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– A lo mejor mis padres tienen razón -le dijo a Linda después de aquella cita-, a lo mejor hay que encontrarle un chico que la calme: le hierve la sangre. Que se case y tenga hijos y deje de decir sandeces.

– Cómo puedes hablar así, Netaniel -protestó Linda, llevándole la contraria, y le explicó que lo que tenía que hacer era hablar con Zahara seriamente sobre la Universidad de Indiana, y recordarle lo penoso que sería echar a perder todo ese talento.

– Penoso no es la palabra -dijo Netaniel en tono pensativo-, es un delito desperdiciarlo así.

Entonces Linda decidió que había que hablar con su padre y que, si no accedía a costear los estudios de Zahara, habría que pedir un préstamo. En el fluido inglés en el que empezó a hablar dijo que el problema era que sus padres no estaban dispuestos a separarse de su niña, pero era evidente que no se le podía permitir seguir viviendo con ellos. Estaba más claro que el agua. Porque ellos la volvían loca, y últimamente ni siquiera Linda, que era la persona que estaba más unida a Zahara, conseguía ya hablar con ella, estaba como poseída. Si no fuera por todo ese farfulleo sobre los yemeníes, se podría pensar que Zahara estaba viviendo un amor imposible o que tenía un lío con un hombre casado; y pensándolo bien, sí, estaba empezando a creer que realmente era así, que tenía algún amor imposible y lo estaba ocultando.

Precisamente gracias a Zahara comenzó la relación entre Netaniel y Linda. A los trece años, cuando Zahara aún era una gordita torpona, con el pelo siempre alborotado y la barbilla plagada de acné, cuidó durante un verano por las mañanas a los mellizos de Linda y se enamoró de ellos, pero más aún de la madre. Linda fue la primera en referirse en serio a su talento musical, por lo que, a mediados del verano, fue a ver a Netaniel -«porque con tus padres no es fácil hablar», dijo con ese acento que arrastraba las erres- y se prometió a sí misma que no desistiría hasta que mandaran a la niña a un buen profesor, porque «un talento así no se encuentra todos los días».

Entonces Netaniel vio por primera vez esa mata de rizos pelirrojos, la luz azul que salía de sus ojos, sus brazos redondeados, sus piernas, de las que su largo vestido dejaba ver sólo un poco, y todo ello sumado a su generosa bondad. Una noche, después de verla salir al atardecer de la tienda de Nasim, en la carretera de Belén, y después de jugar con sus hijos, cenar con ellos e intercambiar unas palabras con su mujer, soñó con ella. En el sueño la tienda era una explanada redonda y en el centro había un pequeño estanque o una fuente o un pozo o un gran depósito o puede que un tonel como esos que se utilizaban durante el asedio de Jerusalén, y Linda estaba allí con su largo vestido y tenía en la mano una jarra de barro o un cántaro lleno de agua. Cuando se acercó a ella y le tocó la cara, ella sonrió y le acercó el jarro a la boca. Netaniel Bashari, que muy raras veces recordaba sus sueños, se despertó de ese sueño con una extraña sensación de resplandor, y comprendió que se había enamorado. Y al sorprenderse de haber podido soñar una escena bíblica tan romántica, recordó que él mismo había definido una vez la tienda de Nasim como un pozo de barrio alrededor del cual se congregaban los vecinos para intercambiar noticias del barrio o del país.

Cinco años atrás la llevó al viejo edificio de la sinagoga para compartir con ella su sueño. Ella se quedó impresionada por la simetría clásica de las ventanas rectangulares, cuyos marcos estaban destrozados, por la altura del techo y por la puerta antigua.

– Nunca me había fijado, es pura Bauhaus -dijo Linda, y entonces él le acarició su suave y lechoso brazo y también le confesó lo atraído que se sentía hacia ella.

Esa visita llevó a una relación continuada, y el sentimiento de culpa que le producía se alternaba con escalofríos de miedo cada vez que pensaba en el futuro y en su creciente dependencia de Linda. Pero como no le presionaba para que cambiase de vida ni le pedía nada, ni siquiera con insinuaciones, él no sabía si tenía celos de su mujer o si quería vivir con él. Muchas veces se preguntaba si su hermana comprendía el tipo de relación que tenían y su participación en ella, pero Linda esquivaba esa pregunta riéndose, pronunciaba un breve discurso sobre la discreción que todo intermediario debe tener y le preguntaba si no quería que hablase de eso con Zahara.

