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—Dispénseme, Hautet —exclamé—; pero ¿me permitiría que le hiciese una pregunta?

—Desde luego, caballero.

Así animado, me volví hacia Augusto.

—¿Dónde guarda usted sus botas?

—En mis pies —gruñó el viejo—. ¿Qué más?

—Pero ¿cuando se va a dormir por la noche?

—Debajo de la cama.

—Pero ¿quién las limpia?

—Nadie. ¿Por qué habían de limpiarlas? ¿Acaso me voy por ahí de paseo, como un muchacho? El domingo me pongo las botas de los domingos, pero fuera de este caso...

Y encogió los hombros.

Moví la cabeza, desalentado.

—Bien, bien —dijo el magistrado—; no adelantamos mucho. Sin duda, estaremos detenidos hasta que nos contesten de Santiago. ¿Ha visto alguien a Giraud? ¡Lo cierto es que no usa mucha cortesía! Tengo grandes tentaciones de enviar a buscarle y...

—No tendrá que enviar muy lejos.

Aquella voz tranquila me sobresaltó. Desde fuera, Giraud estaba mirándonos por la ventana abierta.

De un salto entró en la habitación y se adelantó hasta la mesa.

—Aquí estoy a su servicio. Acepte mis excusas por no haberme presentado antes.

—¡Nada de eso..., nada de eso! —contestó el magistrado, algo confuso.

—Por supuesto, no soy más que un detective —continuó el otro—. No sé nada de interrogatorios. Si yo dirigiese uno de ellos me sentiría inclinado a hacerlo sin tener una ventana abierta. Cualquiera puede desde el otro lado escuchar todo lo que pasa... Pero no importa.

El rostro de Hautet se encendió con expresión iracunda. Evidentemente, no iban a ser cordiales las relaciones entre el juez de instrucción y el detective encargado del caso. Habían chocado el uno con el otro desde el principio. Quizá hubiera ocurrido lo mismo en cualquiera otra circunstancia. Para Giraud, todos los jueces de instrucción estaban locos, y para Hautet, que se lo tomaba así mismo en serio, las maneras despreocupadas del detective de París no podían dejar de ser ofensivas.

Eh bien!, Giraud —dijo el magistrado con cierta dureza—. ¡Sin duda, ha dado usted un empleo maravilloso a su tiempo! Tiene usted ya los nombres de los asesinos, ¿verdad? Y así mismo el lugar exacto en que se encuentran en este momento...

Imperturbable ante aquella ironía replicó:

—Sé, por lo menos, de dónde vinieron.

Y sacó del bolsillo dos pequeños objetos que depositó sobre la mesa. Todos nos apiñamos a su alrededor. Los objetos eran muy sencillos: la colilla de un cigarrillo y una cerilla no encendida. El detective giró sobre sí mismo, poniéndose de cara a Poirot.

—¿Qué ve usted aquí? —preguntó.

Su tono tenía algo de brutal, y me encendió las mejillas. No obstante, Poirot permaneció impasible, y encogió los hombros.

—Un cigarrillo y una cerilla.

—¿Y qué le dice esto a usted?

Poirot extendió las manos.

—No me dice... nada.

—¡Ah! —exclamó Giraud con acento de satisfacción—. No ha estudiado usted estas cosas. No se trata de una cerilla ordinaria..., por lo menos en este país. Es una cerilla bastante corriente en América del Sur. Por fortuna no ha sido encendida. En otro caso, podríamos no haberla reconocido. Evidentemente, uno de los hombres tiró su cigarrillo y encendió otro, habiéndosele escapado una cerilla de la caja al hacerlo.

—¿Y la otra cerilla? —preguntó Poirot.

—¿Qué cerilla?

—La que encendió para el otro cigarrillo. ¿La ha encontrado también?

—No.

—Quizá no ha buscado usted muy a fondo.

—¿Que no he buscado a fondo?... —por un momento pareció como si el detective fuese a estallar, pero con un esfuerzo se dominó—. Veo que le gusta a usted bromear, Poirot. Pero, en todo caso, con cerilla o sin ella, la colilla del cigarrillo basta. Es un cigarrillo sudamericano con papel pectoral de regaliz.

