—Mille tonnerres! —exclamó Poirot—. Debe de haber cambiado de habitación.
Lanzándose de un salto pegó locamente contra la puerta delantera. Corriendo luego al árbol del cuadro, trepó por él con la agilidad de un gato. Yo le seguí cuando, con un brinco, entró por la ventana abierta. Mirando sobre el hombro vi cómo Dulce alcanzaba la rama detrás de mí.
—¡Ten cuidado! —exclamé.
—¡Ten cuidado de tu abuela! —replicó la muchacha-—. Esto es un juego de niños para mí.
Poirot se había lanzado por la desierta habitación y pegaba en la puerta.
—Cerrada y asegurada por fuera —gruñó—; y se necesitará tiempo para forzarla.
Los gritos pidiendo socorro iban haciéndose sensiblemente más débiles. Vi la desesperación pintada en los ojos de Poirot. Los dos aplicarnos los hombros a la puerta. Llegó por la ventana la voz de Cenicienta, tranquila y desapasionada:
—Llegaréis demasiado tarde. Me parece que yo soy la única que puede hacer algo.
Antes que yo acertase a mover una mano para detenerla, pareció saltar de la ventana al espacio. Me precipité y miré hacia arriba. Con horror la vi colgada, por las manos, del techo y avanzando a sacudidas en dirección de la ventana iluminada.
—¡Dios mío! Se va a matar —grité.
—Olvida usted que es acróbata profesional, Hastings. La Providencia del buen Dios es lo que la ha hecho insistir en acompañarnos esta noche. Sólo ruego que pueda llegar a tiempo. ¡Ah!
Al desaparecer la muchacha por la ventana flotó en las tinieblas de la noche un grito de inmenso terror; luego, en el timbre claro de la voz de Cenicienta, llegaron las palabras:
—¡No! ¡Te he cogido!... Y mis muñecas son de acero.
En el mismo instante Francisca abría cautelosamente la puerta de nuestra prisión. Poirot la apartó sin ceremonia y corrió por el pasillo hasta el lugar en que las otras camareras se habían agrupado, junto a la última puerta.
—Está cerrada por dentro, señor.
Se oyó caer al suelo un cuerpo pesado. Un momento más tarde giraba la llave en la cerradura y se abría la puerta lentamente. Cenicienta, muy pálida, nos indicó que entrásemos.
—¿Salvada? —preguntó Poirot.
—Sí. He llegado en el último momento. Estaba agotada.
Madame Renauld, medio sentada y medio echada en el lecho, luchaba por recobrar la respiración.
—Casi me había estrangulado —murmuró penosamente.
La joven recogió algo del suelo y se lo entregó a Poirot. Era una escala de cuerda de seda arrollada. Muy delgada, pero muy resistente.
—Para escaparse —dijo Poirot— por la ventana mientras nosotros aporreábamos la puerta. ¿Dónde está... la otra?
La muchacha se hizo a un lado y señaló. En el suelo yacía una figura envuelta en una tela oscura, uno de cuyos pliegues le cubría la cara.
—¿Muerta?
La joven hizo una seña afirmativa.
—Así lo creo. La cabeza debe de haber dado contra el mármol de la chimenea.
—Pero ¿quién es? —exclamé yo.
—La que asesinó a Renauld, Hastings; y la que estaba asesinando a madame Renauld.
Curioso y sin comprender aún, me arrodillé y, levantando el pliegue del paño, vi ¡el rostro bello y muerto de Marta Daubreuil!
Capítulo XXVIII
El término de la jornada
Son algo confusos mis recuerdos relativos a los acontecimientos subsiguientes de aquella noche. Poirot parecía sordo para mis repetidas preguntas. Estaba ocupado en anonadar a Francisca con sus reproches por no haberle avisado que madame Renauld había cambiado de dormitorio.
Le cogí por el hombro, decidido a atraer su atención.
—Pero usted debía de saber esto —alegué—. Usted fue acompañado arriba para verla esta tarde.
Poirot se dignó prestarme su atención por un breve instante.
—La habían llevado en un sillón de ruedas al sofá de la habitación central, su boudoir —explicó.
