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Pero el rostro de la muchacha estaba turbado, y Jack Renauld, que parecía reconocerlo, al apretarla contra él, preguntó:

—Pero ¿qué te asusta, querida? ¿Qué hemos de temer... ahora?

Y entonces vi la mirada de los ojos de ella, la mirada de que había hablado Poirot, al murmurar tan bajo que casi hube de adivinar las palabras:

—Estoy asustada... por ti.

No oí la contestación del joven Renauld, pues vino a distraer mi atención una aparición desusada, un poco más allá, siguiendo el seto. Parecía ser una espesura de la maleza, demasiado oscura para hallarnos en una fecha tan temprana del verano. Me adelanté por aquel lado para verla mejor, pero la espesura se retiró precipitadamente y me miró con un dedo en los labios. Era Giraud.

Recomendándome cautela, me condujo al otro lado del cobertizo hasta un lugar desde el que no podíamos ser oídos.

—¿Qué estaba usted haciendo aquí? —le pregunté.

—Exactamente lo que hacía usted... escuchar.

—Pero ¡yo no había venido aquí adrede!

—¡Ah! —dijo Giraud—. Yo, sí.

Como siempre, aquel hombre me causaba admiración sin dejar de causarme desagrado. Me miró de arriba abajo con una especie de desdeñosa antipatía.

—No ayudará usted a adelantar las cosas metiéndose por medio. Con un momento más hubiera podido oír algo útil. ¿Qué ha hecho de su viejo fósil?

—Poirot se ha ido a París —le contesté fríamente.

Giraud hizo castañetear los dedos con desdén.

—Es decir, que se ha ido a París, ¿verdad? Ha hecho bien. Cuanto más tarde en volver, mejor. Pero ¿qué cree que va a encontrar allí?

Me pareció advertir en aquella pregunta un matiz de inquietud. Y me enderecé.

—Esto no tengo el derecho de decirlo —le contesté con calma.

—Probablemente ha tenido bastante juicio para no decírselo a usted —observó bruscamente—. Buenas tardes; tengo que hacer.

Y girando sobre sí mismo se alejó sin más ceremonia.

Las cosas parecían haber quedado detenidas en la Villa Geneviéve. Evidentemente, Giraud no deseaba mi compañía, y a juzgar por lo que había visto, tampoco la deseaba Jack Renauld.

Regresé a la población, me bañé a mi gusto y volví al hotel. Me retiré temprano, pensando si el día siguiente traería algo interesante. Me encontraba muy lejos de estar preparado para lo que trajo.

Mientras tomaba el desayuno en el comedor, el camarero, que había estado hablando con alguien al otro lado de la puerta, volvió con visible excitación. Por un momento, vaciló jugando nerviosamente con su servilleta, y en seguida exclamó:

—Perdone, señor; pero ¿no es cierto que está usted relacionado con el asunto de la Villa Geneviéve?

—Sí —contesté, muy interesado—. ¿Por qué?

—Pero ¿no está enterado de la noticia?

—¿Qué noticia?

—¡Que ha habido otro asesinato esta noche!

—¡Cómo!

Y, dejando el desayuno, cogí el sombrero y eché a correr tan deprisa como pude. Otro asesinato..., ¡y Poirot ausente! ¡Qué fatalidad! Pero ¿quién era la víctima?

Me precipité hacia la puerta. En el paseo de la entrada hablaba y gesticulaba un grupo de servidores. Agarré a Francisca.

—¿Qué ha pasado?

—¡Oh, señor, señor! ¡Otra muerte! Es terrible. Pesa una maldición sobre la casa. Sí, señor; como se lo digo..., ¡una maldición! Deberían

mandar a buscar al señor cura para que trajese aquí el agua bendita. Yo no duermo otra noche bajo este techo. Podría tocarme a mí el turno. ¿Quién sabe?

Y se santiguó.

—Sí —exclamé—. Pero ¿a quién han matado?

—¿Acaso lo sé yo? A un hombre..., un desconocido. Lo han encontrado ahí..., en el cobertizo..., a menos de cien metros del sitio donde encontraron al pobre señor. Y esto no es todo. Estaba acuchillado..., acuchillado en el corazón..., ¡con la misma daga!