Poirot se inclinó. El comisario tomó la palabra:

—El cigarrillo y la cerilla pueden haber pertenecido a Renauld. Recuerde que no hace más de dos años que volvió de América del Sur.

—No —replicó el otro con acento confiado—. He registrado ya los enseres de Renauld. Los cigarrillos que fumaba y las cerillas que usaba eran enteramente distintos.

—¿No encuentra usted extraño que estos desconocidos viniesen sin un arma, guantes ni azada y que encontrasen todas estas cosas tan oportunamente? —preguntó Hércules Poirot.

—Sin duda, es extraño —contestó Giraud, después de sonreír con expresión de superioridad—. Realmente, sin la hipótesis que yo sostengo, sería inexplicable para todos nosotros.

—¡Ahá! —dijo Hautet—. ¡Un cómplice dentro de casa!

—O fuera de ella —añadió Giraud con una sonrisa peculiar.

—Pero alguien debió de abrirles la puerta. No podemos admitir que, por un golpe de suerte sin igual, la encontrasen entreabierta para darles paso.

—La puerta fue abierta para darles paso; pero también podía abrirse desde fuera por alguien que tuviese una llave.

—Pero ¿quién tenía una llave?

Giraud encogió los hombros.

—En cuanto a esto, nadie que la posea va a admitirlo si lo puede evitar. Pero varias personas podían haberla tenido. Por ejemplo, el hijo, Jack Renauld. Es cierto que está camino de América del Sur, pero podía haberla perdido o podían habérsela robado. Hay también el jardinero..., que vive aquí desde hace muchos años. Una de las sirvientas jóvenes puede tener un novio. Es fácil tomar la impresión de una llave y hacer otra igual. Hay muchas posibilidades. Hay, además, otra persona que me parece tener grandes probabilidades de poseerla.

—¿Quien?

—Madame Daubreuil —contestó el detective.

—iEh, eh! —saltó el magistrado—. Estaba usted informado de esto, ¿verdad?

—Yo estoy informado de todo —contestó Giraud, imperturbable.

—Hay una cosa de la que podría jurar que no está informado —dijo Hautet, encantado de poder hacer gala de un conocimiento superior, y sin más ceremonia detalló la historia de la misteriosa visitante de la noche anterior. Mencionó también el cheque extendido a nombre de «Duveen», y entregó, por último, la carta firmada «Bella».

—Todo muy interesante. Pero esto no afecta a mi hipótesis.

—¿Y su hipótesis es...?

—De momento prefiero no exponerla. Recuerde que no he hecho más que comenzar mis investigaciones.

—Explíqueme una cosa, Giraud —pidió Poirot de repente—. Su hipótesis admite que la puerta fuese hallada abierta. No justifica el hecho de que fuese dejada abierta. ¿No hubiera sido natural que la cerrasen al marcharse? Si un agente de Policía hubiese acertado a pasar por allí, como se hace a veces para ver si todo anda bien, hubieran podido ser descubiertos y acaso detenidos inmediatamente.

—¡Bah! Se olvidaron de cerrarla. Fue un error, y lo reconozco.

Entonces, con sorpresa por mi parte, Poirot pronunció casi las mismas palabras que le había dirigido a Bex en la tarde anterior:

—No estoy de acuerdo con usted. La puerta fue dejada abierta deliberadamente o por necesidad, y cualquier hipótesis que no admita este hecho está destinada a resultar falsa.

Todos miramos al hombrecillo llenos de asombro. La confesión de ignorancia que se le había sacado a propósito del cigarrillo y de la cerilla parecía adecuada para humillarle; pero allí estaba, tan satisfecho de sí mismo como siempre, enseñando su oficio a Giraud sin un temblor.

El detective se retorció el bigote, mirando a mi amigo con expresión zumbona.

—No está de acuerdo conmigo, ¿verdad? Bueno. ¿Qué le llama particularmente la atención en este caso? Déjenos saber su opinión.

—Una cosa me parece significativa. Dígame, Giraud: ¿no le ha sorprendido en este caso algo que le pareciese familiar? ¿No le recuerda nada?

—¿Familiar? ¿Que me recuerde algo? No puedo decirlo de repente. Aunque me parece que no.

—Se equivoca —dijo Poirot tranquilamente—. Se había cometido ya un crimen enteramente parecido.