Paso a paso, fue revisando la antigua historia, de un modo parecido a como lo había hecho para mí al emprender nuestro viaje a Inglaterra. Marta le escuchó muda de asombro. Cuando hubo terminado, hizo una profunda inspiración.
—Es usted admirable..., ¡maravilloso! Es usted el detective más grande del mundo.
Y deslizándose fuera del asiento de su sillón, con un rápido gesto, se arrodilló ante él con un abandono enteramente francés.
—¡Sálvele, señor! —exclamó—. ¡Le quiero, le quiero!... ¡Oh, sálvele, sálvele!
Capítulo XXV
Desenlace inesperado
A la mañana siguiente presenciamos el interrogatorio de Jack Renauld. Aunque el tiempo transcurrido era tan corto, me sorprendió el cambio operado en el joven detenido. Tenía las mejillas caídas, los ojos rodeados de círculos oscuros y la expresión aturdida de la persona que no ha logrado conciliar el sueño durante muchas noches seguidas. Al vernos no dio señales de emoción alguna ni de nada.
—Renauld —empezó el magistrado—, ¿niega usted que estaba en Merlinville en la noche del crimen?
Jack no contestó inmediatamente y dijo luego de un modo vacilante, que resultaba lastimoso:
—Le..., le... he dicho que estaba en Cherburgo.
El magistrado se volvió con viveza.
—Haga entrar a los testigos de la estación —ordenó.
Unos segundos después se abrió la puerta para dar paso a un hombre en el que reconocí a un factor de la estación de Merlinville.
—¿Estaba usted de turno en la noche del siete de junio?
—Sí, señor.
—¿Presenció la llegada del tren de las once y cuarenta?
—Sí, señor.
—Mire al detenido: ¿le reconoce como a uno de los pasajeros que se apearon?
—Sí, señor.
—¿No hay posibilidad de que esté equivocado?
—No, señor. Conozco bien a monsieur Jack Renauld.
—¿Ni de que se equivoque en cuanto a la fecha?
—No señor; porque a la mañana siguiente tuvimos noticias del asesinato.
Fue entonces introducido otro empleado del ferrocarril, que confirmó lo declarado por el primero. El magistrado miró a Jack Renauld.
—Estos hombres le han identificado de un modo positivo. ¿Qué tiene que decir?
Jack encogió los hombros.
—Nada.
—Renauld —continuó el magistrado—, ¿reconoce usted esto?
Tomó un objeto que tenía a su lado, encima de la mesa, y se lo tendió al detenido. Me estremecí, reconociendo por mi parte la daga hecha de material de aeroplano.
—Con perdón —exclamó el abogado de Jack, Grosier—. Ruego que se me permita hablar con mi cliente antes que conteste a esta pregunta.
Pero Jack, que no tenía consideración por los sentimientos del desdichado Grosier, le apartó a un lado y contestó con calma:
—Ciertamente, lo reconozco. Es un presente que hice a mi madre como recuerdo de la guerra.
—¿Sabe usted si existe algún duplicado de esta daga?
De nuevo se agitó el letrado Grosier, siendo igualmente rechazado por Jack.
—No, que yo sepa. La montura fue diseñada por mí.
El mismo magistrado perdió casi la respiración ante la osadía de la respuesta. En realidad, parecía como si Jack estuviese precipitándose hacia su destino. Por supuesto, yo me daba cuenta de la vital necesidad en que se encontraba de ocultar, a causa de Bella, el hecho de que había otra daga igual. Mientras quedase entendido que no había más que un arma de aquella forma, no era probable que recayese sospecha alguna sobre la muchacha que poseía el segundo cortapapeles. Jack estaba protegiendo valientemente a la mujer que antes había amado, pero ¡a qué precio para sí mismo! Empecé a comprender la magnitud de la tarea que tan ligeramente había impuesto a Poirot. No sería fácil asegurar la absolución de Jack Renauld de otro modo que declarando la verdad.
