Manteniendo sobre él una mirada suspicaz, pues rindo a Poirot el homenaje de darme cuenta de que me aventaja en astucia, aflojé las manos, y él se hundió en un sillón, palpándose los brazos delicadamente.
—¡Tiene usted la fuerza de un toro cuando se excita, Hastings! ¿Y cree que se ha portado bien con su viejo amigo? Le enseño la fotografía de la muchacha, y usted la reconoce y no me dice una palabra.
—No era necesario, si usted sabía que la había reconocido —le dije con alguna amargura—. ¡Es decir, que Poirot lo ha sabido todo siempre! No le he engañado ni por un instante.
—¡Ta..., ta! Usted ignoraba que yo sabía esto. Y esta noche ayuda a la muchacha a escaparse cuando hemos tenido tanto trabajo para encontrarla. Pues bien, todo se reduce a esto: ¿va usted a trabajar conmigo o contra mí, Hastings?
Por unos segundos, no contesté. Romper con mi viejo amigo me causaba mucha pena. No obstante, tenía que situarme definitivamente frente a él. ¿Llegaría a perdonármelo? Hasta entonces se había mantenido extrañamente calmoso, pero yo sabía que poseía un maravilloso dominio de sí mismo.
—Poirot —le dije—, lo siento. Confieso que me he portado mal con usted en esta ocasión. Pero a veces un hombre no está en libertad de elegir. Y de aquí en adelante debo seguir mi propio camino.
Poirot hizo varias señas afirmativas.
—Comprendo —me contestó. El destello burlón se había apagado en sus ojos por completo, y habló con una sinceridad y bondad que me sorprendieron—. Se trataba de esto, amigo mío, ¿verdad? Es el amor, que ha venido... no como usted lo imaginaba, vestido con todas sus galas y alegre, sino triste y con los pies ensangrentados. Bien, bien; yo ya le avisé. Le avisé cuando me di cuenta que esta muchacha debió de haber cogido la daga. Quizá lo recuerde usted. Pero ya entonces era demasiado tarde. No obstante, dígame cuanto sabe.
Sosteniendo su mirada, le dije:
—Nada de lo que usted pudiera decirme me sorprendería, Poirot. Téngalo entendido. Pero en el caso de que pensara reanudar sus pesquisas para encontrar a miss Duveen, desearía que tuviese una cosa bien presente. Si tiene usted alguna idea de que haya estado complicada en el crimen o que fuese la dama misteriosa que visitó a Renauld aquella noche, está equivocado. Fue aquel día compañera mía de viaje desde Francia, y me separé de ella aquella noche en la estación Victoria, de suerte que es claramente imposible que estuviese en Merlinville.
—¡Ah! —suspiró Poirot y me miró con aire pensativo—. ¿Y juraría usted esto ante un tribunal?
—Con toda seguridad lo juraría.
Poirot se levantó e hizo una inclinación de cabeza.
—mon ami! Vive l'amour! Puede obrar milagros. Es decididamente ingenioso lo que ha pensado usted ahora. ¡Esto deja pequeño al mismo Hércules Poirot!
Capítulo XXIII
Surgen dificultades
Tras un momento de alta tensión como el que acabo de registrar, es natural que venga la reacción. Aquella noche me retiré a descansar bajo una impresión de triunfo; pero, al despertarme, comprendí que estaba muy lejos de haber salido del bosque. Es cierto que no podía ver defecto alguno en la coartada que tan repentinamente había concebido. No tenía más que aferrarme a ella; no acertaba a ver cómo de este modo podía establecerse la culpabilidad de Bella.
Pero sentí la necesidad de andar con pies de plomo. Poirot no se echaría a dormir ante su derrota. De un modo u otro volvería la tortilla contra mí, y lo haría en la forma y el momento en que yo menos lo esperase.
Nos reunimos a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, como si nada hubiese ocurrido. El buen humor de Poirot era imperturbable; no obstante, creí descubrir en sus maneras una sombra de reserva que era nueva. Después del desayuno anuncié mi intención de salir a dar un paseo. En los ojos de Poirot apareció un brillo de malicia.
