Me sobresalté. No me había dado cuenta de este punto.
Desde luego —dije—. La de madame Renauld era la que encontramos en el cuerpo del vagabundo. ¿Había dos, entonces?
—Ciertamente, y puesto que eran idénticas es lógico pensar que Jack Renauld era el dueño de la otra. Pero esto no me inquietaría tanto. Lo cierto es que tengo una idea sobre ello. No, la circunstancia más acusadora es también psicológica..., ¡la herencia, amigo mío, la herencia! Tal padre, tal hijo... Después de todo, Jack Renauld es hijo de George Conneau.
Había dicho estas palabras con un tono grave y serio que me impresionó a mi pesar.
—¿Cuál es la idea propia que acaba de mencionar? —le pregunté.
A modo de contestación, Poirot consultó su reloj, que parecía un nabo, y preguntó luego:
—¿A qué hora zarpa de Calais el barco de la tarde?
—Creo que hacia las cinco.
—Esto nos irá bien. Tenemos el tiempo necesario.
—¿Se va usted a Inglaterra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué?
—Para encontrar a una posible... testigo.
—¿Quién?
Con una peculiar sonrisa en el rostro, Poirot contestó:
—A miss Bella Duveen.
—Pero ¿cómo va a encontrarla?... ¿Qué sabe de ella?
—No sé nada de ella..., pero puedo presumir mucho. Podemos dar por supuesto que se llama con toda certeza Bella Duveen, y, puesto que este nombre le es vagamente conocido a Stonor, aunque en realidad no esté en relación con la familia Renauld, es probable que se trate de una actriz. Jack Renauld era un joven con mucho dinero y veinte años de edad. Su primera aventura amorosa es de creer que se ha desarrollado entre bastidores, y esto encaja, además, con la tentativa de aplacar a la muchacha con un cheque, hecha por Renauld. Creo que la encontraré sin dificultad..., especialmente con la ayuda de esto.
Y sacó la fotografía que yo le había visto tomar del cajón de Jack Renauld, en uno de cuyas esquinas se veían garabateadas las palabras: «Con el cariño de Bella»; pero no era esto lo que atrajo y retuvo mi mirada. La semejanza no era perfecta..., pero no por ello dejaba de ser inconfundible para mí. Sentí como si me sumergiese en un frío ambiente, como si acabase de caer sobre mí una indecible calamidad.
Era el rostro de Cenicienta.
Capítulo XXII
Encuentro el amor
Por unos segundos permanecí como petrificado con la fotografía en la mano. Reuniendo luego todas mis fuerzas para aparecer impasible, se la devolví a Poirot, dirigiéndole, al mismo tiempo, una rápida mirada. ¿Había advertido algo? Pero comprobé con satisfacción que no parecía estar observándome. Ciertamente, no había visto nada desusado en mis maneras.
Se puso en pie con animación.
—No tenemos tiempo que perder. Hemos de partir inmediatamente. Todo va bien..., ¡el mar está en calma!
Con las prisas de la partida no tuve tiempo para pensar; pero una vez a bordo, y libre de la observación de Poirot, concentré la atención y ataqué los hechos desapasionadamente. ¿Cuánto sabía Poirot y por qué estaba empeñado en encontrar a aquella muchacha? ¿Sospechaba que habría visto cometer el crimen a Jack Renauld? ¿O sospechaba...? Pero ¡esto era imposible! La muchacha no tenía queja alguna contra Renauld padre, ni había motivo posible para que desease su muerte. ¿Qué le había hecho volver al lugar del crimen? Repasé los hechos cuidadosamente. Debió de haber dejado el tren en Calais, donde me separé de ella aquel día. No era extraño que me hubiese sido imposible encontrarla en el buque. Si había comido en Calais y tomado algo en el tren hasta Merlinville, debió de haber llegado a Villa Geneviéve hacia la hora indicada por Francisca. ¿Qué había hecho al salir de la casa, poco después de las diez? Era de suponer que había ido a un hotel o había regresado a Calais. ¿Y luego? El crimen había sido cometido en la noche del martes. El jueves por la mañana volvía a estar en Merlinville. ¿Había llegado a salir de Francia? Mucho lo dudaba. ¿Qué la mantuvo allí?... ¿La esperanza de ver a Jack Renauld? Yo le había dicho (tal como en aquel momento creíamos) que estaba en alta mar con rumbo a Buenos Aires. Es posible que supiera que el Anzora no había zarpado. Pero, para saberlo, debía de haber visto a Jack. ¿Era esto lo que quería averiguar Poirot? Al regresar para ver a Marta Daubreuil, ¿se había encontrado Jack cara a cara con Bella Duveen, la muchacha que sin compasión había abandonado?
