—¿Las ha visto?
—Sí; las he visto —contestó el otro, con su rostro siempre inescrutable.
De pronto, Poirot se enderezó.
—¡Doctor Durand!
—Diga... —y el doctor se adelantó.
—Tiene espuma en los labios. ¿La ha observado usted?
—Debo admitir que no la había advertido.
—Pero ¿la observa ahora?
—¡Oh, ciertamente!
Poirot dirigió una nueva pregunta a Giraud:
—¿Usted la había advertido, sin duda?
El otro no contestó. Poirot continuó su trabajo. La daga había sido retirada de la herida y colocada en un jarro de cristal, al lado del cadáver. Poirot la examinó y estudió luego la herida con atención. Cuando levantó la cabeza, su rostro estaba excitado y brillaba en sus ojos la gran luz verde que tan bien conocía yo.
—¡Es ésta una extraña herida! No ha sangrado. No hay mancha en la ropa. La hoja de la daga está ligeramente descolorida y nada más. ¿Qué le parece a usted, señor doctor?
—Sólo puedo decir que es todo muy anormal.
—No es nada anormal. Es muy sencillo. El hombre fue apuñalado cuando ya estaba muerto —y conteniendo con un movimiento de la mano el vocerío que se había levantado, Poirot se volvió hacia Giraud y añadió—: Monsieur Giraud está de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Cualquiera que fuese su verdadera opinión, Giraud aceptó la petición sin mover un músculo. Calmosa y algo desdeñosamente, contestó:
—Ciertamente, estoy de acuerdo.
De nuevo se levantó el murmullo de sorpresa e interés.
—Pero ¡vaya una idea! —exclamó Hautet—. ¡Apuñalar a un hombre después de muerto! ¡Bárbaro! ¡Inaudito! Algún odio insaciable, quizá.
—No —dijo Poirot—. Me figuro que se hizo enteramente a sangre fría... para crear una impresión.
—¿Qué impresión?
—La impresión que casi creó —replicó Poirot con tono oracular.
Bex había estado reflexionando.
—¿Cómo fue muerto el hombre, entonces?
—No fue muerto. Murió. Y murió, si no estoy muy equivocado, ¡de un ataque de epilepsia!
La declaración de Poirot levantó de nuevo una excitación considerable. El doctor Durand volvió a arrodillarse e hizo una exploración minuciosa. Por último, poniéndose en pie, dijo:
—Monsieur Poirot, me inclino a creer que su afirmación es acertada. Al empezar estuve desorientado. El hecho indiscutible de que el hombre había sido apuñalado desvió mi atención de todas las otras indicaciones.
Poirot era el héroe de aquella hora. El juez de instrucción le felicitó profusamente. Poirot correspondió con donaire y se excusó luego con el pretexto de que ni él ni yo habíamos almorzado todavía y que deseaba reponerse de las fatigas del viaje. Cuando estábamos a punto de salir del cobertizo se nos acercó Giraud.
—Otra cosa, Poirot —dijo con su voz suave y zumbona—. He encontrado esto arrollado al puño de la daga..., un cabello de mujer.
—¡Ah! —contestó Poirot—. ¿Un cabello de mujer? ¿De qué mujer?, me pregunto yo.
—Yo me lo pregunto también —y, con una reverencia, Giraud nos dejó.
—Ha insistido ese bueno de Giraud —dijo Poirot con aire pensativo—. No sé en qué dirección espera despistarme. Un cabello de mujer..., ¡hum!...
Almorzamos con buen apetito, pero encontré a Poirot un poco distraído. Pasamos luego a nuestra sala y allí le rogué que me dijese algo de su misterioso viaje a París.
—Con mucho gusto, amigo mío. He ido a París a buscar esto.
Y sacó del bolsillo un pequeño recorte amarillento de papel de periódico. Era la reproducción de una fotografía de mujer. Me lo entregó y lancé una exclamación.
—¿La reconoce usted, amigo?
