Por último anunciaron el número de las Dulcibella Kids. El corazón me golpeaba el pecho hasta aturdirme. Allí estaba..., allí estaban las dos, una con el pelo de color de lino, la otra con el pelo oscuro, de la misma estatura, con falda corta y esponjada e inmensos lazos «Buster Brown». Parecían una pareja de chiquillas dotadas de una gracia picante. Empezaron a cantar. Sus voces eran frescas e ingenuas, más bien tenues y propias de un music-hall, pero atractivas.
Fue un número bonito y simpático. Bailaron correcta y ágilmente y ejecutaron algunas pequeñas y ágiles acrobacias. Las letras de sus canciones eran animadas y pegadizas. Al caer el telón hubo una tempestad de aplausos. Era claro que las Niñas Dulcibella constituían un éxito.
Sentí de repente que no podía continuar allí. Tenía que salir al aire. Le propuse a Poirot que nos retirásemos.
—Váyase si lo prefiere, amigo mío. A mí esto me divierte y me quedaré hasta el final. Me reuniré con usted más tarde.
Del teatro al hotel sólo había algunos pasos. Entré en la sala, pedí un whisky con seltz y me senté, observando pensativo la reja vacía de la chimenea. Oí cómo se abría la puerta y me volví, pensando que era Poirot. En seguida me puse en pie de un salto. Era Cenicienta la que estaba en el umbral, y me dijo, con voz entrecortada:
—Le he visto en primera fila. A usted y a su amigo. Cuando usted se levantó para salir, yo esperaba fuera y le he seguido. ¿Por qué está aquí..., en Coventry? ¿Qué ha venido a hacer aquí esta noche? ¿Era el... detective el hombre que estaba con usted?
Estaba allí, de pie, con una capa echada sobre el traje que llevaba en el escenario, que le resbalaba sobre los hombros. Vi la blancura de sus mejillas bajo el colorete y percibí el acento de terror en su voz. Y en aquel momento lo comprendí todo..., comprendí por qué la buscaba Poirot y qué era lo que ella temía, y comprendí, por fin, mi propio corazón...
—Sí —dije con dulzura.
—¿Me busca... a mí? —murmuró.
Y entonces, como tardé un momento en contestarle, se dejó caer en el sillón y rompió a llorar amargamente.
Me arrodillé a su lado, tomándola en mis brazos, y aparté el cabello que, en parte, le cubría el rostro.
—No llores, niña; no llores, por amor de Dios. Estás aquí segura. Yo te guardaré. No llores, querida. No llores. Yo lo sé..., lo sé todo.
—¡Oh, pero es que no lo sabe!
—Creo saberlo —y al cabo de un momento se calmaron un poco sus sollozos—. Fuiste tú quien cogió la daga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por esto quisiste que te lo hiciese ver todo y fingiste desmayarte?
De nuevo afirmó, con una seña.
—¿Por qué querías la daga? —le pregunté entonces.
—Temía que pudiera haber en ella huellas dactilares.
—Pero ¿no recuerdas que llevabas los guantes puestos?
Ella movió la cabeza, como si estuviese aturdida, y preguntó luego lentamente:
—Va usted a entregarme a..., a la Policía?
—¡Dios mío! No.
Sus ojos buscaron los míos con una expresión seria, y luego, con voz que sonaba como si se asustase de sí misma, preguntó:
—¿Por qué no?
El lugar y el momento no parecían adecuados para hacer una declaración amorosa..., y sabe Dios que nunca había yo imaginado que hubiera de llegar a enamorarme en aquella forma. Pero le contesté con bastante sencillez y naturalidad:
—Porque te quiero, Cenicienta.
Ella bajó la cabeza, como si estuviese avergonzada, y, con voz entrecortada, murmuró:
—No puede..., no puede usted..., no; si supiera... —y entonces, como reuniendo sus fuerzas, me miró de frente y preguntó—: ¿Qué sabe?
—Sé que fuiste a ver a Renauld aquella noche. Que él te ofreció un cheque y tú lo rompiste indignada. Después, saliste de la casa...— y me detuve.
—Siga adelante... ¿Qué más?