Para mí empezaba a hacerse la luz. Si, en realidad, era aquél el caso, podría proporcionar a Jack la coartada que necesitaba. No obstante, en tales circunstancias, parecía su silencio difícil de explicar. ¿Por qué no habló abiertamente? ¿Había temido que llegase a oídos de Marta Daubreuil aquella anterior aventura amorosa? Moví la cabeza, descontento de la idea. Esa aventura había sido bastante inofensiva, un necio episodio entre muchacho y muchacha. Cínicamente pensé que no era probable que el hijo de un millonario fuese abandonado por una muchacha francesa pobre, y que, además, le quería profundamente, sin una causa mucho más grave.
Poirot reapareció en Dover animado y sonriente, y nuestro viaje a Londres se realizó sin novedad. Eran más de las nueve de la noche cuando llegamos, y creí que nos iríamos directamente a nuestras habitaciones y no haríamos nada hasta la mañana. Pero Poirot tenía otros planes.
—No podemos perder el tiempo, amigo mío. La noticia de la detención no aparecerá en los periódicos ingleses hasta pasado mañana; pero, aun así, no tenemos tiempo que perder.
No seguí exactamente su razonamiento, pero le pregunté cómo se proponía encontrar a la muchacha.
—¿Recuerda usted a José Aarons, el agente de espectáculos? ¿No? Le presté mis servicios en un asuntillo relativo a un luchador japonés. Un caso bonito que cualquier día le contaré. Él podrá, sin duda, ponernos en camino de descubrir lo que queremos saber.
Necesitábamos algún tiempo para dar con Aarons, y era más de medianoche cuando lo conseguimos. Hizo a Poirot un caluroso recibimiento y se manifestó dispuesto a servirnos en todo lo que se ofreciese.
—No hay en mi profesión gran cosa que yo no sepa —expuso, radiante de buen humor.
—Pues bien, Aarons: deseo encontrar a una chica llamada Bella Duveen.
—Bella Duveen. Conozco el nombre, pero, de momento, no puedo situarlo. ¿A qué género se dedica?
—Esto no lo sé, pero aquí tiene usted su retrato. Aarons lo estudió un momento, y se iluminó su rostro.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, dándose un manotazo en el muslo—. ¡The Dulcibella Kids!
—¿Las Niñas Dulcibella?
—¡Justo! Son hermanas. Acróbatas, danzarinas y cantantes. Trabajan bastante bien. Creo que están ahora por alguna parte, en provincias..., si no descansan. Han estado en París dos o tres semanas, por lo menos.
—¿Puede usted saber dónde se encuentran ahora?
—Muy fácilmente. Váyanse a casa y les enviaré una nota por la mañana.
Bajo esta promesa nos despedimos de él. Cumplió puntualmente su palabra. Al día siguiente, hacia las once, llegó una nota garabateada:
«Las hermanas Dulcibella están en el Palace, en Coventry. Buena suerte.»
Sin más preparativos, salimos para Coventry. Poirot no hizo indagaciones en el teatro, contentándose con tomar dos butacas para la función de variedades de aquella noche.
El espectáculo fue soberanamente aburrido, o quizá el humor en que me hallaba me lo hizo ver así. Hubo artistas japoneses que ejecutaron arriesgados equilibrios; hombres dotados de falsa elegancia en traje de tonos verdosos y cabello exquisitamente lustroso desarrollaron unas charlas de sociedad y bailaron maravillosamente; algunas macizas primas donnas cantaron en el registro humano más agudo; un actor cómico se esforzó en ser míster George Robey y fracasó del modo más manifiesto.