– Él ya ha visto cosas así -recordó Tzilla-, no olvides que fue él quien encontró a la niña a la que aquel maníaco dejó tirada en el wadi con todos esos signos de violación. Y qué cambio he apreciado en él. Sólo que se ha vuelto más triste y…
Entonces volvió Yair a la sala con una bandeja de plástico llena de vasos de cristal con café, leche y azúcar, y con la mirada orgullosa de quien ha conseguido superar todas las dificultades.
– Le he prometido a Jana, la de la cafetería, devolverle todo esto cuando terminemos, porque no tiene suficientes vasos -explicó Yair al dejar la bandeja, y a Balilty le dijo satisfecho-: Y a ti te he conseguido hasta un azucarero, aunque no dejan sacarlo de la cafetería.
Michael evitó expresar su opinión al respecto. Le parecía que era su afecto por el joven, y no el de Tzilla, lo que despertaba la envidia de Eli Bahar, que por lo general se llevaba bien con los del Equipo especial de investigación (excepto con Balilty, por supuesto, pues una eterna enemistad se interponía entre ellos y cada caso era tan sólo un alto el fuego temporal). Eli Bahar, que era completamente leal a Michael, sobre todo desde que le hizo partícipe de sus dudas sobre si casarse con Tzilla -incluso se empeñó en que fuera Michael, y no el padre de Tzilla, el padrino de sus dos hijos-, nunca consiguió disimular sus sospechas sobre quiénes pretendían arrebatarle el puesto. Michael le miraba mientras removía y removía el café solo, con la barbilla apoyada en la mano izquierda y los ojos verdes clavados en un punto invisible. Era sorprendente pensar que un inspector experimentado como Eli Bahar viera en el nuevo sargento una amenaza para su posición.
Desde el primer momento Michael le tomó un gran cariño a ese joven, tal vez por su mirada ávida, excepto cuando se encerraba de pronto en sí mismo, y tal vez precisamente por lo extraño que era, por su sosegada ingenuidad y su meditada forma de sacar a colación extrañas comparaciones del terreno de la agricultura para ejemplificar algún problema policial. Incluso en ese momento, mientras miraba el cuerpo, no había en sus tiernos ojos marrones ningún signo de repugnancia ni de sentirse afectado, tan sólo una especie de pena íntima y callada. Ni siquiera a Shorer le había hablado de su afecto por ese chico, pues temía que le volviera a decir, igual que cuando le presentó a Yair, «pero no se parece en nada a Yuval, ¿te has dado cuenta? Tu hijo se parece a su madre, y este chico, ¿no será que te recuerda a ti cuando eras joven? Todos me dicen lo mucho que se te parece. Puede ser que tenga algo, la altura, los ojos, e incluso las cejas, pero la forma de la cara es completamente distinta, no tiene esos pómulos tuyos…». Michael, a quien esa forma de expresar unos sentimientos casi paternalistas le pareció una enorme simpleza, protestó. Él pensaba en Yair como en un alumno, un alumno del que se podía aprender algo sobre la ingenuidad sin sentimentalismo. La naturalidad con la que Yair asimilaba su nuevo mundo, la curiosidad y la naturalidad con que se relacionaba con todos -ni siquiera hacia Balilty albergaba sospechas, y no hacía el menor caso de las manifestaciones hostiles de Eli Bahar- conquistaron su corazón, como si la sola presencia de Yair en el Equipo especial de investigación fuera un consuelo.
– Mi padre quería -le dijo una vez- que buscara algo nuevo, distinto, por si acaso, porque aquí no hay futuro en la agricultura y es evidente que no podremos vivir de ella. Es imposible subsistir de eso, con tanta sequía y tantos años de extremo calor, con los trabajadores extranjeros y todos los problemas con la propiedad de la tierra. Al principio fui a la universidad, pero no sabía lo que quería, es decir, quería estudiar veterinaria, pero aquí no se puede, y no quería estudiar en Holanda o en Suiza. No quería irme de aquí. Me gusta… da igual, no quería. Tampoco se podía desde el punto de vista económico. Entonces estudié una diplomatura general y empecé criminología, no sé por qué, quizás porque ¿qué podía hacer con una diplomatura? ¿Qué trabajo se puede encontrar con eso? Y precisamente entonces me dijo un amigo que vosotros estabais buscando gente y que el trabajo era interesante, y simplemente le di una oportunidad a eso -sólo a Michael le contó esas cosas, pero ni siquiera a él le habló de su vida en Jerusalén durante la semana; los fines de semana volvía al campo, a casa de sus padres.
