Por un momento, Jack Renauld vaciló y luego tomó su partido.
—¿Y qué importa si llegué? Supongo que no se propone acusarme de participación en el asesinato de mi padre... —exclamó en tono altivo, echando atrás la cabeza.
—Desearía una explicación de la razón que le trajo a usted aquí.
—Es bien sencilla. Vine para ver a mi novia, mademoiselle Daubreuil. Estaba en vísperas de emprender un largo viaje, sin saber cuándo regresaría. Y antes de partir quise reiterarle la seguridad de mi inquebrantable afecto.
—¿Y, en efecto, la vio usted? —preguntó Poirot sin apartar su atención del rostro del joven.
Hubo una pausa apreciable antes que Renauld contestase. Luego, dijo:
—Sí.
—¿Y después?
—Descubrí que había perdido el último tren. Y me fui a pie hasta Saint-Beauvais, donde llamé a un garaje y conseguí un coche para regresar a Cherburgo.
—¿Saint-Beauvais? Esto está a quince kilómetros de aquí. Un paseo largo, monsieur Renauld.
—Me..., me encontraba en disposición de andar.
Poirot bajó la cabeza en señal de que aceptaba la explicación. Jack Renauld recogió el sombrero y el bastón y salió. Un momento después, Poirot se puso en pie de un salto.
—Aprisa, Hastings. Vamos a seguirle.
Manteniéndonos a discreta distancia, fuimos tras él por las calles de Merlinville. Pero al ver que se encaminaba a la estación, Poirot se detuvo.
—Todo va bien. Se ha tragado el anzuelo. Irá a Abbalac y preguntará por la imaginaria maleta que dejaron allí los imaginarios extranjeros. Sí, amigo mío, todo ha sido invención propia.
—¡Quería usted apartarle de aquí!
—¡Su penetración es sorprendente, Hastings! Si no tiene inconveniente, iremos ahora a la Villa Geneviéve.
Capítulo XVIII
Giraud actúa
Llegados a la villa, Poirot me condujo al cobertizo donde se descubrió el segundo cadáver. Sin embargo, no entró y se detuvo junto al banco situado a algunos metros de distancia, que ya he mencionado. Después de contemplarlo por unos segundos, se encaminó desde allí con suma cautela al seto que señalaba el límite entre Villa Geneviéve y Villa Marguerite. Retrocedió luego, haciendo con la cabeza una seña afirmativa. Volviendo al seto, separó los arbustos con las manos.
—Si tenemos un poco de suerte —observó por encima del hombro—, mademoiselle Marta puede encontrarse en el jardín. Deseo hablar con ella y preferiría no llamar formalmente a la Villa Marguerite. ¡Ah!, todo va bien; aquí está. Pst, mademoiselle! Un momento, s'il vous plait.
Me reuní con él en el momento en que Marta Daubreuil, algo sobresaltada al parecer, venía corriendo al seto, en contestación a su llamada.
—Una palabrita con usted, señorita, si me lo permite.
—Con mucho gusto, monsieur Poirot.
A pesar de aquella aquiescencia, su mirada parecía turbada y temerosa.
—Señorita, ¿recuerda usted que el día en que estuve en su casa con el juez de instrucción vino luego corriendo a mi encuentro, por la carretera, para preguntarme si había alguien sospechoso de participación en el crimen?
—Y usted me habló de dos chilenos —dijo ella con voz desalentada, poniéndose la mano sobre el corazón.
—¿Quiere volver a dirigirme la misma pregunta, señorita?
—¿Qué quiere usted decir?
—Esto: que si volviese a preguntármelo, habría de darle una contestación diferente. Se sospecha de alguien..., pero no es un chileno.
—¿Quién? —y la palabra salió débilmente por sus labios entreabiertos.
—Jack Renauld.
—¡Cómo! —gritó ella—. ¿Jack? Imposible. Pero ¿quién se atreve a sospechar de él?
—Giraud.
—¡Giraud! —repitió la muchacha con el rostro ceniciento—. Me asusta ese hombre. Es cruel. Querría, querría... —y se interrumpió.
En su rostro iba formándose una expresión de resolución valerosa. Me di cuenta en aquel momento de que era una luchadora. Poirot la observaba también con atención.