Al acercarse vio en la puerta de la sinagoga un letrero de cartón con dos líneas escritas a mano que anunciaban que, debido a la situación, se cancelaba el mercado de campesinos y no se pondría, como estaba previsto en Sukkot, en la explanada de atrás. Tal vez realmente fuera preferible -siguió con los ojos clavados en el letrero- que Zahara no cantase esa noche; de todos modos muchos se quedarían en casa por miedo a atentados, y los que acudieran a rezar tampoco estarían de buen ánimo. Era mejor que cantase una semana más tarde, en la fiesta de Shimjat Torá, pues a lo mejor para entonces ya se habría calmado la situación y habrían terminado los tumultos. El algarrobo del patio parecía enfermo, pero en vez del diagnóstico dado por Neta, la jardinera que se ofreció voluntaria para aconsejarles, le salió la palabra «lepra», y, al oír su propia voz, se estremeció y entró en el edificio.

Se detuvo ante el armario que contiene la Torá y miró las bolsitas de golosinas colocadas delante de las puertas. Así se debe mostrar que la vida tiene tradición y armonía, que se pueden preparar en la sinagoga bolsitas de golosinas para los niños, para honrar la fiesta, ponerlas a los pies del armario que contiene la Torá junto con manzanas rojas y brillantes, y banderines que los niños agitarán alrededor de los textos sagrados. Se inclinó y cogió el primer banderín del montón y, sin darse cuenta, abrió la ventana de cartón y tocó la purpurina dorada y plateada que apareció allí: estaba esparcida sobre el dibujo de un niño con kipá que tenía una pequeña Biblia en la mano, y Netaniel se preguntó qué tenía que ver ese niño con los niños que le verían después, esos que atesoraban con gran pasión cromos de pokémon. Después se dirigió hacia la zona de las mujeres, corrió las cortinas de encaje que separaban las dos salas, unas cortinas con mariposas doradas bordadas, hechas también por voluntarias, y tapó las pequeñas ventanas una tras otra. Unas horas más tarde el edificio estaría atestado de gente y los hombres sacarían sus Biblias del armario, bailarían con ellas en círculo y subirían a los niños a hombros, y las mujeres, que entonces descorrerían las cortinas de separación, los mirarían con caras resplandecientes. De todas las fiestas judías era Sukkot la que más le gustaba, tal vez por el recuerdo de su padre llevándolo a hombros y el recuerdo del banderín de cartón pintado con la manzana clavada en el palo, y también porque recordaba el dulce sabor del aire otoñal cuando salían y volvían a casa; entonces él y sus hermanos pequeños llevaban cazos y fuentes de cobre a la sukká que olía a cidras (todos los años les llevaba su padre al mercado a buscar cidras kosher). Su abuela los seguía, ayudada por su bastón, y vigilaba que no se les cayese nada de las manos, ni a ellos ni a su madre, que siempre hacía su dulce favorito: carne de membrillo.

Desde la calle Naftalí, que estaba vacía, le llegó ese fuerte y profundo aroma de los algarrobos en flor que recordaba desde pequeño, y desde la esquina de la calle de la Estación volvió a observar la puerta marrón en la tapia de piedra y miró el reloj: dudó si llamar a la puerta de la casa de Linda (la llave la usaba únicamente cuando sabía que estaba sola) y preguntarle si sabía dónde estaba Zahara. Pero el Rover plateado de Moshé Abital aún estaba aparcado delante de la casa y, como no quería parecer un enamorado receloso, tampoco llamó por teléfono. A sus padres tampoco los quería llamar para preguntarles por su hermana, pues una pregunta así sólo conseguiría preocuparles y, además, se había dejado el teléfono móvil en casa. Por tanto, empezó a subir por la calle Shimshon hacia la carretera de Belén y entró en la carnicería del barrio, pues se acordó de la cena que iba a preparar Agar para la fiesta y de su promesa de que él se encargaría de comprar la carne.