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– ¿La hija de los Rosenstein ha llegado ya? ¿Han hecho ya la prueba?

– Ha llegado, la han hecho -contestó-, pero no se sabe en un día, el ADN requiere varios días.

– ¿Y los padres de Zahara han accedido a compararlo con…? ¿Están colaborando con eso?

– Han accedido, al final han accedido -suspiró Michael al recordar las súplicas del abogado Rosenstein y la cara rígida de Neimá Bashari.

– ¿Cuánto apostamos a que no es su hija? -dijo Ada, y no sonrió-. Estoy segura de que no es su hija.

– Ante tal certidumbre no tengo nada que decir -respondió Michael-. Ni siquiera la has visto, no has visto a nadie, ni a Neimá Bashari, ni a los Rosenstein ni a Tali Rosenstein, ¿cómo puedes estar tan segura?

– Lo sé. Y no se trata de algo místico -dijo Ada-: tú mismo me hablaste de la diferencia de fechas, una nació en enero y otra en abril, ¿no?

– Creo -dijo Michael en tono pensativo- que lo que te molesta es el orden, el orden exagerado; que haya tanta proximidad entre esas historias cruzadas, como si todo casara demasiado bien.

– ¿Entonces, según tú, es casual? -preguntó Ada.

– No se trata de eso -respondió Michael-, sólo pretendo decirte que aunque todas las casualidades se encontraran de repente, eso no querría decir que hay «una mano divina» o algo así. También lo que parece orden es desorden, y lo que parece tener forma es informe. Y ella puede ser la hija de los Bashari y tampoco eso significaría nada.

Le miró atentamente, movió la cabeza y le tocó el brazo.

– ¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que los americanos lo detengan? -preguntó Ada.

– Eso puede durar meses -dijo Michael-. Pero puede que la visita de su padre allí, a Baltimore, y la conversación con los padres de esa tal Michelle lo aceleren todo. Tal vez el padre se enfrente a él por una vez en su vida, se enfrente de verdad, se ponga delante de él y…

– El fundamento de la angustia -dijo Ada sin apartar la vista del obrero, que en ese momento estaba en la acera llevando sin ayuda una caldera oxidada, con pasos precavidos y la cabeza inclinada-, el fundamento de la angustia es el miedo -se pasó los dedos por el cabello oscuro, suave y corto-, porque hay padres que temen a sus hijos, desde el principio, incluso cuando son bebés, y les transmiten ese miedo en la forma de tratarles. Los padres que temen a sus hijos son más peligrosos que los padres que los abandonan. En mi opinión, sin duda alguna. ¿Tú temes a tu hijo?

– A veces -reconoció Michael-, cuando era pequeño, después de divorciarnos, cuando me lo llevaba… a veces lloraba, y yo… me asustaba. Pero lo superé.

– Él, Efraim Benesh, le temía y le mimaba. Mimaba a su único hijo. Él le corrompió.

– No lo hizo solo -dijo Michael-, temía más a su mujer. Ella era la mimadora oficial en la casa, y no sé si le temía o simplemente se negaba a darse cuenta de qué clase de hijo estaba criando.

– No puedo pensar en algo más terrible -dijo Ada, y se estremeció-; no puedo ni imaginarme lo que tiene que sentir una persona al verse a sí misma acusando a su hijo ante la policía; y mucho menos lo que tiene que sentir una persona al saber (y no cambia nada si es hijo único o se tienen otros tres) que su hijo ha asesinado a sangre fría. Pero no dejo de preguntarme si… Qué haría yo si…

– Eso no habría cambiado nada -dijo Michael, y se encendió un cigarro. Una larga escalera de madera estaba en el centro de la habitación, apoyada en el borde de la abertura que habían hecho en el techo, y los obreros pasaban delante de ellos antes de subir por allí hacia el desván. El obrero de más edad, que ya se dirigía hacia la escalera, miró la mano de Michael y este le ofreció el paquete-. ¿Quiere? -preguntó Michael, el hombre sonrió y con mucho cuidado sacó un cigarro, se lo agradeció con la mirada y esperó a que Michael le diera fuego. Después dio una larga y ávida calada, tosió, y se dirigió hacia la escalera, donde se detuvo un instante antes de empezar a subir-. Nada habría cambiado, eso no habría cambiado nada, porque de todas formas estaban los resultados del ADN. De todas formas era evidente que el niño era suyo y ya estaba claro que su coartada… Que no tenía coartada…

– Y esa historia con su madre y con su prometida y todo eso -dijo Ada-. La madre ni siquiera esperó hasta el juicio, nada.

– Así son las cosas -reflexionó Michael en voz alta-, el padre decía que se metería una bala en la cabeza, que se tiraría con el coche por un precipicio, y al final fue ella. Debes saber que quien calla es quien… ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Ponerle vigilancia? Ni se me pasó por la cabeza…

– ¿Crees que lo ha hecho porque lo sabía? -preguntó Ada-, ¿porque no podía vivir sabiendo eso?

– Quién sabe -dijo Michael-, no ha dejado nada, ni una carta, ni una nota. Pero yo creo que ha sido por otra cosa. Yo creo… -miró por la ventana-. Hay pájaros en ese algarrobo -susurró.

– ¿Qué es lo que crees? Has dicho que creías algo, no te detengas ahora -exigió Ada.

– Es sólo una idea -titubeó-. Creo que habría podido soportar saberlo si sólo ella lo hubiera sabido, si nadie más hubiera tenido conocimiento de eso. Creo que comprendió que también su marido lo sabía, y supo o intuyó que él no lo pasaría por alto. Comprendió que Efraim Benesh hablaría; y aunque no hablara, creo que el simple hecho de saber que él, su marido, sabía que ella lo sabía fue suficiente. Con esa deshonra compartida ella no podía vivir. Me has preguntado lo que pensaba: eso es lo que pienso. ¿Cuánto tiempo hay que seguir esperando al capataz?

– Llegará enseguida -aseguró Ada, sacudiéndole el brazo-. Te has ensuciado con el yeso -volvió a sacudirle el brazo, después se puso de puntillas, le acarició las mejillas y le miró con ojos tiernos-. ¿Qué pasa, tienes prisa?

– No, no tengo prisa -dijo Michael-, pero tengo un hambre terrible. Llevo dos días comiendo en la cafetería del hospital, ha llegado el momento de una comida en condiciones, ¿no? Desde aquella noche que estuvimos en el restaurante con Shorer no hemos comido como es debido. ¿Qué dices? ¿Te apetece algo en especial?

– Pues sí -dijo Ada bajando la mirada-, pero eso retrasaría un buen rato la comida.

Aplastó con el tacón la colilla del cigarro.

– ¿Qué? Di exactamente lo que quieres -dijo, y la miró sonriendo.

– No es lo que estás pensando -se rió-, no va por ahí -y los dos miraron un instante el mirlo, que alzó el vuelo desde el algarrobo cuando la caldera golpeó en el suelo de la camioneta.

– Quiero conocer a tu hijo. ¿No crees que ha llegado el momento de que me lo presentes?

– Ha llegado -dijo Michael-, también ese momento ha llegado.

Batya Gur

***