Выбрать главу

Poirot hizo un gesto afirmativo de simpatía.

—Lo que dice es muy justo; pero ¿qué quiere usted? El corazón de una mujer enamorada perdonará muchas cosas. Seguramente, en los últimos meses debió de haber entre los dos muchas escenas de recriminación...

De nuevo Leonia movió la cabeza.

—Nunca, señor. Nunca he oído a la señora una palabra de protesta... ¡Oh, ni siquiera de reproche! Tenía el temperamento y la disposición de un ángel..., bien diferente del señor.

—¿Monsieur Renauld no tenía el temperamento de un ángel?

—Lejos de esto. Cuando se enfurecía lo sabía la casa entera. El día en que disputó con monsieur Jack... ma foi!, ¡gritaban tan fuerte que hubieran podido oírlos desde la plaza del Mercado!

—¿De veras? —dijo Poirot—. ¿Y cuándo tuvo lugar esta disputa?

—¡Oh, fue cuando monsieur Jack iba a salir para París! Le faltó poco para perder el tren. Salió de la biblioteca y recogió la maleta, que había dejado en el vestíbulo. El automóvil estaba en el taller de reparaciones y tuvo que correr hasta la estación. Yo estaba quitando el polvo del salón y le vi pasar, con una cara blanca..., blanca..., con dos manchas encarnadas. ¡Ah, estaba irritado de veras!

Leonia saboreaba su propia narración.

—¿Y a qué se refería la disputa?

—¡Ah, esto no lo sé!—confesó Leonia—. Es cierto que gritaban, pero eran voces tan fuertes y agudas, y hablaban tan deprisa, que sólo una persona que supiera a fondo el inglés hubiera podido entenderlas. Pero ¡el señor estuvo todo el día hecho una furia! ¡Imposible tenerle contento!

El rumor de una puerta que se cerraba cortó de golpe la locuacidad de Leonia.

—¡Y Francisca que está esperándome!... —exclamó, despertándose tardíamente a la conciencia de sus obligaciones—. Esta vieja riñe siempre.

—Un momento, mademoiselle; ¿dónde está el juez de instrucción?

—Han salido a mirar el automóvil en el garaje. El señor comisario sospechaba que pudo haber sido utilizado en la noche del crimen.

—¡Vaya una idea! —murmuró Poirot al alejarse la muchacha.

—¿Va usted a reunirse con ellos?

—No; esperaré su regreso en el salón. La habitación es fresca en esta mañana calurosa.

Aquel modo plácido de tomarse las cosas no me gustaba mucho.

—Si no tiene inconveniente... —dije, y me detuve, vacilando.

—Ninguno en absoluto. Desea usted también investigar por su propia cuenta, ¿verdad?

—Bien; me gustaría echar una ojeada a Giraud, si es que anda por ahí, y ver en qué se ocupa.

—El zorro humano —murmuró Poirot, recostándose en un cómodo sillón y cerrando los ojos—. Muy bien, amigo mío. Hasta la vista.

Salí por la puerta delantera. Ciertamente, hacía calor. Subí por el sendero que habíamos tomado el día anterior, pues me había propuesto examinar también el lugar del crimen. Sin embargo, no me encaminé allí directamente y me interné por la espesura de arbustos para salir al campo de golf, a unos cien metros de distancia, por la derecha. Esta espesura era allí mucho más densa y hube de sostener una verdadera lucha para abrirme camino. Llegué por fin al campo de deportes por sorpresa y con tal ímpetu que tropecé violentamente con una muchacha que estaba allí en pie, de espalda a los arbustos.

No es, pues, de extrañar que esta joven diese un grito comprimido; pero también yo hube de lanzar una exclamación de sorpresa. Porque no era otra que mi amiga del tren: ¡Cenicienta!

La sorpresa fue recíproca.

—¡Usted! —exclamamos los dos al mismo tiempo.

La muchacha se rehizo la primera.

—¡Válgame mi abuela! —exclamó—. ¿Qué está usted haciendo aquí?

—Si tal es el caso, ¿qué está haciendo usted? —le repliqué.

—La última vez que le vi, es decir, anteayer, estaba usted trotando hacia casa, hacia Inglaterra, como un buen muchachito.

—La última vez que yo la vi a usted —contesté— estaba trotando a casa con su hermana, como una buena muchachita. Y, a propósito, ¿está ya bien su hermana?

Mi recompensa fue el brillo de una blanca dentadura.

—¡Qué amable por preguntármelo! Mi hermana está bien, gracias.

—¿Está aquí con usted?

—Se ha quedado en casa —dijo la picaruela con dignidad.

—No creo que tenga una hermana —le dije riendo—; y si la tiene, ¡se llama Harris![1]

—¿Recuerda cómo me llamo yo? —me preguntó con una sonrisa.

