mío?
—En todo caso, hace alguna cosa —le repliqué con aspereza—. Si hay algo que encontrar, él lo encontrará. Ahora bien: usted...
—Eh bien! ¡Yo también he encontrado algo! Un trozo de tubería de plomo.
—¡Hombre, Poirot! Usted sabe muy bien que esto no tiene nada que ver con el caso. Quiero decir con las cosas pequeñas..., con los rastros que pueden conducirnos infaliblemente a donde estén los asesinos.
—Amigo mío, ¡un indicio de sesenta centímetros de longitud vale tanto como otro que mida dos milímetros! Es una idea romántica esa de que todas las pistas importantes deben ser infinitesimales. En cuanto a la falta de relación entre el trozo de tubería y el crimen, lo dice usted porque así se lo ha dicho Giraud. No —continuó al ver que yo iba a interrumpirle con una pregunta—, no hablemos más de esto. Deje a Giraud con su investigación y a mí con mis ideas. El caso parece bastante claro, y, sin embargo..., sin embargo, amigo mío, no estoy seguro! ¿Y sabe por qué? A causa del reloj de pulsera que va adelantado dos horas. Y luego hay, además de éste, otros pequeños y curiosos detalles que no parecen encajar bien. Por ejemplo: si el objeto de los asesinos era la venganza, ¿por qué no acuchillaron a Renauld mientras dormía, para acabar de una vez?
—Querían el «secreto» —le recordé.
Poirot se sacudió de la manga una partícula de polvo con expresión de desagrado.
—Bueno; ¿dónde está este «secreto»? Al parecer, a cierta distancia de aquí, puesto que querían que se vistiese. No obstante, se le encuentra asesinado muy cerca, casi al alcance del oído desde la casa. Además, es mucha casualidad que se encontrase a mano un arma como esa daga.
Poirot se detuvo, con el ceño fruncido, y continuó luego:
—¿Por qué no oyó nada el servicio? ¿Habían tomado un narcótico? ¿Había un cómplice que se encargó de que quedase abierta la puerta delantera? Estoy preguntándome si...
Bruscamente, se detuvo. Habíamos llegado al camino de coches, frente a la casa. De pronto, se volvió hacia mí.
—Amigo mío: voy a darle una sorpresa, ¡una satisfacción! ¡Me han afectado sus reproches! ¡Vamos a examinar algunas huellas de pisadas!
—¿Dónde?
—En ese cuadro de jardín de la derecha. Bex afirma que son las pisadas del jardinero. Vamos a comprobarlo. Mire: por ahí se acerca con su carretilla.
En efecto, un hombre ya viejo estaba entonces cruzando el camino con una carretilla llena de plantas de sementera. Poirot le llamó y él dejó la carretilla y vino, cojeando, hacia nosotros.
—¿Va a pedirle una de las botas para confrontar con las huellas? —le pregunté desalentado.
Mi fe en Poirot resucitó un poco. Puesto que había dicho que las huellas dejadas en ese cuadro del lado derecho eran importantes, podía presumirse que lo eran.