—¿Usted sabe, por supuesto, que estuvo aquí en la noche del asesinato? —preguntó.
—Sí —contestó ella automáticamente—. Me lo dijo.
—Fue una imprudencia haber intentado ocultar el hecho —se aventuró a añadir Poirot.
—Sí, sí —contestó ella con impaciencia—. Pero no podemos perder el tiempo en lamentaciones. Debemos encontrar un medio de salvarle. Es inocente, desde luego; pero esto no le servirá para nada con un hombre como Giraud, que tiene que pensar en su reputación. Ha de detener a alguien, y éste será Jack.
—Los hechos le serán contrarios —dijo Poirot—. ¿Se da cuenta de esto?
Ella le miró cara a cara.
—No soy una niña, caballero. Puedo tener valor y mirar los hechos de frente. Es inocente y debemos salvarle.
Había hablado con una especie de energía desesperada; luego, calló, para pensar, con las cejas fruncidas.
—Señorita —dijo Poirot, observándola con gran atención—, ¿no hay algo que pudiera decirnos y que se ha callado?
Ella hizo una seña afirmativa, con expresión perpleja.
—Sí; hay algo. Pero apenas sé si querrá usted creerlo...; parece una cosa tan absurda...
—Díganoslo de todos modos, señorita.
—Es esto. Giraud, después de pensarlo más, me envió a buscar para ver si podía identificar al hombre que está ahí —indicó el cobertizo con un movimiento de la cabeza—. No pude. Por lo menos, no pude en aquel momento. Pero, desde entonces, he estado pensando...
—Adelante.
—Parece tan raro..., y, sin embargo, estoy casi segura. Se lo diré a usted. En la mañana del día en que fue asesinado monsieur Renauld, estaba paseando por este jardín cuando oí voces de hombres que disputaban. Aparté las plantas y miré a través. Uno de los hombres era monsieur Renauld, y el otro un vagabundo, un hombre de aspecto sórdido, vestido de harapos, que lloriqueaba y amenazaba alternativamente. Deduje que le estaba pidiendo dinero, pero en aquel momento mamá me llamó desde la casa y hube de irme. Nada más, sólo que... estoy casi segura de que el vagabundo y el hombre muerto de ese cobertizo son la misma persona.
Poirot lanzó una exclamación.
—Pero ¿por qué no lo dijo antes, señorita?
—Porque, al principio, sólo tuve la impresión de que conocía vagamente aquella cara. El hombre iba vestido de otro modo, y, al parecer, pertenecía a una clase social superior.
Llamó una voz desde la casa.
—Es mamá —murmuró Marta—. Debo irme —y se alejó deslizándose por entre los árboles.
—Venga —dijo Poirot; y cogiéndome el brazo, se volvió en dirección a la villa.
—¿Qué piensa realmente? —le pregunté con alguna curiosidad—. ¿Es esta historia cierta o la ha compuesto la muchacha para apartar las sospechas de su enamorado?
—Es una historia curiosa —dijo Poirot—; pero yo creo que es la pura verdad. Sin pensarlo, Marta nos ha dicho la verdad sobre otro detalle, e, incidentalmente, ha desmentido a Jack Renauld. ¿Advirtió usted su vacilación cuando le pregunté si había visto a Marta Daubreuil en la noche del crimen? Se detuvo y dijo luego: «Sí.» Y yo sospeché que mentía. Era para mí necesario ver a Marta antes que él pudiese prevenirla. Tres palabritas me han dado la información que quería. Cuando le he preguntado si sabía que Jack Renauld estuvo aquí aquella noche, ha contestado: «Me lo dijo.» Ahora bien, Hastings: ¿qué estaba haciendo aquí Jack Renauld aquella memorable noche, y, si no vio a Marta, a quién vio?
—Seguramente, Poirot —exclamé, horrorizado—, ¡usted no puede creer que un muchacho como éste asesinaría a su propio padre!
—Amigo mío —dijo Poirot—, ¡continúa usted dominado por un sentimentalismo increíble! ¡He visto a siete madres asesinar a sus hijitos para cobrar un seguro! Después de esto, puede uno creer cualquier cosa. ¿No le parece a usted?