—Cenicienta. Pero ahora va a decirme su verdadero nombre, ¿verdad?

Ella movió la cabeza, con una mirada maligna.

—¿Ni me dirá siquiera por qué está aquí?

—¡Oh, eso! Supongo que ha oído hablar de los miembros de mi profesión que «descansan».

—¿En los balnearios franceses caros?

—Baratísimos, si sabe una escogerlos.

La miré con atención.

—De todos modos, usted no tenía la intención de venir aquí cuando la encontré hace dos días...

—Todos tenemos nuestras desilusiones —dijo sentenciosamente Cenicienta—. Bueno; basta. Le he dicho cuanto le conviene a usted saber. Los niños no deben ser preguntones. Y usted no me ha dicho lo que estaba haciendo aquí.

—¿Recuerda que le hablé de un gran amigo mío detective?

—Siga.

—Y hasta quizá tenga usted noticia del crimen cometido en la Villa Geneviéve...

Fijó en mí la mirada. Elevóse su pecho y se dilataron y redondearon sus ojos.

—¿No querrá usted decir... que interviene en eso?

Hice una seña afirmativa. No había duda de que le llevaba ahora muchos tantos de ventaja. Su emoción era clarísima. Por algunos segundos guardó silencio, sin dejar de mirarme. Luego inclinó la cabeza con énfasis.

—¡Bueno! ¡Si esto no es el trueno gordo!... Lléveme de ahí. Quiero ver todos los horrores.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que digo. ¡Caramba con el muchacho! ¿No le comuniqué que me encantan los crímenes? Hace horas que estoy olfateando por ahí. Es una verdadera suerte la que me ha tocado. Vamos, muéstreme todas las vistas.

—Pero escuche..., espere un momento..., no puedo hacer esto. No se permite entrar a nadie. La orden es formal para todos.

—¿No son usted y su amigo los peces gordos?

Me repugnaba la idea de abandonar mi importante posición.

—¿Por qué tiene tanto interés? —le pregunté con débil acento—. ¿Y qué desea ver?

—¡Oh, todo! El lugar donde ocurrió, y el arma, y el cadáver, y todas las impresiones dactilares y demás cosas así. Nunca, hasta ahora, había tenido la suerte de encontrarme metida en un asesinato como éste. Me durará toda la vida.

Me volví a otra parte, mareado. ¿Adonde iban a parar las mujeres de nuestros tiempos? La excitación sanguinaria de la muchacha me daba náuseas.

—Descienda usted de las nubes —me dijo la dama de pronto— y no se dé tanta importancia. Cuando le llamaron para esta faena, ¿levantó usted la nariz y dijo que era un asunto repugnante y que no quería intervenir en el mismo?

—No, pero...

—Si estuviese usted aquí de vacaciones, ¿no se ocuparía en olfatear como yo? Desde luego que lo haría.

—Yo soy un hombre. Usted es una mujer.

—Usted considera a las mujeres como seres que se suben sobre una silla y chillan cuando ven un ratón. Todo eso es prehistórico. Pero me mostrará lo que le pido, ¿verdad? Ya lo ve, esto puede representar para mí una gran diferencia.

—¿En qué sentido?

—Están manteniendo fuera a todos los periodistas. Yo podría adelantar muchas noticias a un periódico. Usted no sabe lo que pagan por un poco de información interior.

Vacilé. Ella deslizó una mano pequeña y suave entre las mías.

—Hágame este favor..., sea usted bueno.

Capitulé. Secretamente, sabía que iba a agradarme el papel de director de escena.

Fuimos primero al lugar en que había sido descubierto el cadáver. Había allí un hombre de guardia que, conociéndome de vista, me saludó respetuosamente y no preguntó nada acerca de mi compañera, considerando, quizá, que yo respondía por ella. Le expliqué a Cenicienta cómo se había hecho el descubrimiento, y ella escuchó con atención, dirigiéndome a veces alguna pregunta inteligente. Luego volvimos nuestros pasos en dirección a la villa. Yo me adelantaba con alguna cautela, pues para decir la verdad no tenía el menor deseo de encontrar a nadie. Llevé a la muchacha a través de los arbustos que daban la vuelta a la parte posterior de la casa, hacia el emplazamiento del pequeño cobertizo. Recordaba que, después de cerrarlo, en la tarde anterior, Bex había dado a guardar la llave al agente de Policía Marchaud, diciéndole: «Para el caso de que monsieur Giraud la pida mientras estamos arriba.» Pensé que era muy probable que, después de usarla, el detective de la Sûreté se la hubiese devuelto a Marchaud. Dejando a la muchacha entre la maleza, en sitio poco visible, entré en la casa. Marchaud estaba de guardia, fuera de la puerta del salón. Llegaba del interior un murmullo de voces.