Capítulo XIV

El segundo cadáver

Sin esperar más, me volví por el sendero que conducía al cobertizo. Los dos hombres que estaban de guardia allí se apartaron para darme paso y, muy excitado, entré.

La luz era escasa; el lugar era una sencilla construcción de madera para guardar potes vacíos y herramientas. Había entrado impetuosamente pero me detuve en el umbral, fascinado por el cuadro que tenía ante mí.

Giraud, a gatas, con una lámpara eléctrica de bolsillo en la mano, examinaba el suelo centímetro a centímetro. A mi llegada levantó la cabeza con el ceño fruncido, pero su expresión se ablandó un poco con una especie de buen humor despreciativo.

—Ahí está —dijo, dirigiendo el rayo de luz al rincón más lejano.

Me acerqué a aquel lugar.

El muerto estaba echado de espalda. Era de estatura mediana, piel oscura y unos cincuenta años de edad. Iba vestido con aseo y su traje, azul oscuro, parecía confeccionado por algún sastre caro, pero no era nuevo. Tenía el rostro terriblemente contraído, y en el lado izquierdo, exactamente sobre el corazón, asomaba el puño de una daga, negro y brillante. Lo reconocí. ¡Era la misma daga que había visto en el jarro de cristal en la mañana anterior!

—Espero al médico de un momento a otro —explicó Giraud—. Aunque apenas le necesitamos. No hay duda sobre la causa de la muerte del hombre. Una puñalada en el corazón, y el efecto habrá sido instantáneo.

—¿Cuándo se la dieron? ¿En la noche pasada?

Giraud movió la cabeza.

—Difícilmente. No pretendo imponer mi criterio en medicina forense, pero este hombre murió hace más de doce horas. ¿Cuándo dice usted que vio la daga por última vez?

—Hacia las diez de la mañana de ayer.

—Entonces me inclinaría a fijar la hora del crimen no mucho después de esa hora.

—Pero hay gente que pasa y vuelve a pasar continuamente por delante de este cobertizo.

Giraud dejó oír una risa desagradable.

—¡Hace usted unos progresos maravillosos! ¿Quién le ha dicho que fue asesinado en este cobertizo?

—Bueno... —y me sentí confuso—. Lo he..., lo he supuesto así.

—¡Oh! ¡Vaya un detective listo! Mire al muerto. ¿Cae un hombre apuñalado en el corazón de este modo..., en posición tan compuesta, con los pies juntos y los brazos pegados a los costados? No. Por otra parte: ¿permite el hombre, echado de espalda, que le acuchillen sin levantar una mano para defenderse? Absurdo, ¿verdad? Pero mire aquí..., y aquí... —y en el polvo blanco del suelo, alumbrado por el rayo de luz de la lámpara, vi curiosas marcas irregulares—. Fue arrastrado aquí después de ser muerto. Medio arrastrado, medio llevado por dos personas. Sus huellas no se ven en el suelo duro de fuera, y aquí, han tenido buen cuidado de borrarlas; pero una de ellas era una mujer, mi joven amigo.

—¿Una mujer?

—Sí.

—Pero si las huellas estaban borradas, ¿cómo lo sabe usted?

—Porque, aunque borrosas, las huellas de un zapato de mujer son inconfundibles. Y también por esto.

E inclinándose hacia delante sacó algo del puño de la daga y lo sostuvo en alto para que yo lo viera. Era un largo cabello negro de mujer, parecido al que Poirot había recogido en el sillón de la biblioteca.

Con una ligera sonrisa irónica, lo arrolló de nuevo a la daga.

—Dejaremos las cosas como estaban, hasta el punto en que sea posible —explicó—. Esto le gusta al juez de instrucción. Bueno, ¿advierte usted algo más?

Me encontré obligado a mover la cabeza negativamente.

—Mírele las manos.

Así lo hice. Las uñas estaban rotas y descoloridas, y la piel era dura. Esto apenas me iluminó como yo lo hubiera deseado. Y levanté la vista para mirar a Giraud.