Asegurándole una vez más que el asunto es
urgente
, queda de usted s. s.,
P. T. Renauld.»
Bajo la firma había sido garabateada una línea casi ilegible: «¡Venga, por amor de Dios!»
Le devolví la carta con el pulso agitado.
—iPor fin! —dije—. Aquí hay algo distinto de lo ordinario.
—Sí, verdaderamente —añadió Poirot, con aire reflexivo.
—Irá usted, por supuesto.
Poirot hizo una seña afirmativa. Estaba absorto en sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado su partido y levantó la mirada hasta el reloj. La expresión de su rostro era muy grave.
—Vea, amigo mío, que no hay tiempo que perder. El Expreso Continental sale de Victoria a las once. No se agite. Queda tiempo suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de discusión. Usted me acompaña, ¿no es verdad?
—Hombre...
—Usted mismo me dijo que su principal no le necesita durante las próximas semanas.
—¡Oh!, así es. Pero este monsieur Renauld indica con toda claridad que su asunto es privado.
—Ta..., ta..., ta. Yo me encargo de monsieur Renauld. A propósito, ¿no parece que conocemos este nombre?
—Hay un millonario sudamericano famoso que se llama Renauld. No sé si podría ser el mismo.
—Sin duda. Esto explica la mención de Santiago. Santiago está en Chile, ¡y Chile está en América del Sur! ¡Ah, el caso es que vamos adelantando! ¿Se ha fijado en la posdata? ¿Qué efecto le ha causado?
Reflexioné.
—Es claro que escribió la carta dominándose, pero al final perdió los estribos y, siguiendo el impulso del momento, garabateó esas palabras desesperadas.
Pero mi amigo movió la cabeza con un gesto enérgico.
—Está usted en un error. Fíjese en que si bien la tinta de la firma es casi negra, la de la posdata es enteramente pálida...
—¿Y qué más? —pregunté, desconcertado.
—¡Por Dios, amigo mío! ¡Utilice sus pequeñas células grises! ¿No está claro? Monsieur Renauld escribió la carta. Sin secarla, la releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino con deliberación, añadió esas últimas palabras y pasó por ellas el papel secante.
—Pero ¿por qué?
—Parbleu! Para que me produjesen a mí el efecto que le han producido a usted.
—¡Cómo!
—Ni más ni menos..., ¡para asegurarse de mi venida! Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡No era bastante fuerte!
Se detuvo y añadió luego en tono moderado, mientras se iluminaban sus ojos con el reflejo verde que siempre revelaba su excitación interior:
—Y así, amigo mío, puesto que la posdata fue puesta no por impulso, sino serenamente, a sangre fría, el caso es en realidad urgente y debemos estar a su lado tan pronto como sea posible.
—Merlinville —murmuré pensativo—. Creo que lo he oído nombrar.
Poirot afirmó con la cabeza.
—Es un lugar pequeño y tranquilo..., pero ¡elegante! Está situado hacia la mitad del camino de Boulogne a Calais. Creo que monsieur Renauld tiene una casa en Inglaterra.
—Sí; en Rutland Gate, si no recuerdo mal. Y también una gran residencia en el campo en alguna parte, en el Hertfordshire. Pero, en realidad, sé muy poca cosa de él. Su vida social no es muy activa. Creo que tiene en la City grandes intereses sudamericanos y que se ha pasado la mayor parte de la vida en Chile y en la Argentina.
—Bien; él mismo nos dará todos los detalles. Vamos a preparar el equipaje. Una maleta pequeña cada uno, y luego un taxi a la estación Victoria.
De ella partimos a las once, camino de Dover. Antes de emprender el viaje, Poirot había enviado un telegrama a monsieur Renauld comunicándole la hora de nuestra llegada a Calais.
Durante la travesía tuve buen cuidado de no turbar la soledad de mi amigo. El tiempo era espléndido y el mar estaba tan tranquilo como el lago proverbial, por lo que no me sorprendió ver acercarse a mí un Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una contrariedad nos esperaba allí, pues no se había enviado ningún coche que nos recogiese; pero Poirot lo atribuyó a algún retraso que se había producido al cursar el telegrama.
—Alquilaremos otro —dijo animadamente.
Y pocos minutos después estábamos saltando, entre crujidos, en el más desvencijado de los automóviles de alquiler que hayan corrido en dirección a Merlinville.
Por mi parte, me hallaba muy animado también, pero mi amigo estaba observándome con expresión grave.
—Está usted lo que el pueblo escocés llama fey, Hastings. Esto presagia desastre.
—¡Oh, oh, oh! En todo caso, usted no comparte mis sentimientos.
—No; pero estoy asustado.
—Asustado, ¿de qué?
—No lo sé. Pero tengo un presentimiento..., un je ne sais quoi!
Y había hablado con tan grave acento que, a mi pesar, me sentí impresionado.
—Tengo la sensación —añadió lentamente— de que éste va a ser un caso grande..., un problema largo y penoso, que no será fácil resolver.
Hubiera querido dirigirle otras preguntas, pero acabábamos de entrar en la pequeña población de Merlinville, y moderamos la marcha para averiguar cuál era el camino de la Villa Geneviéve.
—Sigan por aquí, cruzando la población. La Villa Geneviéve está a cosa de un kilómetro al otro lado. No pueden confundirla. Una villa grande que mira al mar.
Dimos las gracias a nuestro informador y seguimos adelante, cruzando la población. Una bifurcación de la carretera nos obligó a detenernos de nuevo. Un campesino venía hacia nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra dirección. Había una villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado pequeña y ruinosa para ser la que buscábamos. Mientras aguardábamos se abrió su puerta y apareció en ella una muchacha.
El campesino pasaba ahora por nuestro lado y el conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió nuestra dirección.
—¿La Villa Geneviéve? Sólo unos cuantos pasos más allá, por este camino, a la derecha. Podría usted verla desde aquí a no ser por la curva.
El chófer le dio las gracias y el coche reanudó la marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la muchacha, que continuaba allí, con una mano en la puerta, observándonos. Soy un admirador de la belleza y allí había un ejemplar que nadie hubiera podido pasar por alto. Muy alta, con las proporciones de una joven diosa y la cabellera de oro de su cabeza descubierta brillando al sol. Juré para mí mismo que aquélla era una de las muchachas más hermosas que había visto nunca. Al continuar por el áspero camino, volví la cabeza para seguir viéndola.
—¡Por Júpiter, Poirot! —exclamé—. ¿Ha visto usted esta divinidad?
Poirot levantó las cejas.
—Esto empieza —murmuró—. ¡Ya ha visto usted una diosa!
—Déjese de historias. ¿No lo era, acaso?
—Es posible; no lo he advertido.
—Pero, sin duda, la ha visto usted...
—Amigo mío: dos personas distintas rara vez ven la misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una diosa. Yo... —vaciló.
—¿Qué más?
—Yo sólo he visto una muchacha de ojos acongojados —dijo Poirot gravemente.
Pero en aquel momento llegamos ante una gran puerta verde, y los dos lanzamos una exclamación al mismo tiempo. Delante de la puerta estaba un descomunal sergent de ville, que levantó la mano para detenernos.
—No pueden ustedes pasar, señores.
—Pero es que deseamos ver a monsieur Renauld —exclamé—. Estamos citados, y ésta es su villa, ¿no es verdad?
—Sí, señor; pero...
Poirot se inclinó hacia adelante.
—Pero ¿qué?
—Monsieur Renauld ha sido asesinado esta mañana.