—Tienes sobre tu cabeza la sangre de tu padre. Eres moralmente culpable de su muerte. Le contrariaste y desafiaste con motivo de esta joven, y tu despiadado modo de tratar a otra muchacha ha dado lugar a un asesinato. ¡Sal de mi casa! Me propongo tomar mañana las medidas necesarias para que no toques ni un penique de su dinero. ¡Ábrete camino en el mundo con la ayuda de la hija de la peor enemiga de tu padre!
Y lenta y penosamente subió de nuevo la escalera.
Nos quedamos todos desconcertados... No estábamos preparados para aquella declaración. Jack Renauld, rendido por todo lo que había sufrido ya, osciló y estuvo a punto de caer. Poirot y yo nos apresuramos a sostenerle.
—Está agotado —murmuró Poirot al oído de Marta—. ¿Adonde podemos llevarle?
—¡A casa, naturalmente! A Ville Marguerite. Mi madre y yo le cuidaremos. ¡Mi pobre Jack!
Llevamos al muchacho a la villa, donde cayó inerte en un sillón, en estado casi inconsciente. Poirot le tocó la cabeza y las manos.
—Tiene fiebre —dijo—. Esta larga tensión nerviosa empieza a producir sus efectos. Y, por añadidura, este sobresalto. Llévenlo a la cama, llamaremos a un médico.
El médico fue hallado muy pronto. Después de reconocer al paciente diagnosticó que se trataba de un sencillo caso de postración nerviosa. Con descanso y tranquilidad estaría casi restablecido al día siguiente; pero si se excitaba era posible que sobreviniese una fiebre cerebral. Era de aconsejar que alguien le velase toda la noche.
Por último, después de haber hecho cuanto era posible, le dejamos al cuidado de Marta y de su madre y nos dirigimos a la población. Había pasado nuestra hora de comer acostumbrada, y ambos estábamos hambrientos. En el primer restaurante que encontramos pudimos dejar nuestro apetito satisfecho con una excelente omelette, seguida de una entrecote no menos excelente.
—Y, ahora, a nuestro alojamiento para la noche —dijo Poirot cuando, por fin, quedó completada nuestra comida con un café noir—. ¿Vamos a probar nuestro antiguo amigo el Hotel des Bains?
Sin discutirlo más volvimos sobre nuestros pasos. Sí, los señores podrían disponer de dos buenas habitaciones con vistas al mar. Luego, hizo Poirot una pregunta que me dejó sorprendido:
—¿Ha llegado una dama inglesa, miss Robinson?
—Sí, señor. Está en el saloncito.
—¡Ah!
—¡Poirot! —exclamé, acomodando mi paso al suyo, mientras seguíamos por el corredor—, ¿quién es miss Robinson? Poirot sonrió con expresión bondadosa.
—Es que le he preparado un matrimonio, Hastings.
—Pero lo que digo...
—¡Bah! —exclamó Poirot, dándome un empujón amistoso en el umbral de la puerta—. ¿Cree usted que deseo trompetear en Merlinville el apellido Duveen?
Era Cenicienta, quien se levantó para recibirnos. Tomé su mano entre las mías. Mis ojos dijeron el resto.
Poirot aclaró su voz.
—Mes enfants —dijo—, de momento no tenemos tiempo para los sentimientos. Hay trabajo que nos espera. Señorita, ¿ha podido hacer lo que le pedí?
A modo de contestación, Cenicienta sacó de su bolso un objeto envuelto en papel y se lo entregó en silencio a Poirot, que lo desenvolvió. Hice un movimiento de sorpresa, pues era la daga que, según tenía entendido, había sido echada al fondo del mar. ¡Es extraño cuánto les cuesta siempre a las mujeres destruir los objetos y documentos más comprometedores!
—Muy bien, hija mía —dijo Poirot—. Estoy contento de usted. Váyase ahora a descansar. Hastings, aquí presente, y yo, tenemos que hacer. Le verá usted mañana.
—¿Adonde van? —preguntó la muchacha, abriendo mucho los ojos.
—Quedará informada mañana.
—Porque adonde quiera que vayan yo voy también.
—Pero, señorita...
—Le digo que voy también.
Comprendiendo que sería inútil discutir, Poirot cedió.
