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—Supongo que ha sido un borrico bien intencionado —dijo Jack—. Pero me ha atormentado horriblemente. Ya comprenden: yo no podía tomarle por confidente. Pero, ¡Dios mío!, ¿qué va a sucederle a Bella?

—En el lugar de usted —dijo Poirot francamente—, yo no me acongojaría más de lo justo. Los tribunales franceses son muy clementes para la juventud y la belleza, y el crime passionnel. Un abogado hábil sacará un montón de circunstancias atenuantes. No va a ser muy agradable para usted...

—Esto no me importa. Ya lo ve usted, monsieur Poirot; en cierto modo, me siento realmente culpable del asesinato de mi padre. A no ser por mí y por mi enredo con esta muchacha, estaría hoy vivo y en buena salud. Y luego, mi maldito descuido al equivocar el sobretodo. No puedo menos de sentirme responsable de su muerte. ¡Esta idea me perseguirá toda la vida!

—No, no —dije yo, intentando calmarle.

—Por supuesto, para mí es horrible el pensamiento de que Bella mató a mi padre; pero yo la había tratado de un modo vergonzoso —continuó Jack—. Después, conocí a Marta y me di cuenta de que había cometido un error. Hubiera debido escribirle y comunicárselo sinceramente. Pero me aterraba la idea de una disputa, de que Marta conociese mi anterior intriga y pensara que había más de lo que en realidad había habido nunca... Bueno: fui un cobarde y seguí esperando que la situación se resolvería lentamente por sí sola. Lo cierto es que continué a la deriva... y sin comprender que estaba enloqueciendo de pena a la pobre niña. Si me hubiese clavado la daga a mí, como era su intención, no hubiera yo recibido más que lo que merecía. Y su modo de presentarse ahora es un verdadero acto de valor. Yo he resistido la prueba; ya comprenden el final.

Guardó silencio por unos segundos, y luego se disparó en otra dirección.

—Lo que no me cabe en la cabeza es por qué vagaba mi padre por allí en ropa interior y con mi sobretodo, a aquellas horas de la noche. Supongo que habría acabado de escabullirse de esos tipos extranjeros y que mi madre debió de equivocarse al decir que habían venido a las dos. O..., o ¿no sería todo eso una trama para desviar las sospechas? Quiero decir, ¿no pensó, no pudo pensar mi madre... que..., que era yo?

Poirot se apresuró a tranquilizarle.

—No, no, Jack. No tenga ningún temor por este lado. En cuanto a lo demás, yo se lo explicaré un día de éstos. Es una historia algo curiosa. Pero ¿quiere usted contarnos lo que ocurrió exactamente en esta noche terrible?

—Hay muy poco que contar. Vine de Cherburgo, como se lo dije, para ver a Marta antes de irme al otro extremo del mundo. El tren llegó con retraso y decidí tomar un atajo a través del campo de golf. Desde allí podía entrar fácilmente en el jardín de Villa Marguerite. Había casi llegado a aquel lugar cuando...

Se detuvo y tragó saliva.

—Adelante.

—Oí un grito terrible. No era fuerte..., una especie de ahogo entrecortado..., pero que me asustó. Por un momento me quedé inmóvil en el sitio. Luego di la vuelta a la espesura de maleza. La luna alumbraba. Vi la sepultura y una figura echada boca abajo con una daga clavada en la espalda. Y luego..., y luego... levanté la vista y la vi a ella. Estaba mirándome como si viese un aparecido..., y así debió de creerlo al principio...; el horror había borrado de su rostro toda otra expresión. Y entonces dio un grito, se volvió y echó a correr.

Nuevamente se detuvo, esforzándose en dominar su emoción.

—¿Y después? —preguntó Poirot con suavidad.

—Realmente, no lo sé. Permanecí por algún tiempo aturdido. Y, después, comprendí que era mejor que me alejase de allí tan deprisa como pudiera. No se me ocurrió que fueran a sospechar de mí; pero temí que me llamasen a declarar contra ella. Fui a pie hasta Saint-Beauvais, como le dije, y me procuré un coche para volver a Cherburgo.

Se oyó un golpe en la puerta y entró un ordenanza con un telegrama que entregó a Stonor. Éste lo abrió y se puso en pie.

