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—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!» —repetí yo—. Me parecen, quizá, un poco vehementes, pero nada más.

—Esto basta. El hombre tenía una prisa apremiante por ver fuera a la muchacha. ¿Por qué? No era, sencillamente, porque la entrevista resultase desagradable. No. Era que iba pasando el tiempo, y por alguna razón determinada, el tiempo era precioso.

—¿Por qué había de serlo? —pregunté, desconcertado.

—Esto es lo que estamos preguntándonos. ¿Por qué había de serlo? Pero, más tarde, tenemos el incidente del reloj de pulsera..., lo que vuelve a mostrarnos que el tiempo desempeña un papel muy importante en el crimen. Nos acercamos ahora rápidamente al drama. Son las diez y media cuando Bella Duveen se retira, y por la prueba del reloj de pulsera sabemos que el crimen se cometió, o que, en todo caso, estaba preparado para antes de las doce. Hemos revisado todos los acontecimientos anteriores al asesinato y sólo queda uno por colocar en su sitio. Según la declaración del médico, el vagabundo fue hallado cuando habían pasado, por lo menos, cuarenta y ocho horas de su muerte..., con un posible margen de veinticuatro horas más. Ahora bien; sin otros hechos para guiarme que los que hemos discutido, yo fijo el momento de la muerte en la mañana del siete de junio.

Le miré, estupefacto.

—Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¿Cómo es posible que sepa...?

—Porque sólo de este modo resulta explicable la cadena de los hechos. Amigo mío: le he llevado paso a paso por el camino. ¿No ve ahora lo que es tan notoriamente claro?

—Mi querido Poirot: no puedo ver nada claro en este asunto. Creí antes que empezaba a ver mi camino, pero ahora estoy en medio de una niebla desesperadamente opaca. Por amor de Dios, siga adelante y dígame quién mató a Renauld.

—Esto es precisamente lo que no sé aún con seguridad.

—Pero ¿no me ha dicho que era notoriamente claro?

—Estamos jugando a los despropósitos, amigo mío. Recuerde que son dos crímenes los que estamos investigando..., para los que, como ya se lo dije a usted, tenemos los dos cadáveres necesarios. ¡Vaya, vaya!, no se impaciente. Se lo explico todo. Para empezar, apliquemos nuestra psicología. Encontramos tres puntos en los que Renauld da muestras de un claro cambio de criterio y de acción: por tanto, tres puntos psicológicos. El primero tiene efecto inmediatamente después de su llegada a Merlinville; el segundo, después de la disputa con su hijo sobre un determinado asunto; el tercero, en la mañana del siete de junio. Podemos atribuir el número uno a su encuentro con madame Daubreuil. El número dos está relacionado indirectamente con ella, puesto que se refiere a la perspectiva de un matrimonio entre su hija y el hijo de Renauld. Pero la causa del número tres nos es desconocida. Tenemos que deducirla. Ahora bien, amigo mío: permítame que le haga una pregunta: ¿Quién cree usted que proyecta este crimen?

—George Conneau —contesté con acento de duda, mirando cautamente a Poirot.

—Exactamente. Recuerde ahora que Giraud estableció como axioma que una mujer miente para salvarse a sí misma, al hombre a quien ama o a sus propios hijos. Puesto que sabernos que fue George Conneau quien le dictó la mentira, y que George Conneau no es Jack Renauld, el tercer caso no tiene aquí explicación. Y, siempre atribuyendo el crimen a George Conneau, tampoco tiene aplicación el primer caso. Nos hallamos, pues, obligados a adoptar el segundo: que madame Renauld mintió para salvar al hombre que amaba... o, en oirás palabras, a George Conneau. ¿Conforme con esto?

—Si —dije—. Parece bastante lógico.

—¡Bien! Madame Renauld ama a George Conneau. ¿Quién es, entonces, George Conneau?

—El vagabundo.

—¿Tenernos algún indicio que muestre que madame Renauld amaba al vagabundo?

—No; pero...

