Yair asintió como un buen alumno, y Solomon pasó el bisturí desde la mandíbula hasta el esternón.
– Sácame del bolsillo de la bata otro chicle -dijo, dirigiéndose al cadáver, mientras hacía la incisión. Y el ayudante se apresuró a quitarse los guantes y a sacar del bolsillo de la bata de Solomon un paquete verdusco.
– ¿Alguien quiere? -preguntó el forense.
Nadie respondió.
– Después, cuando lleguemos al estómago, os arrepentiréis -advirtió Solomon-. Métemelo en la boca -le mandó a su ayudante-, vamos, métemelo por debajo de la mascarilla y ponte unos guantes nuevos -y eso hizo, mientras Solomon cortaba la piel morena del cuello y señalaba con una mirada de triunfo las vértebras superiores-. ¿Habéis visto? Rota, como os he dicho, y también la tráquea. Fracturada. ¿Habéis visto? -sin esperar respuesta ordenó-: Tenacillas -y el ayudante se apresuró a darle ahora las tenacillas grandes. Tras un minuto o dos Solomon extrajo una masa oscura del cuello y murmuró-: Abramos el esófago, ábrelo, pero con cuidado, ahí hay unas tijeras -señaló con el hombro hacia la bandeja-, coge las grandes, pero antes pésalo. Qué haríamos sin la inmigración rusa. Estaríamos perdidos -concluyó, y clavó la mirada en el ayudante-. ¿Os podéis creer que tenemos sólo cuatro médicos israelíes, y uno es una mujer? El resto, ayudantes y estudiantes, son rusos o árabes.
Michael no dijo nada.
El ayudante pesó la masa que había sido extraída de la garganta, le dijo a Solomon su peso y el forense le repitió el dato al micrófono. Michael seguía el movimiento de las tijeras, que estaban cortando el esófago, y las manos del ayudante, que lo abrían con cuidado y lo ponían sobre una bandeja de nirosta.
– Todo está bien -dijo Solomon, que también se inclinó sobre la piel abierta como una cortina y murmuró-: No hay masas, alteraciones tampoco -le explicó Solomon a Michael, como si nunca hubiera estado ahí, y Yair carraspeó desde detrás.
Entonces Solomon tocó el esternón. Michael, que estaba mirando hacia la mesa de operaciones, volvió a esforzarse en silencio por separar aquella imagen del cuerpo completo y de la vida que antes había habido en él. Si Solomon, cuyo enorme cuerpo estaba inclinado sobre el cadáver y cuya pequeña calva redonda brillaba en la coronilla, se hubiera girado, habría descubierto con gran satisfacción lo pálido que estaba el sargento Yair. Pero Solomon no se giró para ver en qué estado se encontraba el «niño» -así llamó a Yair cuando pidió por teléfono que no le mandaran «a ningún niño virgen que se le fuera a desmayar allí mismo»-, que se tambaleó por un instante mientras el forense hacía con el bisturí una fina incisión desde el esternón hasta la ingle. Después el forense practicó una incisión paralela y fue haciéndolas más y más profundas.
– Primero voy a cortar los cartílagos -explicó sin dirigirse a nadie en concreto-. ¿Has extraído ya una muestra del líquido cefalorraquídeo? -el ayudante asintió asustado, y sus ojos claros se movieron desde el cadáver hasta la cara de Solomon. Se dirigió rápidamente hacia la bandeja del instrumental y cogió un cazo, lo metió en el cráneo, sacó un líquido turbio y lo echó en un recipiente de plástico transparente. Después ajustó la tapa, puso la fecha y la hora y lo dejó a un lado.
– Ven, ayúdame a sacar esto -le dijo Solomon al ayudante-. Sabéis que todos los órganos internos, desde la lengua al intestino grueso, están unidos unos a otros, ¿no?
Michael percibió el dócil gesto afirmativo de Yair y pensó en las ansias que tenía el joven sargento de asistir a una autopsia.
– Es parte del trabajo, yo tenía que estar ahí desde el principio, pero tú dijiste que no hacía falta -insistió de camino, cuando Michael le avisó de lo que era ver un cadáver desnudo en la sala de autopsias.
