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¿Por qué estaba Zahara tan enfadada con él? Todo lo que quería era convertir el edificio en ruinas en un centro social donde también se organizaran actos culturales y celebraciones familiares. Habían sido necesarios muchos esfuerzos para vencer la oposición de los que rezaban habitualmente allí, pues no veían con buenos ojos el poder ashkenazí; y tuvo que hacer todo tipo de maniobras, con paciencia y diplomacia, para lograr que dieran su consentimiento; «los americanos y los franceses», les aseguró, «no son ashkenazíes normales, no son como los veteranos de Polonia y Rusia, ni siquiera son ashkenazíes»; insistió, y hasta llegó a utilizar para apoyar esa idea el nombre de su padre, una persona muy querida en la comunidad, cuya indiferencia se interpretó afortunadamente como una postura favorable. Cumplió todas sus promesas: prometió restaurar el edificio y «hacer de él un palacio», y en esos momentos, cinco años después, aunque no era un auténtico palacio, nadie podía negar que había sido reconstruido espléndidamente; prometió que el edificio sería «una casa para todos los vecinos del barrio», y era cierto que casi cada tarde se organizaban actividades culturales o sociales, como en el centro social de Rehavia o en un buen centro cultural. Incluso en esos momentos, cinco años después de haber convencido a la docena de veteranos que rezaban allí de que le apoyaran, no podía evitar suspirar cada vez que recordaba cómo había logrado arrancarles su consentimiento, tanto porque era de familia yemení como porque los años les habían enseñado que no había que resistirse a los cambios que transformaban la fisonomía del barrio.

Y cómo podía Zahara acusarle a él -¡a él!- de «indiferencia social», después de haber dedicado casi todo su tiempo libre a la restauración y hasta de haberse asignado de buen grado el puesto de administrador e incluso de haber accedido -sin dejar traslucir su gran pasión por cantar- a hacer las veces de cantor sinagogal en Yamin ha-Noraim. Y después de todo eso Zahara le acusaba de pragmático. Realmente era una acusación difícil de entender, pues, a fin de cuentas, ¿qué era lo que él quería? ¿No era estrechar los lazos entre los vecinos lo que quería? Y si era un barrio donde a priori todos se conocían, ¿por qué no integrarlos a todos en una misma comunidad? Sencillamente era difícil creer que alguien que quería cambiar algo se tropezara con tantos obstáculos; obstáculos como el rabino Stiglitz, por ejemplo, que llegó al barrio desde el ultraortodoxo Kryat Matersdorf. Uno podía perder los estribos al toparse con la insensatez del ministerio encargado de los asuntos religiosos y de la alcaldía de Jerusalén, que les enviaron a un rabino como ese que ignoraba por completo el espíritu especial del lugar, y no permitía a cualquier judío, siempre y cuando fuera creyente, participar en la experiencia religioso-cultural que ofrecía la sinagoga del barrio. ¿Acaso no había llegado el rabino Stiglitz una hora antes y había informado de que la sukká, en cuya construcción y adorno habían trabajado todos con los niños desde que acabó Yom Kippur, no era apta para los observantes? ¿Y por qué? Porque sólo la mitad de la sukká estaba cubierta, y por eso un judío creyente no podía sentarse dentro.

«Un buen creyente», sentenció el rabino Stiglitz, «no puede sentarse dentro de una sukká no apta». Y en esos momentos, a las dos de la tarde, dos horas antes de que empezase la fiesta, quién iba a ser capaz de poner una techumbre a la mitad del techo que había quedado expuesta al cielo. Y no era sólo la techumbre lo que faltaba, el rabino Stiglitz ese también criticó el proyecto artístico y recordó de pronto que «una voz de mujer es impura». Menos mal que Zahara, al no llegar con puntualidad a la cita, se había ahorrado todo eso.

Ese día todo irritaba a Netaniel Bashari. Cuando estaba delante de la sukká, mientras el rabino inspeccionaba la techumbre, vio a Linda en aquel flamante Rover plateado que sabía perfectamente a quién pertenecía; y al instante salió Moshé Abital, abrió la puerta del copiloto, le tendió la mano como un caballero y le llevó las bolsas de la compra hasta la puerta de su casa. Se podría pensar que una mujer divorciada era un bien sin propietario, y que cualquier blenorrágico o leproso podía pegarse a ella. Y cómo le tomaba el pelo con sus modales de caballero, ese Abital, un marroquí disfrazado de francés, un mujeriego sin responsabilidades. Y cómo le miraba Linda, a ese Abital-Abutabul, con ojos agradecidos, y cuando vio a Netaniel en la puerta de la sinagoga le saludó con su brazo blancuzco rebosante de alegría, como si fuera un simple conocido. Y él, Netaniel, estaba allí enfrente, con el rabino Stiglitz, rabiando al ver la puerta marrón cerrarse de golpe tras ellos, mientras avanzaban por el patio hacia la casita de tejado plano. Cuántas veces le había advertido a Linda que no confiara en alguien que se cambia el nombre, de Abutabul a Abital; sólo con pensar en eso le daban náuseas. Uno va y se cambia el nombre, de Abutabul a Abital, y se presenta como francés. Y a él, Netaniel, que ni siquiera se había planteado nunca cambiarse el nombre, su hermana le acusaba de ashkenazizarse. ¿Y Linda? Con qué facilidad desoyó sus advertencias, cuando todos los lobos empezaron a merodear alrededor de su casa el mismo día en que se separó de aquel ruso borracho. Cómo se rió entonces y le dijo que esperaba que no estuviera celoso, como si no hubiese oído la historia de Abital, que destruyó por completo el matrimonio de los Shalev, como si no hubiera visto a Abigail Shalev andar por las noches con el Abital ese, mientras su marido trabajaba día y noche, solo, en el estudio de arquitectura, en el proyecto del nuevo Hilton.

