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—Sólo llevaba ropa interior bajo el sobretodo —observó.

—Sí; el juez de instrucción cree que éste es un detalle curioso.

En aquel momento se oyó un golpe contra la puerta que Bex había dejado cerrada. El comisario se adelantó para abrirla y allí estaba Francisca procurando, con curiosidad de vampiresa, ver el interior.

—Bien... ¿qué pasa? —preguntó Bex con impaciencia.

—La señora me encarga que les comunique que se encuentra mucho mejor y está dispuesta a recibir al señor juez de instrucción.

—Muy bien —dijo Bex muy animadamente—. Avise a monsieur Hautet y diga que vamos en seguida.

Poirot se detuvo un momento para volver a mirar el cadáver. Por un instante, pensé que iba a dirigirse al muerto y declarar a gritos que estaba dispuesto a no descansar hasta que hubiese descubierto al asesino. Pero cuando habló lo hizo con voz moderada y expresión incierta, y su comentario resultó risiblemente desproporcionado a la solemnidad del momento.

—Llevaba un sobretodo muy largo —dijo, como si hablase por fuerza.

Capítulo V

El relato de madame Renauld

Encontramos a Hautet esperándonos en el vestíbulo y todos subimos juntos arriba siguiendo a Francisca, que nos indicaba el camino. Poirot lo hizo describiendo un zigzag que me causó extrañeza hasta que, con una mueca, murmuró a mi oído:

—No es extraño que la servidumbre oyese a Renauld cuando subía la escalera; ¡no hay una tabla que no cruja lo bastante fuerte para despertar a un muerto!

Del extremo superior de la escalera partía un pequeño corredor.

—Las habitaciones de los criados —explicó Bex.

Continuamos por el corredor y Francisca llamó a la última puerta de la derecha.

Una voz débil nos invitó a entrar, y nos hallamos en una habitación espaciosa y soleada, con vistas a un mar azul y brillante, a la distancia aproximada de cuatrocientos metros.

Sobre un lecho levantado con almohadones, y asistida por el doctor Durand, yacía una mujer alta y de aspecto majestuoso. Era de mediana edad, y su cabello, en otro tiempo oscuro, aparecía ahora casi enteramente plateado; pero la fuerte vitalidad de su persona se hubiera dejado sentir en todas partes. Desde el primer momento sabía el observador que se hallaba en presencia de lo que llamaban los franceses une maitresse femme.

Nos acogió con una inclinación de cabeza.

—Háganme el favor de sentarse, señores.

Ocupamos varias sillas y el oficial de secretaría del magistrado se instaló en una mesa redonda.

—Espero, señora —empezó a decir Hautet—, que no la afligirá extremadamente contarnos lo que ha ocurrido en la noche pasada...

—De ningún modo, señor. Sé lo que vale el tiempo, si esos miserables asesinos han de ser detenidos y castigados.

—Muy bien, señora. Creo que se fatigará menos si yo le hago las preguntas y usted se limita a contestarlas. ¿A qué hora se retiró a descansar ayer noche?

—A las nueve y media. Me encontraba cansada.

—¿Y su esposo?

—Imagino que cosa de una hora más tarde.

—¿Parecía turbado..., trastornado, de algún modo?

—No; no más de lo de costumbre.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Dormimos. A mí me despertó una mano que me apretaba la boca. Intenté gritar, pero la mano me lo impidió. Había dos hombres en la habitación. Los dos enmascarados.

—¿Puede usted describirlos de algún modo, señora?

—Uno era muy alto y tenía una barba larga y negra. El otro era bajo y grueso. Su barba era rojiza. Los dos llevaban sombreros metidos hasta los ojos.

—¡Hum! —apuntó el magistrado con aire pensativo—. Me parecen demasiadas barbas.

—¿Quiere decir que eran postizas?

—Sí, señora. Pero continúe su relato.