– No se analiza sólo el cadáver -le advirtió Michael mientras encendía un cigarro, pensando ya en la superficie metálica, desnuda y brillante, y en el cuerpo rígido tendido allí, desprendiendo un olor agobiante y putrefacto-, sino también todo lo demás. Fuera, en el césped, todo es bonito y en la planta baja también, pero si desciendes unos cuantos tramos de escalera hacia el sótano, ves todos esos cadáveres tendidos allí, esperando la autopsia, y no siempre están tapados.
– He visto muchas vacas y yeguas, créeme, no es fácil ver a una yegua que has criado estirar la pata y morir. ¿Qué crees, que no estuve en las autopsias para ver lo que les había pasado?
En un tono paternalista Michael observó que había una significativa diferencia entre los animales, por muy queridos que fueran, y las personas.
– Ni siquiera la conocía cuando estaba viva -insistió Yair.
Michael dudó si debía seguir o no, pues tarde o temprano el sargento tendría que asistir por primera vez a una autopsia. Y, a pesar de todo, se oyó a sí mismo decir:
– Empiezas a imaginarte a ti mismo por debajo de la piel -y en un tono paternalista intentó explicárselo al chico, que tenía exactamente la misma edad que su hijo-, no puedes permanecer indiferente a eso.
– ¿Por qué hay que permanecer indiferente? -se sorprendió Yair-, no hay que permanecer indiferente, ¿qué es eso de permanecer indiferente? Por supuesto que eso te afecta, y más siendo una chica joven. Si afecta, es que tiene que afectar, es normal. Nadie se muere porque algo le afecte.
La sencillez de esas palabras hizo callar a Michael y rememorar sus primeros años en la policía, durante los cuales tenía que esforzarse una y otra vez por «mantener el tipo» en las autopsias, y sobre todo durante los primeros minutos. La extraña concentración, la curiosidad casi científica a la que se obligó al final, tenía que ver con su lucha encarnizada por lograr que nada le afectase y alejar de él todo sentimiento lo más rápidamente posible. Las palabras de Yair y su forma de ver el mundo con ojos inocentes y sinceros le sorprendió, y se preguntaba cómo había llegado un chico de campo como él a ser detective. Dos veces se lo había preguntado a él directamente, y a Yair le había resultado difícil explicarlo. En respuesta a las preguntas que Balilty le hacía con su habitual delicadeza -«¿por qué no te quedaste en vuestra finca?», «si eres tan buen agricultor, ¿por qué no estudiaste agricultura?»- Yair contestaba con una sonrisa de ensoñación, que ensanchaba su cara bronceada y empequeñecía sus ojos marrón oscuro. «Las cosas han salido así», era lo máximo que decía, encogiéndose de hombros.
Al oír esa respuesta Balilty resoplaba, como diciendo, «eso no es una respuesta». Y Yair volvía a sonreír y se callaba.
– Ese Buda agricultor tuyo está un poco ido -dijo una vez Balilty en una reunión del Equipo especial de investigación, nada más salir Yair de la sala por café.
– Es un cielo -dijo entonces Tzilla-, es estupendo.
Eli Bahar le clavó una mirada penetrante.
– ¿Estupendo? ¿Qué tiene de estupendo? Todos podemos callarnos, sonreír y mirar así, ¿qué tiene de estupendo? -preguntó Balilty.
Tzilla se rió, movió la cabeza de forma seductora y los largos pendientes de plata que llevaba tintinearon.
– Tenéis envidia, eso es lo que os pasa -aseguró Tzilla.
– ¡Envidia! -dijo Balilty con desprecio-. ¿Qué hay que envidiarle? ¿Es que yo soy tu marido o qué? -señaló con la cabeza a Eli Bahar-. Él puede tener toda la envidia que quiera, para eso es tu marido, ¿pero yo? Qué tengo yo que envidiarle a un niño que nunca se ha movido de aquí, que no conoce nada ni ha visto nada. Qué hay que envidiarle, dime.
– Precisamente eso, su inocencia -dijo Tzilla-. Precisamente eso, que lo plantea todo de otra forma.
– Se le pasará -aseguró Eli-, créeme, en un año o dos, e incluso antes, bastan una o dos visitas a Abu Kabir, basta con que se presente una vez en una cola con sus hijos y después con su mujer. Con que vea una vez una familia quemada perderá de golpe esa alegría de vivir y esa inocencia.