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—Bien. ¿Qué importa? Yo no tengo nada que ver con el asesinato.

—Señora, no suponemos tal cosa ni por un momento. Pero usted conocía bien a la víctima. ¿Le había él hecho alguna confidencia acerca de algún peligro que le amenazase?

—Nunca.

—¿Le había hablado alguna vez de su vida en Santiago de Chile, alguna enemistad que pudiera haber contraído allí?

—No.

—¿No puede, entonces, prestarnos ninguna ayuda?

—Me temo que no. No veo, realmente, por qué han de venir ustedes a verme a mí. ¿No puede su esposa decirles lo que quieran saber? —y había en su voz una ligera inflexión de ironía.

—Madame Renauld nos ha dicho todo lo que puede decirnos.

—¡Ah! —dijo madame Daubreuil— Estoy pensando...

—¿Qué está usted pensando, madame?

—Nada.

El juez de instrucción la miró. Se daba cuenta de que estaba sosteniendo un duelo y que su adversaria no era antagonista despreciable.

—¿Persiste usted en su declaración de que monsieur Renauld no le había hecho ninguna confidencia?

—¿Por qué ha de creer usted verosímil que me hiciese confidencias?

—Señora —contestó el magistrado con brutalidad calculada—, porque un hombre le cuenta a su querida lo que no siempre le cuenta a su esposa.

—¡Ah! —estalló ella, saltando hacia adelante y echando fuego por los ojos—. ¡Me insulta usted, caballero! ¡Y en presencia de mi hija! No puedo decir nada. ¡Tengan la bondad de salir de mi casa!

La dama era, sin duda, la que quedaba en posición airosa. Dejamos Villa Marguerite como un hato de colegiales avergonzados. El magistrado mascullaba para sí las más iracundas exclamaciones. Poirot parecía hundido en sus pensamientos. De pronto salió de ellos con un movimiento de sobresalto y le preguntó a Hautet si había algún buen hotel cerca de allí.

—Hay un pequeño establecimiento, el Hotel des Bains, en este lado de la población. A unos cuantos metros de distancia, siguiendo la carretera. Estará a mano para sus investigaciones. Así, ¿espero que le veremos a usted por la mañana?

—Sí; muchas gracias, Hautet.

Nos separamos con recíprocas muestras de cortesía, Poirot y yo, para dirigirnos hacia Merlinville; los demás, para regresar a Villa Geneviéve.

—El sistema policíaco francés es ciertamente maravilloso. La información que poseen de la vida de cada persona, hasta en los detalles más sencillos, es extraordinaria. Aunque sólo hace poco más de seis semanas que está aquí, se encuentran ya perfectamente enterados de los gustos y las ocupaciones de Renauld, y en el plazo más breve, pueden mostrar información sobre la cuenta corriente de madame Daubreuil y sobre las sumas que ha ingresado últimamente! Los autos judiciales son, sin duda, una gran institución. Pero ¿qué es esto? —terminó, volviéndose vivamente.

Por la carretera venía corriendo hacia nosotros una figura femenina, desalada, sin sombrero. Era Marta Daubreuil.

—Les ruego que me dispensen —exclamó, desalentada, cuando nos hubo alcanzado—. No..., no debería hacer esto, bien lo sé. No deben decírselo a mi madre. Pero ¿es verdad lo que dice la gente, que monsieur Renauld llamó a un detective antes de morir y... que éste es usted?

—Sí, señorita —contestó Poirot con tono amable—. Es muy cierto. Pero ¿cómo lo ha sabido usted?

—Francisca se lo dijo a nuestra Amelia —explicó Marta, sonrojándose.

Poirot hizo una mueca.

—¡Es imposible el secreto en un caso de este género! No es que tenga importancia. Bien, mademoiselle, ¿qué desea saber?

La muchacha vaciló. Parecía estar ansiosa y temerosa al mismo tiempo de hablar. Por fin, preguntó, casi en un murmullo:

—¿Se..., se sospecha de alguien?

Poirot la miró con gran atención. Luego contestó evasivamente:

—La sospecha está en el aire en este momento, mademoiselle.

—Sí, ya sé..., pero... ¿de alguien en particular?

