Mirándole como una persona que sueña, madame Renauld repitió:
—Es decir, que no partiste... —y con un gesto de fatiga infinita murmuró como para sí misma—: Después de todo, esto no tiene importancia... ahora.
—Siéntese, monsieur Renauld, se lo ruego —dijo Hautet, indicando una silla—. Le doy la seguridad de mi profunda simpatía. Debe usted de haber sufrido una impresión terrible al conocer la noticia de este modo. Sin embargo, ha sido mucha suerte que no pudiera partir. Tengo la esperanza de que podrá darnos la información que necesitamos para aclarar este misterio.
—Estoy a su disposición. Hágame las preguntas que desee.
—Para empezar, tengo entendido que este viaje lo emprendió usted por voluntad de su padre...
—Exactamente, señor. Recibí un telegrama en el que me ordenaba continuar sin demora hasta Buenos Aires y desde allí, por los Andes, a Valparaíso y a Santiago.
—¡Ah! ¿Y el objeto de este viaje?
—No tengo idea.
—¡Cómo!
—No. Vea el telegrama.
El magistrado lo tomó y leyó en voz alta:
«Continúa inmediatamente Cherburgo embarca Anzora zarpa Buenos Aires. Último destino Santiago. Te esperan nuevas instrucciones Buenos Aires. No fracases. Asunto de la mayor importancia. Renauld»
—¿Y no había habido correspondencia anterior sobre el asunto?
Jack Renauld movió la cabeza.
—No tengo más indicio que éste. Sabía, por supuesto, que habiendo vivido allí tanto tiempo, mi padre tenía necesariamente muchos intereses en América del Sur. Pero nunca había hablado de enviarme a mí a aquel país.
—¿Usted habrá pasado, como es natural, mucho tiempo en América del Sur, monsieur Renauld?
—Estuve allí en mi infancia. Pero me eduqué y pasé la mayor parte de mis vacaciones en Inglaterra, de suerte que, en realidad, conozco de América del Sur mucho menos de lo que podría suponerse. Ya lo ven ustedes, cuando empezó la guerra tenía yo diecisiete años.
—Sirvió en la Aviación inglesa, ¿verdad?
—Sí, señor.
Hautet hizo un signo afirmativo y continuó su interrogatorio, ahora conforme a los datos bien conocidos. Contestándolo, Jack Renauld manifestó claramente que no sabía nada de ninguna enemistad que su padre hubiera podido contraer en Santiago ni en ningún otro lugar de aquel continente; que no había advertido últimamente cambio alguno en la manera de conducirse de su padre, ni le había oído nunca referirse a ningún secreto. La misión a América del Sur le había considerado como relacionada con intereses de negocios.
Habiéndose detenido un momento Hautet, intervino la voz tranquila de Giraud:
—Desearía hacer algunas preguntas por mi cuenta, señor juez.
—No hay inconveniente, Giraud, si así lo desea —dijo el magistrado fríamente.
Giraud acercó un poco su silla a la mesa.
—¿Estaba usted en buenos términos con su padre, monsieur Renauld?
—Ciertamente, estaba en buenos términos —contestó el muchacho con altanería.
—¿Afirma esto positivamente?
—Sí.
—Sin pequeñas disputas, ¿verdad?
Jack encogió los hombros.
—Todo el mundo puede tener una diferencia de opinión de cuando en cuando.
—Es claro, es claro. Pero si alguien asegurase que en la víspera de su partida para París tuvo usted una disputa violenta con su padre, ¿mentiría?
No pude menos de admirar la habilidad de Giraud. Su jactancia al decir que estaba informado de todo no había sido vana. Era claro que aquella pregunta había desconcertado a Jack Renauld.
—Tuvimos..., tuvimos una disputa —admitió.
—¡Ah! ¡Una disputa! Y en el curso de esta disputa, ¿no pronunció usted la frase: «Cuando estés muerto podré hacer lo que quiera»?
—Pude haberla pronunciado —murmuró Jack—. No lo sé en realidad.
—Contestando a la cual, ¿no dijo su padre: «Pero no estoy muerto todavía», a lo que usted replicó: «¡Ojalá lo estuvieras!»?
El muchacho no contestó. Sus manos jugaban nerviosamente con los objetos colocados sobre la mesa que tenía enfrente.