—No sé si sabías que Jack Renauld vendría aquella noche, o si te limitabas a esperar que se presentaría una oportunidad de verle; pero te quedaste aguardando por allí. Quizá estabas solamente triste y paseaste al azar...; pero, como quiera que fuese, poco antes de las doce aún te encontrabas cerca de aquel lugar, y viste un hombre en el campo de golf...
De nuevo me detuve. Había visto la verdad como en un relámpago al entrar en la habitación, pero el cuadro se levantó ante mí aún más convincente. Vi destacarse con fuerza la hechura peculiar del gabán encima del cuerpo inerte de Renauld y recordé el sorprendente parecido que, por un instante, me había inducido a creer que el difunto había resucitado, cuando su hijo se precipitó en el salón en que estábamos reunidos.
—Continúe —repitió la muchacha con firmeza.
—Imagino que le viste de espalda..., pero le reconociste o creíste reconocerle. El porte y modo de andar te eran familiares, y lo mismo la hechura del abrigo —me detuve—. Habías amenazado a Jack Renauld en una de tus cartas. Cuando le viste allí, la ira y los celos te enloquecieron... ¡y descargaste el golpe! Ni por un momento creo que te hubieras propuesto matarle. Pero lo cierto es que lo mataste, Cenicienta.
Ella había levantado las manos para cubrirse el rostro, y dijo con voz ahogada:
—Tiene razón..., tiene razón... Lo veo todo tal como lo cuenta —y añadió, volviéndose hacia mí con un gesto desesperado—: ¿Y me quiere aún? Sabiendo lo que sabe, ¿cómo puede quererme?
—No lo sé —le dije, con cierto cansancio—. Creo que el amor es así..., una cosa que uno no puede evitar. Lo he intentado, y lo sé... desde el primer día en que te vi. Y el amor ha podido más que yo.
Y entonces, de pronto, cuando menos lo esperaba, rompió a llorar de nuevo, echándose al suelo y sollozando perdidamente.
—¡Oh, no puedo! —exclamó— . No sé qué hacer. No sé de qué lado volverme. ¡Oh, tenga compasión, tenga alguien compasión de mí y dígame qué he de hacer!
Una vez más me arrodillé junto a ella para calmarla del mejor modo que pudiese.
—No me temas, Bella. Por amor de Dios, no me temas. Te quiero, es la verdad..., pero no quiero que me lo pagues de ningún modo. Deja sólo que te ayude. Sigue queriéndole a él, si ha de ser así, pero deja que te ayude como él no podría hacerlo.
Fue como si mis palabras la hubiesen vuelto de piedra. Levantó la cabeza tras sus manos y me miró.
—¿Esto cree? —murmuró--. ¿Cree que yo quiero a Jack Renauld?
Y luego, riendo y llorando al mismo tiempo, me echó los brazos al cuello apasionadamente y apretó su bello y húmedo rostro contra el mío.
—¡No como te quiero a ti! —murmuró ahora—-. ¡Nunca como te quiero a ti!
Sus labios me rozaron la mejilla, y luego me besó una y otra vez, con una dulzura y una pasión increíbles. La emoción y el encanto de aquel momento no los olvidaré nunca..., ¡nunca, mientras viva!
Un sonido procedente de la puerta nos hizo levantar la cabeza. Allí estaba Poirot, mirándonos.
No vacilé. De un salto llegué hasta él y le sujeté los brazos junto a los costados.
—¡Aprisa! —le dije a la muchacha —. Sal de aquí. Tan pronto como puedas. Yo le sujetaré.
Después de dirigirme una mirada, corrió ella fuera de la habitación, pasando por delante de nosotros, mientras yo retenía a Poirot con un puño de hierro.
—Amigo mío —observó éste suavemente—, hace usted estas cosas muy bien. El hombre fuerte me tiene en sus garras y estoy indefenso como un niño. Pero todo esto resulta incómodo y ligeramente ridículo. Sentémonos y tengamos calma.
—¿No la perseguirá usted?
—Mon Dieu! No. ¿Soy acaso Giraud? Suélteme, amigo mío.