—Siendo el juego sincero y a cartas vistas, poco me importa.
—¡Tiene usted en su mayor grado la pasión inglesa por el «juego limpio»! Ahora que están satisfechos sus escrúpulos, pongámonos en camino. No hay tiempo que perder. Nuestra estancia en Inglaterra ha sido corta, pero suficiente. Yo sé... lo que quería saber.
Su tono era ligero, pero leí una amenaza velada en sus palabras.
—No obstante... —empecé a decir, y me detuve.
—No obstante..., ¡como usted lo dice! Sin duda está satisfecho ya con el papel que desempeña. Yo, por mi parte, me preocupo por Jack Renauld.
¡Jack Renauld! Esas palabras me sobresaltaron. Había olvidado por completo aquel aspecto del caso. Jack Renauld, encarcelado y con la sombra de la guillotina encima. Vi entonces, bajo un aspecto más siniestro, el papel que estaba desempeñando. Yo podía salvar a Bella..., sí, pero, al hacerlo, corría el riesgo de enviar a la muerte a un hombre inocente.
Con horror, aparté de mí aquel pensamiento. Esto era imposible. Sería absuelto. ¡Sería absuelto ciertamente! Pero volvió aquel frío temor. ¿Y si no le absolviesen? ¿Qué pasaría entonces? ¿Podía yo tener esto sobre mi conciencia? ¿Acabaría aquello en una alternativa? ¿En una decisión entre Bella o Jack Renauld? Los impulsos de mi corazón eran de salvar a la muchacha que amaba, a cualquier precio, contra mí mismo. Pero si el precio había de pagarlo otro, el problema quedaba alterado.
¿Y qué diría la propia muchacha? Recordaba que no había pasado por mis labios palabra alguna sobre la detención de Jack Renauld. Hasta aquel momento, ella ignoraba por completo que su anterior enamorado estaba en la cárcel bajo la acusación de un crimen horrible que no había cometido. ¿Qué haría cuando lo supiera? ¿Permitiría que fuese salvada su vida a costa de la vida de el? Ciertamente no cometería ninguna violencia. Jack Renauld podía ser absuelto y probablemente lo sería sin intervención alguna por su parte. Si era así, muy bien. Pero ¿y si no era así? Aquél era el terrible, el incontestable problema. Imaginé que ella no correría el riesgo de verse condenada a la última pena. En su caso eran muy diferentes las circunstancias del crimen. Ella podría alegar los celos v una extremada provocación, y su juventud y belleza harían mucho en su favor. El hecho de que, por un error trágico, la víctima hubiera sido Renauld y no su hijo, no alteraría el motivo del crimen. Pero, en todo caso, por muy benigna que fuese, la sentencia del tribunal significaría un largo período de encarcelamiento.
No; Bella debía ser protegida. Y al mismo tiempo Jack debía ser salvado. Cómo podría hacerse esto, yo no lo veía con claridad. Pero puse mi confianza en Poirot. El sí lo sabía. Pasara lo que pasara, él se arreglaría para salvar a un inocente. Encontraría algún pretexto distinto del verdadero. Esto podría ser difícil, pero, de un modo u otro, él se arreglaría para conseguirlo. Y con Bella libre de toda sospecha y Jack Renauld absuelto, todo acabaría satisfactoriamente.
Así me lo repetía yo a mí mismo, pero, en el fondo de mi corazón, continuaba la fría sensación de temor.
Capítulo XXIV
¡Salvadle!
Cruzamos el Canal por la noche, y a la mañana siguiente nos encontrábamos en Saint-Omer, adonde había sido trasladado Jack Renauld. Sin pérdida de tiempo, Poirot fue a visitar a Hautet. No pareciendo dispuesto a oponerse a que yo le acompañase, fui con él.
Tras varias formalidades y preparativos fuimos conducidos a la habitación de aquel magistrado, que nos recibió cordialmente.
—Me dijeron que había usted regresado a Inglaterra, Poirot; me complace ver que no es así.
—Es cierto que he estado allí, pero ha sido sólo una visita muy corta. Una cuestión lateral, pero me imaginé que podría valer la pena de investigarse.