Hice una seña afirmativa. Aunque era claro que aquella fotografía databa de muchos años, y el peinado era de otro estilo, el parecido era inconfundible.
—¡Madame Daubreuil!
Poirot movió la cabeza con una sonrisa.
—Esto no es enteramente exacto, amigo mío. No se llamaba así en aquellos tiempos. ¡Ése es el retrato de la célebre madame Beroldy!
iMadame Beroldy! Como en un relámpago, acudió a mi memoria la historia del proceso por asesinato que había despertado un interés mundiaclass="underline" el proceso Beroldy.
Capítulo XVI
El proceso Beroldy
Unos veinte años antes de la época a que se refiere el presente relato, Arnold Beroldy, natural de Lyon, llegó a París acompañado de su bonita esposa y de la hija de ambos, que no era entonces más que un bebé. Beroldy era un socio joven de una firma de comerciantes en vino, hombre robusto, de mediana edad, aficionado a la buena vida, consagrado a su encantadora esposa y poco notable por ningún otro concepto. La firma a la que pertenecía Beroldy era poco importante, y, aunque regularmente próspera, no proporcionaba ingresos muy considerables al joven asociado. Los Beroldy ocupaban un piso pequeño y habían empezado viviendo modestamente.
Pero por poco notable que pudiera ser Beroldy, su esposa ostentaba una deslumbrante aureola romántica. Joven, bien parecida y dotada de un singular encanto en sus maneras, madame Beroldy produjo desde el principio en su barrio una sensación que se acrecentó cuando empezó a circular el rumor de que había estado su cuna rodeada de algún interesante misterio. Afirmaban unos que era hija ilegítima de un gran duque ruso. Según otros, se trataba de un archiduque austríaco, y la unión de sus padres era legal, aunque morganática. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que Jane Beroldy era el centro de un misterio interesante.
Entre los amigos y conocidos de los Beroldy figuraba un abogado joven, George Conneau. Pronto fue evidente que la fascinante Jane había esclavizado por completo su corazón. Madame Beroldy alentó al joven discretamente, aunque teniendo siempre buen cuidado de afirmar su absoluta fidelidad al hombre de mediana edad que era su esposo. No obstante, muchas personas despechadas no vacilaron en declarar que Conneau era su amante..., ¡y no el único!
Cuando los Beroldy llevaban unos tres meses de residencia en París entró en escena otro personaje. Era éste míster Hiram P. Trapp, un norteamericano extremadamente rico. Presentado a la encantadora y misteriosa madame Beroldy, fue muy pronto víctima de sus atractivos. Su admiración era clara, aunque estrictamente respetuosa.
Por aquella fecha, madame Beroldy se mostró más explícita en sus confidencias. A varias de sus amigas declaró que se hallaba muy inquieta a causa de su esposo. Dijo que había sido inducido a tomar parte en varios planes de naturaleza política, e hizo también referencia a algunos papeles importantes cuya custodia se le había confiado y que contenían datos relativos a un «secreto» de largo alcance europeo. Le habían sido confiados para desorientar a los que los buscaban, pero madame Beroldy estaba nerviosa, pues había reconocido a varios miembros importantes del Círculo Revolucionario de París.
La bomba estalló el 28 de noviembre. La mujer que venía todos los días a limpiar y a guisar para los Beroldy quedó sorprendida al ver abierta la puerta del piso. Oyendo algunos débiles gemidos procedentes del dormitorio, entró. Sus ojos tropezaron con un cuadro terrible: madame Beroldy yacía en el suelo, con los pies y manos atados y gimiendo, pues había logrado retirar la mordaza que cubrió su boca. Sobre el lecho estaba Beroldy, en un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el corazón.
El relato de madame Beroldy era bastante claro. Despertando repentinamente de su sueño, había distinguido inclinados sobre ella a dos hombres enmascarados, que ahogaron sus gritos atándola y amordazándola. Luego habían pedido a monsieur Beroldy el famosísimo «secreto».