—Madame Renauld ha recobrado el conocimiento —anunció.

—¡Ah! —dijo Poirot, levantándose de un salto—. Vámonos todos a Merlinville.

Partimos, pues, más que aprisa, y Stonor, a instancias de Jack, se avino a quedarse para hacer lo que fuese posible en favor de Bella. Jack y yo salimos en el coche del primero.

El viaje duró poco más de cuarenta minutos. Al acercarnos a la puerta exterior de Villa Marguerite, Jack dirigió a Poirot una mirada interrogante.

—¿Qué le parece si se adelantase usted para dar a mi madre la noticia de que estoy en libertad?

—Mientras usted se la da personalmente a mademoiselle Marta, ¿eh? —añadió Poirot con un guiño—. Desde luego, desde luego; yo mismo iba a proponérselo.

Jack Renauld no se entretuvo. Deteniendo el coche, se apeó y subió por el camino hasta la puerta delantera. Nosotros continuamos con el coche hasta Villa Geneviéve.

—Poirot —le dije—, ¿recuerda nuestra llegada aquí, el primer día? ¿Y cómo nos encontramos con la noticia del asesinato de Renauld?

—¡Ah, sí!, ciertamente. No hace tampoco mucho tiempo. Pero ¡cuántas cosas han pasado desde entonces!..., especialmente a usted, amigo mío.

—Sí, muy cierto —contesté, suspirando.

—Está usted considerándolo desde el punto de vista sentimental, Hastings. No me refería a esto. Esperemos que Bella será tratada con clemencia y, después de todo, Jack ¡no puede casarse con las dos chicas! Hablaba desde un punto de vista profesional. Esto no es un crimen bien ordenado y regular como los que encantan a un detective. La mise en scéne proyectada por George Conneau es ciertamente perfecta, pero el desenlace..., ¡de ningún modo! Un hombre muerto accidentalmente, en un arrebato de cólera, por una muchacha... ¡Ah!, verdaderamente, ¿qué orden ni método hay en esto?

Y en la mitad de una carcajada mía provocada por las peculiaridades de Poirot, Francisca abrió la puerta.

Poirot le explicó que tenía que ver a madame Renauld inmediatamente, y la anciana sirvienta le acompañó arriba. Yo permanecí en el salón. Poirot tardó algún rato en reaparecer. Su aspecto era desusadamente grave.

Vous voilá, Hastings! Sacre tonnerre!, ¡se acerca una borrasca!

—¿Qué quiere usted decir? —exclamé.

—Difícilmente lo hubiera creído —dijo Poirot con aire meditabundo—; pero las mujeres hacen lo inesperado.

—Aquí están Jack y Marta Daubreuil —dije, mirando por la ventana.

Poirot saltó fuera de la habitación y se reunió con la joven pareja en los peldaños exteriores.

—No entre. Es mejor que no entre. Su madre está muy trastornada.

—Ya sé, ya sé —dijo Jack Renauld—; pero debo presentarme a ella en seguida.

—No, no, le digo. Es mejor que no lo haga.

—Pero Marta y yo...

—En todo caso, no lleve a esta señorita con usted. Suba, si se empeña, pero hará bien en dejarse guiar por mí.

Una voz que resonó en la escalera nos sobresaltó a todos.

—Le doy las gracias por sus buenos oficios, monsieur Poirot; pero expresaré bien claramente mis deseos.

El asombro nos sobresaltó. Apoyada en el brazo de Leonia, madame Renauld descendía la escalera, con la cabeza vendada aún. La muchacha francesa estaba llorando e imploraba a su dueña para que regresara al lecho.

—La señora se matará. ¡Esto es contrario a todas las órdenes del doctor!

Pero madame Renauld continuó su camino.

—¡Madre! —exclamó Jack, adelantándose.

Con un gesto, ella le hizo retroceder.

—¡No soy tu madre! ¡No eres mi hijo! Desde este día y hora, te repudio.

—¡Madre! —repitió el muchacho, estupefacto.

Por un momento, ella pareció vacilar, enmudecer ante la angustia que revelaba aquella voz. Poirot hizo un gesto como para intervenir. Pero instantáneamente, ella recuperó el dominio de sí misma.