—¿Por qué quiere saberlo?

La joven pareció asustada por la pregunta. De pronto acudieron a mi memoria las anteriores palabras de Poirot acerca de ella: «La muchacha de ojos acongojados.»

—Monsieur Renauld fue siempre muy bondadoso para mí —contestó por fin—, y es natural que me sienta interesada.

—Ya lo veo —dijo Poirot—. Pues bien, mademoiselle: la sospecha recae ahora en dos personas.

—¿Dos?

Hubiera jurado que había en su voz un acento de sorpresa y de alivio.

—Se desconocen sus nombres, pero se sospecha que son chilenos, de Santiago. Y ahora, mademoiselle, ¡ya ve usted lo que ocurre cuando una es joven y hermosa! ¡Por complacerla he revelado secretos profesionales!

La muchacha se echó a reír alegremente, y luego, con alguna timidez, le dio las gracias.

—Tengo que volver corriendo. Mamá me encontrará a faltar.

Y dando media vuelta subió por la carretera como una moderna Atlanta. Me quedé mirándola.

—Amigo mío —anunció Poirot con su voz amablemente irónica—, ¿vamos a quedarnos aquí toda la noche... sólo porque ha visto una mujer joven y bonita que le ha trastornado la cabeza?

Me excusé riendo.

—Pero es que realmente es hermosa, Poirot. Cualquiera que perdiese el juicio por ella debería ser perdonado.

Pero, con sorpresa para mí, Poirot movió la cabeza muy expresivamente.

—¡Ah!, amigo mío, no se ilusione por Marta Daubreuil. ¡Ésta no es para usted! ¡Se lo afirma Papá Poirot!

—¡Cómo! —exclamé—. ¡El comisario me aseguró que es tan buena como bella! ¡Un ángel perfecto!

—Algunos de los mayores criminales que he conocido tenían cara de ángel —observó Poirot animadamente—. Una deformación de las células grises puede coincidir perfectamente con un rostro de madonna.

—¡Poirot! —exclamé horrorizado—. ¡No puede usted querer decirme que sospecha de una niña inocente como ésta!

—¡Ta, ta, ta! ¡No se excite! No he dicho que sospeche de ella. Pero debe usted admitir que su interés por saber algo del caso es un poco extraño.

—Por esta vez veo más lejos que usted —le repliqué—. Su interés no es por sí misma, sino por su madre.

—Amigo mío —dijo Poirot—, como de costumbre, no ve usted nada en absoluto. Madame Daubreuil es perfectamente capaz de mirar por sí misma sin necesidad de que su hija se inquiete por ella. Reconozco que estaba importunándole a usted hace un momento, pero, de todos modos, repito lo que le he dicho. No se ilusione por esta moza. ¡No le conviene a usted! Yo, Hércules Poirot, lo sé bien. Si sólo pudiese recordar dónde he visto esa cara...

—¿Qué cara? —pregunté sorprendido—. ¿La de la hija?

—No. La de la madre.

Y advirtiendo mi sorpresa afirmó con la cabeza enfáticamente.

—Sí, sí; tal como se lo digo. Hace de esto mucho tiempo, cuando estaba todavía con la Policía en Bélgica. Nunca he visto antes a la mujer misma, pero he visto su retrato..., y en relación con algún caso. Más bien creo...

—¿Qué...?

—Puedo equivocarme; pero ¡más bien creo que era un caso por asesinato!

Capítulo VIII

Un encuentro inesperado

A la mañana siguiente, a hora temprana, estábamos ya en la villa. El hombre de guardia en la puerta no nos cerró ahora el paso. En lugar de esto nos saludó respetuosamente, y entramos en la casa. La doncella Leonia acababa de bajar la escalera y no parecía mal dispuesta a charlar un poco.

Poirot preguntó por la salud de madame Renauld.

Leonia movió la cabeza.

—¡La pobre señora está terriblemente trastornada! No quiere córner nada..., pero ¡nada absolutamente! Y está pálida como un espíritu Viéndola, se parte el corazón. iAh, no sería yo la que me apenaría así por un hombre que me hubiese engañado con otra mujer!