—Debo pedir una contestación. Hágame el favor, monsieur Renauld —dijo Giraud con dureza.
Con iracunda exclamación, el muchacho echó fuera de la mesa un pesado cortapapeles.
—¿Qué importa eso? Es igual que lo sepa usted. Sí, tuve una disputa con mi padre. Y me atrevo a afirmar que dije todas estas cosas... ¡Estaba tan irritado que no puedo ni recordar lo que dije! ¡Estaba furioso!... ¡Hubiera casi podido matarle en aquel momento! ¡Tal como lo digo! ¡Piense ahora lo que quiera! —y se recostó en la silla encendido y provocativo.
Giraud sonrió; luego, retirando un poco la silla, dijo:
—Nada más. Sin duda, preferirá usted continuar el interrogatorio, Hautet.
—¡Ah, sí, exactamente! —dijo Hautet—. ¿Y cuál era el motivo de su disputa?
—Esto me abstendré de declararlo.
Hautet se enderezó en su asiento.
—Monsieur Renauld —dijo con voz resonante—, ¡no está permitido jugar con la ley! ¿Cuál fue el motivo de la disputa?
Jack Renauld permaneció callado, con su rostro juvenil malhumorado y sombrío. Pero habló otra voz, imperturbable y tranquila, la voz de Hércules Poirot:
—Yo le informaré si lo desea, señor juez.
—¿Usted lo sabe?
—Ciertamente, lo sé. El motivo de la disputa fue mademoiselle Marta Daubreuil.
Jack se volvió bruscamente, sobresaltado. El magistrado se inclinó hacia adelante.
—¿Es esto, monsieur Renauld?
El joven afirmó con la cabeza.
—Sí. Amo a mademoiselle Daubreuil y deseo casarme con ella. Tan pronto como le informé de esto, mi padre se puso furioso. Naturalmente, no pude soportar los insultos contra la muchacha a la que quiero, y también perdí la serenidad.
Hautet se volvió hacia madame Renauld.
—¿Conocía usted este... afecto, señora?
—Lo temía —contestó ella sencillamente.
—¡Madre! —exclamó el muchacho—. ¿Tú también? Marta es tan buena como hermosa. ¿Qué puedes tener contra ella?
—No tengo nada contra mademoiselle Daubreuil por ningún concepto. Pero hubiera preferido que te casaras con una inglesa, y si era francesa, con otra ¡que no tuviera una madre de antecedentes tan dudosos!
Y el rencor contra aquella madre se manifestó claramente en su voz; y esto me hizo comprender que debió de ser un trago muy amargo para ella el descubrimiento de las inclinaciones amorosas de su hijo hacia la hija de su rival.
Madame Renauld continuó, dirigiéndose al magistrado:
—Quizá hubiera debido hablar de ello a mi esposo, pero esperé que se tratase de una simple galantería entre un joven y una muchacha, que quedaría olvidada, a lo mejor, no concediéndole importancia. Ahora me acuso de mi silencio; pero como se lo he dicho a ustedes, parecía mi esposo tan intranquilo y preocupado que quise, ante todo, evitarle nuevas inquietudes.
Hautet hizo una seña afirmativa. En seguida, continuó:
—Cuando informó usted a su padre de sus intenciones acerca de mademoiselle Daubreuil, ¿se mostró sorprendido?
—Pareció quedar desconcertado. En seguida me ordenó que me quitase semejante idea de la cabeza. Dijo que nunca daría su consentimiento para este enlace. Irritado, le pregunté qué tenía contra mademoiselle Daubreuil. A esto no podía dar una contestación satisfactoria, pero habló en términos desdeñosos del misterio que rodeaba a las vidas de la madre y de la hija. Le repliqué que yo me casaría con Marta y no con sus antecedentes, pero me hizo callar gritándome que se negaba a discutir más el asunto en ninguna forma. Había que darlo por terminado. La injusticia y la arbitrariedad de todo aquello me enloquecieron..., y más aún considerando que él, por su parte, había parecido siempre desvivirse por ser atento con las Daubreuil y hasta propuso que se las invitase a visitar nuestra casa. Perdí la cabeza y tuvimos una seria disputa. Mi padre me recordó que para todo dependía de él, y creo que fue aquí cuando le hice la observación de que, después de su muerte, haría todo lo que me pareciese bien...