—Muy bien, entonces. No adopte suposiciones cuando no están apoyadas por los hechos. En lugar de esto, pregúntese a sí mismo a quién amaba, verdaderamente, madame Renauld.

Moví la cabeza sin saber qué decir.

—Pero ¡si lo sabe usted perfectamente!... ¿A quién amaba madame Renauld tan profundamente que cayó desmayada al ver su cadáver?

Le miré, desconcertado.

—¿A su marido? —dije con voz entrecortada.

Poirot hizo una seña afirmativa.

—A su marido... o a George Conneau, como prefiera usted llamarle.

Me sentí reanimado.

—Pero esto es imposible...

—¿Cómo «imposible»? ¿No acabamos de convenir en que madame Daubreuil tenía el medio de someter a un chantaje a George Conneau?

—Sí; pero...

—¿Y no sometió al chantaje muy efectivamente a Renauld?

—Así puede ser, pero...

—¿Y no es un hecho que no sabemos nada de la juventud y educación de Renauld? ¿No es un hecho que aparece repentinamente como un francés canadiense hace exactamente veintidós años?

—Así es, en efecto —dije con más firmeza—; pero me parece que pasa usted por alto una importante consecuencia.

—¿Qué consecuencia, amigo mío?

—¡Cómo! Que si hemos admitido que George Conneau proyectó el crimen, llegamos a la ridícula declaración de que ¡proyectó su propio asesinato!

—Pues bien, amigo mío —dijo Poirot con placidez—: ¡esto es precisamente lo que hizo!

Capítulo XXI

Hércules Poirot habla del caso

Con voz mesurada, Poirot comenzó su exposición:

—¿Le parece extraño, amigo mío, que un hombre proyecte su propia muerte? Sí; tan extraño que prefiere rechazar la verdad como una fantasía y volver a una hipótesis en realidad diez veces más imposible. Sí; Renauld proyectó su propia muerte, pero hay un detalle que quizá se le escapa a usted: no se proponía morir.

Moví la cabeza, aturdido.