—Y valía la pena..., ¿verdad?
Poirot se encogió de hombros. Hautet afirmó con la cabeza, suspirando.
—Me temo que tendremos que conformarnos —dijo el magistrado—. Ese animal de Giraud tiene unas maneras abominables, pero ¡no hay duda de que es hábil! No hay mucha probabilidad de que cometa un error.
—¿Eso cree usted?
Al juez de instrucción le tocó ahora el turno de encoger los hombros.
—¡Oh, bueno!, si hemos de hablar con franqueza..., y en reserva, desde luego..., ¿puede usted llegar a otra conclusión?
—Francamente, me parece que quedan muchos puntos oscuros.
—¿Por ejemplo...?
Pero Poirot no se dejaba sonsacar nada.
—No los he anotado aún —observó—. Estaba haciendo una reflexión general. Me era simpático este joven y sentiría tener que creerle culpable de un crimen tan repugnante. A propósito, ¿qué dice él mismo en su defensa?
El magistrado frunció las cejas.
—No puedo entenderle. Parece incapaz de formular ningún género de defensa. Hemos tenido mucha dificultad en hacerle contestar las preguntas. Se contenta con una negativa general y, después de esto, se refugia en el más obstinado silencio. Mañana volveré a interrogarle. ¿Les gustaría, quizá, estar presentes?
Nos apresuramos a aceptar la invitación.
—Un caso muy penoso —dijo el magistrado con un suspiro—, Madame Renauld me inspira profunda simpatía.
—¿Cómo se encuentra madame Renauld?
—Aún no ha recobrado el conocimiento. Es una situación en cierto modo benigna para ella, que se ahorra así muchos sufrimientos. Dicen los médicos que no hay peligro, pero que cuando vuelva en sí debe mantenerse tan tranquila como sea posible. A lo que creo, su actual estado es efecto de la emoción tanto como de la caída. Sería terrible que el cerebro quedase desequilibrado; pero esto no me extrañaría...; no, realmente, no me extrañaría nada.
Echándose hacia atrás, Hautet movió la cabeza con una especie de dolorosa complacencia al considerar aquella sombría perspectiva.
Por fin, se despertó y observó con sobresalto:
—Esto me recuerda que tengo una carta para usted, Poirot. Déjeme ver... ¿Dónde la he puesto?
Y se puso a revolver sus papeles. Habiendo encontrado, por fin, la misiva, se la entregó a Poirot.
—Vino en un sobre dirigido a mí para que yo cuidase de entregársela a usted —explicó—. Pero, no habiendo dejado su dirección, no pude hacerlo.
Poirot examinó la carta con curiosidad. La dirección estaba escrita en caracteres largos, inclinados y extranjeros, por una mano indiscutiblemente femenina. No la abrió. En lugar de esto, se la guardó en el bolsillo al tiempo que se levantaba.
—Hasta mañana, entonces. Muchas gracias por sus atenciones y su amabilidad.
—Nada de esto. Estoy siempre a su disposición.
Íbamos a salir del edificio cuando nos encontramos frente a Giraud, que parecía más elegante, presumido y contento de sí mismo que nunca.
—¡Caramba, Poirot! —exclamó alegremente—. ¿Es decir, que ha vuelto de Inglaterra?
—Como usted lo ve.
—Imagino que no está lejos el final del caso.
—Estoy de acuerdo con usted, Giraud.
Poirot hablaba con voz moderada. Su actitud parecía encantar al otro.
—¡Entre todos los criminales mansos!... No tiene idea de defenderse. ¡Es extraordinario!
—Tan extraordinario que le da a uno que pensar, ¿verdad? —insinuó suavemente Poirot.
Pero Giraud no le escuchaba siquiera. Y diseñó un molinete con su bastón, amistosamente.
—Bien; buenos días, Poirot. Me complace comprobar que, por fin, está usted convencido de la culpabilidad del joven Renauld.
—Pardon! No estoy convencido de eso en absoluto. Jack Renauld es inocente.
Giraud hizo un brusco movimiento momentáneo... Luego soltó la carcajada, y se tocó la cabeza significativamente, con la breve exclamación: «Toqué!»