Por culpa del rabino Stiglitz, que miró primero el coche y luego a su interlocutor, Netaniel se quedó parado y no cruzó la carretera, ni abrió la puerta ni fue tras ella a su casa, como se había acostumbrado a hacer durante los últimos meses en circunstancias similares. Por la mirada que le dirigió el rabino podía deducirse que también le habían llegado rumores sobre el último escándalo del barrio. Lo originó Agar una noche antes de Año Nuevo, cuando aporreó la puerta de hierro marrón y le llamó a voces. Nadie le abrió, y no se pudo asegurar que Netaniel estuviera de verdad en casa de Linda. Pero después, en vez de «aclararlo todo», como le prometió a Linda que haría a la primera oportunidad, y como cabría esperar de un hombre decente, se encontró apaciguando a su mujer con el ceremonioso juramento de que sólo había salido a dar una vuelta porque no podía conciliar el sueño. Y para que la historia fuese creíble, le contó también que se había encontrado por casualidad con David Baruj, su amigo de la infancia, y que se enfrascaron en una conversación nostálgica que se alargó bastante porque del pasado pasaron a hablar del futuro. En esos momentos, mientras esperaba a Zahara, sonaban en sus oídos los comentarios venenosos de Agar, que aseguraba que jamás se perdonaría haber consentido que estudiase historia, y menos historia rusa, en vez de aprovechar las buenas oportunidades que se le presentaron cuando los dos terminaron el servicio militar. («Todo porque estabas ocupado en no-ser-yemení, porque, si no, ¿cómo se explica el campo que elegiste?» Y al instante expresó sus viejas quejas sobre «la fatal renuncia» a estudiar economía. «Hoy podrías ocupar un alto cargo en el Banco de Israel o tener una empresa de informática, y todos nuestros problemas se solucionarían», eso dijo, con la intensidad de una discusión mañanera que empezó con la pregunta de a quién le tocaba hacer las compras para la fiesta.)

Agar fue quien animó a Zahara a mantenerse firme en sus proyectos y quien se puso de su parte en la última discusión, y para vencer no dudó en poner en contra de Netaniel a los miembros de la comunidad y movilizar incluso a las mujeres del Comité a favor del otro, quienes le pidieron insistentemente que permitiera a Zahara cantar durante la celebración canciones tradicionales yemeníes. Cada vez le fastidiaba más el sueño yemení de Zahara, pues era completamente contrario a los avances por los que él había trabajado, es decir, que la sinagoga del barrio fuese un crisol que derribara los muros que separaban a las distintas comunidades. Era muy extraño, realmente extraño -volvió a mirar el reloj y la calle casi vacía-, que una chica joven, capaz y guapa como Zahara llevara ya varios años dedicándose a investigar el pasado de su familia. Y con la voz que tenía, en vez de acceder a las insistentes propuestas de los empresarios musicales, que la habían oído y le habían hablado de una aparición en solitario y de un disco, se empeñaba en cantar canciones del Yemen, país que nunca había visitado y del que sólo sabía lo que había aprendido de su abuela, que cantaba en las fiestas y celebraciones familiares. Era difícil no ver en eso un desacuerdo -e incluso una profunda rebelión- con su forma de vida e incluso con él mismo. Era gracioso que Zahara hubiera aprendido precisamente de su mujer a tocar una y otra vez el punto débil de Netaniel, y a lanzarle invectivas aprendidas de Agar sobre sus intentos de ashkenazizarse. Justamente Zahara, a quien de hecho él había criado, a quien había contado cuentos durante horas cuando era pequeña y ayudado a hacer los deberes cuando creció, con quien había hablado largo y tendido de temas importantes para que sus ojos se desviaran del camino evidente que le mostraban sus padres -la única meta de la mujer era, para ellos, casarse y tener hijos-, justamente ella empezó de repente a husmear en todas las historias familiares que él intentaba alejar y enterrar. Cada vez que intentaba decir que «en nuestros días no significa nada pertenecer a una determinada comunidad», Zahara reaccionaba con rabia e insistía en que su propia vida y su posición eran el perfecto ejemplo de lo contrario; sí, porque ¿qué precio se le había exigido a él para «trepar por los peldaños de la sociedad israelí»? -así, con gran sorpresa por su parte, se expresó-. Ni más ni menos que la pérdida sumisa de sus raíces.