—No, no. Se trata de la cosa más sencilla, verdaderamente —dijo Poirot con bondadoso acento—. Para el crimen que proyectaba Renauld, no era necesario un asesinato, pero sí un cadáver, como ya se lo he dicho. Vamos a reconstruir el caso mirando ahora los acontecimientos desde un punto diferente. George Conneau huye de la Justicia... al Canadá. Allí, bajo nombre supuesto, contrae matrimonio y reúne luego una vasta fortuna en América del Sur. Pero padece la nostalgia de su propia patria. Han pasado veinte años; su aspecto ha cambiado considerablemente, y como se ha convertido en un personaje importante, no es fácil que nadie le relacione con un fugitivo de la Justicia de hace ya mucho tiempo. Cree poder regresar sin peligro alguno. Fija su residencia principal en Inglaterra, pero se propone pasar los veranos en Francia. Y la mala suerte, o esa oscura justicia que da forma a los destinos de los hombres y no les permite eludir las consecuencias de sus actos, le lleva a Merlinville. Entre todos los lugares de Francia, allí está la única persona capaz de reconocerle. Naturalmente, para Daubreuil aquello es una mina de oro que no tarda en explotar. Él se encuentra indefenso, absolutamente a su merced. Y ella le sangra a medida. Y entonces ocurre lo inevitable. Jack Renauld se enamora de la hermosa muchacha que ve casi diariamente, y desea casarse con ella. Esto solivianta a su padre, que, a toda costa, quiere evitar que su hijo se una a la hija de aquella perversa mujer. Jack Renauld ignora por completo el pasado de su padre, pero madame Renauld lo sabe todo. Es una mujer de gran fuerza de carácter y apasionadamente adicta a su marido. Juntos, buscan un modo de salir de aquella apurada situación. Renauld sólo ve un camino..., la muerte. Es preciso que parezca que muere para huir, en realidad, a otro país donde empezará una nueva carrera bajo un nombre supuesto y donde madame Renauld, después de representar por algún tiempo el papel de viuda, podrá ir a reunirse con él. Es esencial que ella pueda disponer libremente del dinero, y, por esto, él modifica su testamento. Cómo pensaron, al principio, resolver el problema del cadáver, no lo sé (es posible que hubiesen pensado en un esqueleto para estudiantes de arte y un fuego, o algo por este estilo), pero mucho antes que hubiesen madurado sus planes, ocurre un suceso que facilita las cosas. Un vagabundo tosco e insolente se introduce en el jardín. Renauld intenta expulsarle, hay un altercado y el intruso cae al suelo, de repente, víctima de un ataque de epilepsia. Está muerto. Renauld llama a su esposa. Juntos, le arrastran al interior del cobertizo (como sabemos, el suceso ha ocurrido muy cerca de allí) y se dan cuenta de la maravillosa oportunidad que esto les ofrece. El hombre no se parece a Renauld, pero es de mediana edad y del tipo francés corriente. Esto basta. Me inclino a imaginar que se sentaron en el banco cercano, donde podían hablar sin ser oídos desde la casa. Su plan quedó trazado muy pronto. La identificación debía descansar únicamente en el testimonio de madame Renauld. Jack Renauld y el chófer, que había servido a su amo dos años, quedarían apartados de allí. No era probable que las sirvientas francesas se acercasen al muerto, y, en todo caso, Renauld se proponía tomar sus medidas para engañar a todos los que no pudieran apreciar detalles. Masters fue enviado lejos; se despachó un telegrama para Jack, siendo elegida la ruta de Buenos Aires para dar verosimilitud a la historia que Renauld había decidido adoptar. Teniendo noticia de mí, como detective algo oscuro y viejo, escribió su demanda de auxilio, sabiendo que a mi llegada la carta causaría un efecto profundo en el juez de instrucción... y así ocurrió, naturalmente. Vistieron el cuerpo del vagabundo con un traje de Renauld y dejaron la chaqueta y el pantalón andrajosos que aquél llevaba, junto a la puerta del cobertizo, sin atreverse a entrarlos en la casa. Y luego, para que fuese creído más fácilmente el cuento que madame Renauld tenía que contar, le atravesaron el corazón con la daga hecha de material de aeroplano. Aquella noche, Renauld empezaría por ligar y amordazar a su esposa, y, luego, tomando una azada, cavaría una sepultura en aquella determinada parcela de terreno en que él sabía que iba a hacerse un..., ¿como lo llaman ustedes?..., ¿bunkair? Era esencial que el cadáver se encontrase, pues madame Daubreuil no debía sospechar nada. Por otra parte, si pasaba un poco de tiempo, quedarían muy atenuados los peligros de la identificación. Después, Renauld se pondría los harapos del vagabundo y se iría a pie a la estación, de la que partiría, sin llamar la atención de nadie, en el tren de las doce y diez. Puesto que quedaría entendido que el crimen había tenido lugar dos horas más tarde, no era posible que recayese sobre él sospecha alguna. Comprenderá usted ahora su contrariedad ante la inoportuna visita de Bella. Cada momento de demora es fatal para sus planes. No obstante, consigue deshacerse de ella tan pronto como le es posible. Entonces, ¡manos a la obra! Deja la puerta delantera entreabierta para crear la impresión de que los asesinos salieron por allí. Ata y amordaza a madame Renauld, corrigiendo el error cometido veintidós años atrás, cuando la flojedad de las ligaduras dio lugar a que se sospechase de su cómplice, pero deja a ésta instruida con una historia esencialmente parecida a la inventada para aquella ocasión anterior, mostrando así el inconsciente retroceso de la imaginación contra la originalidad. La noche es fría, y se pone un sobretodo encima de su ropa interior, con el propósito de echarlo a la sepultura, con el hombre muerto. Sale por la ventana, alisando con sumo cuidado el cuadro del jardín y dejando así la prueba más concluyente contra sí mismo. Sigue hasta el solitario campo de golf, y cava... Y entonces...