—Venga entonces, señorita. Pero esto no va a ser divertido. Lo más probable es que no ocurra nada.
La muchacha no contestó.
Salimos al cabo de veinte minutos. Había ya oscurecido por completo; una noche cerrada que oprimía. Poirot nos llevo fuera de la población y en dirección de Villa Geneviéve. Pero al pasar por delante de Villa Marguerite se detuvo.
—Quisiera asegurarme de que Jack Renauld sigue sin novedad —dijo—. Venga conmigo, Hastings. Quizá preferirá esta señorita quedarse fuera. Madame Daubreuil podría decir algo que la ofendiese.
Descorrimos el cerrojo de la puerta exterior y subimos por el camino de la entrada. Al dar la vuelta hacia la fachada lateral llamé la atención de Poirot sobre una ventana del primer piso. Vivamente destacado veíase contra la cortina el perfil de Marta.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Me figuro que ésta es la habitación en que encontraremos a Jack Renauld.
Madame Daubreuil nos abrió la puerta. Nos explicó que Jack continuaba en el mismo estado, pero que quizá querríamos verle. Subiendo la escalera, nos condujo al dormitorio. Marta Daubreuil estaba sentada junto a una mesa con una lámpara, trabajando. Al vernos entrar se puso un dedo sobre los labios.
Jack Renauld descansaba; su sueño era inquieto y volvía continuamente la cabeza de un lado a otro; su rostro continuaba muy encendido.
—¿Va a volver el médico? —preguntó Poirot en voz baja.
—No; a no ser que le llamemos. Duerme, y esto es lo que importa. Mamá le ha hecho una tisana.
Y se sentó de nuevo, con su bordado, cuando salimos de la habitación. Madame Daubreuil nos acompañó hasta abajo. Desde que conocía la historia de su vida pasada miraba a aquella mujer con creciente interés. Allí estaba, con los ojos bajos y la misma sonrisa tenuemente enigmática que yo recordaba. Y de pronto me sentí asustado de ella, como uno se asusta de una fascinadora serpiente venenosa.
—Espero que no le habremos causado molestia, señora —dijo Poirot, cortésmente, al abrir ella la puerta para darnos paso.
—Nada de eso, caballero.
—A propósito —dijo Poirot, como si acabase de recordar algo—, monsieur Stonor no ha estado hoy en Merlinville, ¿verdad?
No podía yo penetrar en absoluto el objeto de esta pregunta que, bien sabía, no debía de tener sentido en lo que se refería a Poirot.
Madame Daubreuil contestó con perfecta compostura y seguridad:
—No, que yo sepa.
—¿No ha tenido una entrevista con madame Renauld?
—¿Cómo había yo de saberlo?
—Cierto —dijo Poirot—. Pensaba que podía haberle visto entrar o salir, sencillamente. Buenas noches, señora.
—¿Por qué...? —empecé yo a decir.
—No hay porqués, Hastings. Tiempo tendremos para esto más tarde.
Nos reunimos con Cenicienta y seguimos nuestro camino rápidamente en dirección a Villa Geneviéve. Poirot miró una vez por encima del hombro hacia la ventana iluminada y contempló el perfil de Marta inclinada sobre su trabajo.
—Está protegido, de todos modos —murmuró.
Llegados a Villa Geneviéve, Poirot se apostó tras unos arbustos a la izquierda del camino de los coches, donde, disponiendo nosotros de un espacioso campo visual, quedábamos completamente ocultos. La villa aparecía sumida en una oscuridad absoluta; todo el mundo estaba, sin duda, acostado y durmiendo. Nos hallábamos casi inmediatamente bajo la ventana del dormitorio de madame Renauld, que, según advertí, estaba abierta. Me pareció que allí era donde estaban fijos los ojos de Poirot.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuré.
—Observar.
—Pero...
—No espero que suceda nada, por lo menos, hasta dentro de una hora; probablemente dos horas; pero él...
Sus palabras quedaron interrumpidas por un grito largo y angustioso:
—¡Socorro!
Brilló una luz en la habitación del primer piso situada a mano derecha de la puerta delantera. El grito había venido de allí. Y mientras seguíamos observando, pasó por la cortina una sombra como de dos personas que luchan.