Y pese a todo, en ese momento palideció frente al cadáver y retrocedió, y, cuando salió con paso rápido de la sala de operaciones, se apretó la mascarilla contra la cara. También Michael sintió esas náuseas conocidas, cuando pusieron los cubos a los pies del cadáver y Solomon y su silencioso ayudante abrieron completamente el vientre y, entre los dos, sacaron de allí los órganos, como quien arranca un ancla de su larga y pesada cadena. Los pusieron en una gran bandeja y enseguida el olor putrefacto del cadáver impregnó por completo la habitación y se filtró también por la mascarilla que se había apresurado a ponerse. Frente a la muerte, que se engrandecía en la sala y penetraba por todos los poros de la piel, de qué servían la preparación mental y los métodos de evasión (una mujer que conoció una vez, una pintora aficionada, le contó cómo permaneció junto a la cama de su madre agonizante, a quien le habían amputado las piernas a causa de la diabetes, dibujando a lápiz en una libreta todos los detalles del muñón). Yair volvió a la habitación en silencio, se secó la cara, que se había puesto grisácea, con el dorso de la mano y miró con temor al forense, que seguía absorto en su tarea.
El corazón, rojo y húmedo, fue colocado en la balanza y pesado. Después el ayudante se lo llevó a Solomon, quien lo cortó y analizó las cámaras y cavidades.
– Absolutamente normal, hubiera vivido cien años -murmuró Solomon. Los pulmones también fueron colocados uno tras otro sobre la superficie de nirosta-. Tampoco aquí hay nada especial -concluyó-. Vamos a analizar el estómago. ¿Has puesto el cubo?
En el silencio que se prolongó un buen rato se oían las gotas de los jugos gástricos caer en el cubo de plástico negro.
– Según esto, ocurrió antes de lo que creíamos -dijo Solomon levantando la cabeza-. ¿Qué me dijisteis antes sobre el cajero automático?
– Hay un fragmento de un recibo de las diez de la noche -dijo Michael enseguida.
– Según lo que yo veo aquí -Solomon señaló el interior del estómago-, a las diez de la noche ya no estaba entre nosotros.
– Entonces, ¿cuándo?
– A las seis o a las siete, diría yo, no más tarde. No olvides que tenemos horario de invierno, en octubre a las cinco o cinco y media ya es de noche, ¿me entiendes? Y allí ya lo vimos, el desván ese estaba como la boca del lobo, y la temperatura ya había bajado. Estamos en octubre.
– Pero el recibo -dijo Michael pensativo-, el recibo del cajero. Eso quiere decir que…
– Eso ya es trabajo vuestro, no mío -observó Solomon satisfecho-, y permíteme que te recuerde que no es nada nuevo, las personas no tienen por qué estar vivas para que saquen con sus tarjetas dinero del cajero.
– Sí -pensó Michael en voz alta-, el papel estaba en el bolsillo de su abrigo y aún se podía ver la hora. Pero puede ser que fuera la cuenta de otra persona, o que fuera alguien que sabía su número secreto. ¿Cuánta gente se sabe el número secreto de alguien?
– No mucha -convino el forense.
– Lo que quiere decir -añadió Michael- que alguien salió de allí hacia las diez, sacó dinero y volvió y metió el recibo en su bolsillo.
– ¿Eso te parece razonable? -le preguntó Yair.
– Como ya he dicho -se apresuró a contestar Solomon-, ese no es mi campo, gracias a Dios. Yo no me dedico a las conjeturas, sólo a los hechos. Y esto -señaló el estómago, que estaba sobre la bandeja-, sencillamente, es un hecho.