—El hombre bajo era el que me sujetaba. Me puso una mordaza y me ató con cuerdas las manos y los pies. El otro se había puesto encima de mi marido. Había tomado del tocador mi pequeña daga cortapapeles, y le retenía sosteniéndola con la punta sobre su corazón. Cuando el hombre bajo hubo terminado conmigo fue a ayudar al otro y los dos obligaron a mi marido a levantarse y acompañarles al cuarto de vestir, en la puerta inmediata. Yo estaba casi desmayada de terror; sin embargo, escuché como desesperada. Hablaban demasiado bajo para que pudiese entender lo que decían. Pero reconocí la lengua, un español alterado, como el que se usa en algunas partes de Sudamérica. Parecían estar pidiéndole algo a mi marido, y luego se irritaron y levantaron un poco las voces. Creo que era el hombre alto el que hablaba al decir: «¡El secreto! ¿Dónde está?» No sé lo que contestó mi esposo, pero el otro replicó enfurecido: «¡Miente! Sabemos que lo tiene usted. ¿Dónde están las llaves?» Luego oí ruido de cajones que se sacaban. En la pared del cuarto de vestir de mi esposo hay una caja de caudales en la que guarda siempre una suma importante de dinero disponible. Leonia me dice que la han registrado y se han llevado el dinero; pero, evidentemente, lo que buscaban no estaba allí, pues oí cómo el hombre alto, con un juramento, ordenaba a mi marido que se vistiese. Poco después de esto, creo que debió de perturbarles algún ruido que oyeron por la casa, pues empujaron a mi marido hasta mi cuarto sólo vestido a medias.

Pardon —interrumpió Poirot—; pero ¿no hay entonces otra salida desde el cuarto de vestir?

—No, señor; sólo la puerta de comunicación con mi cuarto. Le empujaron por ella: el hombre bajo delante, y el alto detrás, con la daga aún en la mano. Pablo intentó apartarse de ellos para venir conmigo. Vi sus ojos llenos de angustia. Volviéndose, les dijo: «Tengo que hablar con ella.» Y añadió, viniendo al lado de la cama: «Todo va bien, Eloísa. No temas. Regresaré antes de la mañana.» Pero, aunque intentó hablar con voz segura, yo pude ver el terror en sus ojos. Luego le sacaron por la puerta, y el hombre alto dijo: «Una palabra, y es usted hombre muerto; recuérdelo». Después de esto —continuó madame Renauld—, debí de desmayarme. Lo primero que recuerdo es a Leonia que me frotaba las muñecas y me daba brandy.

—Madame Renauld —dijo el magistrado—, ¿tenía usted alguna idea sobre lo que los asesinos andaban buscando?

—Ninguna en absoluto, señor.

—¿Sabía usted que su esposo temía algo?

—Sí; había notado el cambio en él.

—¿Cuánto tiempo hacía de esto?

Madame Renauld reflexionó.

—Diez días, quizá.

—¿No más tiempo?

—Es posible; pero, en este caso, yo no lo había advertido.

—¿Llegó usted a preguntar a su esposo sobre la causa de este cambio?

—Una vez. Y me contestó con evasivas. No obstante, yo estaba convencida de que sufría alguna terrible inquietud. A pesar de todo, siendo claro que deseaba ocultarme esta causa, intenté fingir que no había advertido nada.

—¿Sabía usted que había pedido los servicios de un detective?

—¿Un detective? —exclamó madame Renauld con viva sorpresa.

—Sí; este caballero..., monsieur Hércules Poirot —el aludido se inclinó—. Ha llegado hoy obedeciendo a una cita de su esposo.

Y, sacando del bolsillo la carta escrita por Renauld, se la entregó a la dama.

Ésta la leyó, al parecer, con sincero asombro.

—No tenía idea de esto. Evidentemente, él conocía bien el peligro que corría.

—Vamos a ver, señora. He de rogarle que sea franca conmigo. ¿Hay algún incidente de la vida pasada de su esposo en América del Sur que pudiera aclarar este asesinato?

Madame Renauld reflexionó profundamente, pero, por fin, movió la cabeza.

—No puedo recordar ninguno. Ciertamente, mi esposo tenía muchos enemigos, gente de la que había sacado provecho en los negocios, en una u otra forma. Pero no puedo recordar ningún caso determinado. No digo que no exista tal incidente; sólo digo que yo no me he dado cuenta de ello.