Hautet habló de nuevo, con una inflexión peculiarmente amarga:
—Madame Renauld nos dijo que su daga estaba encima de su tocador la noche del crimen. Pero ¡madame Renauld es madre! Sin duda, esto le extrañará, Renauld, pero yo considero muy probable que madame Renauld se equivocase y que quizá por inadvertencia se hubiese usted llevado el arma a París. Supongo que va a contradecirme.
Vi cómo el muchacho cerraba sus manos esposadas. Su frente se cubrió de gruesas gotas de sudor cuando, con un esfuerzo supremo, interrumpió a Hautet para decirle en voz enronquecida:
—No voy a contradecirle. Esto es posible.
El letrado Grosier se puso en pie, protestando:
—Mi cliente ha sufrido una considerable crisis nerviosa. Desearía hacer constar que no le considero responsable de lo que diga.
Encolerizado, el magistrado le impuso silencio. Por un momento, pareció asomarse una duda a su propia conciencia. Jack Renauld había exagerado algo su papel. Inclinándose hacia adelante, dirigió al acusado una mirada escudriñadora.
—¿Comprende usted bien, Renauld, que, con las contestaciones que me ha dado, no tendré otra alternativa que procesarle?
El pálido rostro de Jack se encendió. Su mirada sostuvo la del magistrado con firmeza.
—¡Monsieur Hautet, juro que no he matado a mi padre!
Pero el breve momento de duda del magistrado había transcurrido, y éste soltó una risa breve y desapacible.
—Sin duda, sin duda; ¡todos nuestros acusados son inocentes! Por su propia boca está condenado. No tiene una defensa que ofrecer; no tiene una coartada..., ¡sólo una simple afirmación que no engañaría a un niño!: que no es culpable. Usted mató a su padre, Renauld; cometió un asesinato cruel y cobarde, por el dinero que creía iba a recibir a su muerte. Su madre ha sido encubridora después del hecho. Sin duda, atendiendo a la circunstancia de que actuó como madre, los tribunales tendrán para ella una indulgencia que no le concederán a usted. ¡Y con razón! Su crimen es horrible..., ¡merecedor de la execración de los dioses y de los hombres!
Con gran contrariedad para él, Hautet fue interrumpido. Había sido abierta la puerta.
—Señor juez, señor juez —balbució el gendarme de guardia—, hay una señora que dice..., que dice...
—¿Quién habla? —exclamó el magistrado, con justo enojo—. Esto es altamente irregular. Lo prohíbo..., lo prohíbo absolutamente.
Pero una figura esbelta había apartado al balbuciente gendarme. Vestida enteramente de negro, con un largo velo que le cubría el rostro, se adelantó por la habitación.
Mi corazón dio un salto aturdidor. ¡Es decir, que había venido! Todos mis esfuerzos habían sido vanos. Y, sin embargo, no podía dejar de sentirme admirado por el valor que mostraba al tomar aquella decisión tan resueltamente.
Levantó el velo... y me quedé sin respiración. Pues, aunque extremadamente parecida a ella, aquella joven ¡no era Cenicienta! Por otra parte, ahora que la veía sin la peluca de color de lino que había llevado en el teatro, reconocí en ella a la muchacha de la fotografía hallada en la habitación de Jack Renauld.
—¿Es usted el juez de instrucción, monsieur Hautet? —preguntó.
—Sí; pero prohíbo...
—Me llamo Bella Duveen. Deseo entregarme como autora del asesinato de monsieur Renauld.
Capítulo XXVI
Recibo una carta
«Amigo mío: Ya lo sabrás todo cuando recibas la presente. Nada de lo que yo podía decir ha hecho mella en mi hermana. Ha ido a entregarse. Estoy cansada de luchar.
Ahora sabrás que te he ocultado la verdad, que he pagado tu confianza con mentiras. Quizá te parezca esto inexcusable; pero, antes de desaparecer de tu vida para siempre, quisiera darte a conocer cómo ha ocurrido todo. Si supiera que habías de perdonarme, quedaría más tranquila. No lo he hecho en beneficio propio..., esto es lo único que puedo ofrecerte en mi defensa.