—Ya lo ve usted —concluyó—; Jack, el hijo del señor, solía estar aquí y habla muy mal el francés.
El magistrado no insistió. En lugar de esto, preguntó por el chófer, y supo que en el mismo día anterior Renauld había dicho que no era probable que necesitase el coche, y que Masters podía perfectamente tomarse unas vacaciones.
En la frente de Poirot había empezado a formarse una expresión de duda.
—¿Qué es ello? —le pregunté en voz baja.
Pero él movió la cabeza con impaciencia y, a su vez, hizo una pregunta:
—Perdone, Bex; pero, sin duda, monsieur Renauld sabía conducir el coche...
El comisario miró a Francisca, que contestó prestamente:
—No; el señor no conducía el coche personalmente.
El ceño de Poirot se acentuó.
—Quisiera que me dijese qué le inquieta —le dije, sin poder esperar más.
—¿No lo ve usted? En su carta, monsieur Renauld habla de enviar el coche a Calais para recogerme.
—Quizá se refería a un coche de alquiler —le indiqué.
—Debe de ser así. Pero ¿por qué alquilar un coche cuando se tiene uno propio? ¿Por qué elegir el día de ayer para darle al chófer las vacaciones... tan repentinamente, sin previo aviso? ¿Tenía alguna razón para apartarle de aquí antes que nosotros llegásemos?
Capítulo IV
La carta firmada «Bella»
Francisca había salido de la habitación. El magistrado tecleaba sobre la mesa con expresión pensativa.
—Monsieur Bex —informó al fin—, aquí tenemos testimonios directamente contradictorios. ¿Cuál vamos a creer, el de Francisca o el de Dionisia?
—El de Dionisia —contestó el comisario sin vacilación—. Ésta fue quien admitió a la visitante. Francisca es vieja y tozuda y, evidentemente, mira con antipatía a madame Daubreuil. Por otra parte, nuestra propia información tiende a mostrar que Renauld tenía una intriga con otra mujer.
—Tiens! —exclamó Hautet—; nos hemos olvidado de enterar de esto a monsieur Poirot —y después de buscar entre los papeles que tenía sobre la mesa entregó uno a mi amigo—. Esta carta, monsieur Poirot, la encontramos en el bolsillo del sobretodo del muerto.
Poirot la tomó y desdobló. Estaba algo manoseada y arrugada, y escrita en inglés por una mano que no parecía muy diestra. Decía así:
«Querido mío: ¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo sin escribirme? Todavía me quieres, ¿no es verdad? Han sido tus últimas cartas tan diferentes, tan frías y extrañas, y, ahora, este largo silencio... Esto me asusta. ¡Si fueras a dejar de quererme! Pero es imposible... ¡qué niña más tonta soy!..., ¡siempre imaginando cosas! Pero si ya no me quisieras, no sé lo que haría... ¡matarme, quizá! No podría vivir sin ti.
A veces imagino que se interpone otra mujer entre nosotros. Que se ande con cuidado; no te digo más...; ¡y tú también! ¡Te mataría antes que dejar que fueses de ella! Lo digo en serio.
Pero estoy escribiendo tonterías presuntuosas. Tú me quieres y yo te quiero..., si: ¡te quiero, te quiero, te quiero!
Tuya y que te adora,
Bella.»
No tenía dirección ni fecha. Poirot la devolvió con rostro grave.
—¿Y la suposición es...?
El juez de instrucción encogió los hombros.
—Evidentemente, monsieur Renauld estaba enredado con esta inglesa... ¡Bella! Viene aquí, conoce a madame Daubreuil y empieza una intriga con ella. Se enfría con la otra, que, por su parte, sospecha algo inmediatamente. Esta carta contiene una clara amenaza. Monsieur Poirot, a primera vista, el caso parece sencillísimo: ¡Celos! El hecho de haber sido monsieur Renauld acuchillado por la espalda indica directamente que se trata del crimen de una mujer.
Poirot hizo una seña afirmativa.
—La cuchillada en la espalda, sí...; pero ¡no la sepultura! Éste fue un trabajo laborioso y pesado... Ninguna mujer ha abierto esta sepultura, señor juez. Ésta ha sido obra de un hombre.
El comisario exclamó con excitación:
—Sí, sí; es verdad. No habíamos pensado en esto.
—Como le he dicho —continuó Hautet—, a primera vista, el caso parece sencillo, pero los hombres enmascarados y la carta que usted recibió de monsieur Renauld complican las cosas. Aquí parecemos encontrarnos ante un caso enteramente distinto de circunstancias, sin que haya relación entre éste y el anterior. En lo que se refiere a la carta dirigida a usted, ¿le parece posible que tenga alguna relación con esta «Bella» y sus amenazas?
Poirot movió la cabeza.
—Difícilmente. Un hombre como monsieur Renauld, que ha llevado una vida de aventuras en lugares remotos, no era fácil que pidiese protección contra una mujer.
El juez de instrucción hizo una expresiva seña afirmativa.
—Este es exactamente mi punto de vista. Debemos, entonces, buscar la explicación de la carta...
—En Santiago de Chile —terminó el comisario—; voy a cablegrafiar sin demora a la Policía de esta ciudad pidiendo una información detallada de la vida que llevó el hombre asesinado, en aquella ciudad, sus amores, sus negocios, sus amistades y sus posibles enemistades. Sería extraño que, después de esto, no tuviésemos una pista para hallar la solución de este crimen misterioso.
El comisario miró a su alrededor en busca de alguna señal o gesto de asentimiento.
—¡Excelente! —dijo Poirot con sincero acento. Y preguntó en seguida—: ¿No han encontrado ustedes otras cartas de esta Bella entre los papeles de monsieur Renauld?
—No. Naturalmente, una de nuestras primeras diligencias ha sido registrar entre los documentos particulares en su despacho. Pero no hemos encontrado nada de interés. Todo parecía claro y manifiesto. La única cosa que se aparta de lo corriente es su testamento. Aquí está.
—Bien: un legado de mil libras a monsieur Stonor...; y a propósito, ¿quién es?
—El secretario de monsieur Renauld. Se quedó en Inglaterra; pero ha venido aquí una o dos veces a pasar el fin de semana.
—Y todo lo demás se lo deja a su querida esposa Eloísa a sus libres voluntades. La redacción es sencilla, pero perfectamente legal. Testigos son las dos sirvientas Dionisia y Francisca. Nada muy desacostumbrado en todo ello.
Y lo devolvió.
—Quizá —empezó a decir Bex— no ha advertido usted...
—¿La fecha? —continuó Poirot, parpadeando—. Sí, la he advertido. Una quincena atrás. Es posible que esto señale la primera alarma. Muchos hombres ricos mueren intestados por no haber tomado en consideración la probabilidad de su fallecimiento. Pero es peligroso sacar conclusiones prematuramente. Esto indica, no obstante, que sentía simpatía y afecto sincero por su esposa, a pesar de sus aventuras amorosas.
—Sí —dijo Hautet con aire de duda—. Pero es posible que resulte un poco injusto para su hijo, pues deja a éste enteramente a la merced de su madre. Si esta señora volviera a casarse y su segundo esposo ejerciese influencia moral sobre ella, el muchacho podría no tocar nunca un penique del dinero de su padre.