—Pero, señor —exclamó Francisca—. ¡La señora cambió de habitación casi inmediatamente después del crimen! ¡Los recuerdos... le daban mucha pena!
—Entonces, ¿por qué no me lo dijeron? —vociferó Poirot, dando manotazos sobre la mesa y excitándose él mismo hasta alcanzar un enojo de mil demonios—. Pregunto: ¿por-qué-no-me-lo-dijeron? Es usted una vieja completamente imbécil. Y Leonia y Dionisia no valen más. ¡Todas ustedes son triples idiotas! Su estupidez ha estado a punto de causar la muerte de su ama. A no ser por esta valerosa niña...
Se interrumpió y, cruzando la habitación hasta el lugar en que estaba la muchacha inclinada para atender a madame Renauld, la besó con fervor galo (lo que no dejó de disgustarme un poco).
Me despertó de mi aturdimiento una orden seca de Poirot para que fuese inmediatamente a buscar al médico, a fin de que reconociese a madame Renauld. Después de esto podría ir a llamar a la Policía. Y añadió, para completar mi fastidio:
—Casi no vale la pena de que vuelva aquí. Yo estaré demasiado ocupado para atenderla, y a esta señorita voy a nombrarla enfermera.
Me retiré con tanta dignidad como me fue posible asumir. Cumplidos mis encargos, volví al hotel. De cuanto había ocurrido, comprendía poco más que nada. Los acontecimientos de aquella noche parecían fantásticos e imposibles. Nadie contestaba mis preguntas. Nadie parecía oírlas. Irritado, me eché en la cama y dormí el sueño de las personas aturdidas y completamente agotadas.
Al despertarme vi que entraba el sol por las ventanas abiertas y que Poirot, limpio y sonriente, se había sentado al lado del lecho.
—¡Por fin se despierta usted! ¡Es usted un grandísimo dormilón, Hastings! ¿Sabe que son cerca de las once? Gimiendo, me llevé una mano a la cabeza.
—Debo de haber estado soñando —dije—. ¿Sabe usted que he soñado que habíamos encontrado el cadáver de Marta Daubreuil en la habitación de madame Renauld, y que usted declaraba que había asesinado a monsieur Renauld?
—No ha soñado usted. Todo esto es verdad.
—Pero ¿no fue Bella Duveen quien mató a Renauld?
—¡Oh, no, Hastings, no fue ella! Verdad que dijo que le había matado...; pero esto fue para salvar de la guillotina al hombre a quien amaba.
—¡Cómo!
—Recuerde lo que contó Jack. Los dos llegaron al lugar del crimen en el mismo instante, y cada uno dio por cierto que el otro lo había cometido. Ella le mira a él con horror, lanza un grito y echa a correr. Pero cuando sabe que está acusado como autor del crimen, no puede soportarlo y se presenta y se acusa a sí misma para salvarle de una muerte cierta.
Poirot se recostó en su silla y juntó las puntas de los dedos en un estilo familiar.
—El caso no me pareció enteramente satisfactorio —observó juiciosamente—. Estuve siempre bajo una fuerte impresión de que nos hallábamos ante un crimen premeditado y cometido a sangre fría por alguien que (con mucha habilidad) se había contentado con utilizar los propios planes de Renauld para despistar a la Policía. El gran criminal (como, quizá, recuerde que lo observé una vez) es siempre supremamente ingenuo.
Hice una seña afirmativa.
—Ahora bien: para sostener esta hipótesis, el criminal debía tener un conocimiento completo de los planes de Renauld. Esto nos lleva a madame Renauld. Pero los hechos desmienten la suposición de su culpabilidad. ¿Hay alguien más que pudiera conocerlos? Sí. Con sus propios labios admitió Marta que había oído la disputa de Renauld con el vagabundo. Si podía oír esto, no hay razón para que no hubiese oído otra cosa cualquiera, especialmente si Renauld y su mujer cometieron la imprudencia de ir a sentarse en aquel banco para discutir sus planes. Recuerde con qué facilidad oyó usted desde aquel lugar una conversación entre Marta y Jack Renauld.