—Si lo que busca es información, no necesita molestarse. Yo puedo comunicarle todo lo que desea saber. Las hermanas Dulcibella han rescindido su contrato y salido de Coventry para un destino desconocido.
—¿Es realmente así, Poirot?
—Puede creerme, Hastings. He hecho indagaciones esta mañana a primera hora. Después de todo, ¿qué otra cosa esperaba usted?
Muy cierto: no podía esperarse otra cosa, dadas las circunstancias. Cenicienta había aprovechado la pequeña ventaja que yo había podido asegurarle y, ciertamente, no habría perdido un momento para ponerse fuera del alcance del perseguidor. Esto era lo que yo me había propuesto y proyectado. Sin embargo, me daba cuenta de que me hallaba envuelto en una red de nuevas dificultades.
No tenía absolutamente ningún medio de comunicarme con la muchacha, y era de vital importancia que ella conociese la línea de defensa que se me había ocurrido y que yo estaba dispuesto a llevar adelante. Desde luego, era posible que intentase darme noticias suyas de un modo u otro, pero esto me parecía muy improbable. Ella sabía bien el riesgo que correría de que su mensaje fuese interceptado por Poirot, poniéndole de nuevo sobre la pista. Era claro que el único camino que le quedaba era desaparecer enteramente por algún tiempo.
Pero, entre tanto, ¿qué estaba haciendo Poirot? Le estudié con atención. Mostraba su expresión más inocente y miraba a lo lejos con aire pensativo. Parecía demasiado plácido e indolente, para mi tranquilidad. Según mi experiencia de su carácter, cuando menos peligroso parecía, más peligroso resultaba ser. Su quietud me alarmó. Observando la turbación de mis ojos, sonrió beatíficamente.
—¿Está usted perplejo, Hastings? ¿Está preguntándose por qué no me lanzo a la persecución?
—Bien...; algo por el estilo.
—Eso es lo que haría usted si estuviese en mi lugar. Lo comprendo. Pero yo no soy de esos que gozan corriendo por un país de arriba abajo para buscar una aguja en un pajar, como dicen ustedes los ingleses. No. Deje que Bella Duveen se vaya. Yo sabré encontrarla cuando llegue el momento. Hasta entonces, me contento con esperar.
Le miré dudando. ¿Se había propuesto lanzarme por una pista falsa? Tenía yo la sensación irritante de que, aun ahora, él era el amo de la situación. La impresión de mi superioridad iba desvaneciéndose gradualmente. Yo me había manejado para que la muchacha pudiese huir y trazado un brillante plan para salvarla de las consecuencias de su arrebato..., pero no podía sentirme tranquilo. La perfecta calma de Poirot me alarmaba.
—Supongo, Poirot —dije, algo avergonzado—, que no debo preguntarle cuáles son sus planes. He perdido el derecho de hacerlo.
—Nada de eso. No son secretos. Volvemos a Francia sin demora.
—¿Volvemos?
—Precisamente..., volvemos. Usted sabe muy bien que no puede consentir en perder de vista a papá Poirot, ¿verdad? ¿No es así, amigo mío? Pero no hay ninguna dificultad en que se quede en Inglaterra, si así lo desea...
Moví la cabeza. Había dado en el clavo. Yo no consentiría en perderle de vista. Aunque no podía esperar su confianza después de lo que había ocurrido, podía aún observar sus acciones. El único peligro para Bella estaba en él. A Giraud y a la Policía francesa les era indiferente su existencia. A toda costa, tenía que mantenerme cerca de Poirot.
Poirot me observó con atención mientras cruzaban por mi mente todas estas reflexiones e hizo una seña afirmativa de satisfacción.
—Tengo razón, ¿verdad? Y como es usted muy capaz de intentar seguirme bajo algún absurdo disfraz, tal como una barba postiza (que, desde luego, todo el mundo advertiría), encuentro mucho más preferible que viajemos juntos. Me molestaría de veras que alguien se riese a costa de usted.
—Muy bien, entonces. Pero, para ser sincero, debo advertirle...
—Lo sé... Sé todo esto. ¡Es usted mi enemigo! Sea, pues, mi enemigo. Eso no me inquieta poco ni mucho.