Nada más entrar le dijo Moshé, el mayor de los carniceros, que la tienda estaba cerrada y se apresuró a cerrar la puerta.
– También nosotros tenemos una fiesta que preparar -refunfuñó mientras se dirigía lentamente hacia la cámara frigorífica. Una gruesa pulsera de oro brilló en la muñeca del hermano menor cuando levantó un cuchillo de carnicero sobre una pata de cordero. Esperó un momento a que el cliente hiciera un gesto de conformidad y con mucha destreza empezó a cortar la carne. El cliente se giró para ver quién entraba. La mirada de Efraim Benesh se clavó en Netaniel, pero de inmediato apartó la vista. Tampoco Netaniel se quedó mirando a Efraim Benesh, sino que, por el contrario, tuvo el impulso de salir de la tienda. Pero, a pesar de todo, permaneció allí, y por el rabillo del ojo vio cómo Benesh seguía la mano del joven carnicero, que quitaba con ágiles movimientos la capa de grasa de la carne, y entre corte y corte criticaba los mítines israelíes y a los del Ministerio de Asuntos Exteriores, a quienes ni se les pasaba por la cabeza presentar de una forma positiva al país, y eso después de tanta contención ante las provocaciones de los palestinos.
– Mira lo que hace Arafat -dijo Yosef, el carnicero, mientras quitaba los pedazos blanquecinos de grasa-, mira cómo utilizan esa fotografía del niño al que dispararon. Créeme si te digo que mandan a sus hijos a la muerte sólo para poder fotografiarlos y distribuir las fotos por todo el mundo. Te voy a dejar un poco de grasa, porque si no la carne quedará seca y la señora Clara me matará.
– Haz lo que creas conveniente -le dijo Benesh-, confío en ti.
Netaniel apartó la vista del mostrador de cristal y miró fijamente la reluciente cámara frigorífica. Sólo con pensar en los Benesh le entraba una rabia paralizante, y en ese momento, estando tan cerca del hombre que les causaba a él y a su familia tantos problemas, hasta el aire que respiraba se volvió amargo y seco. Era sólo un vecino, pero si un vecino te amarga la vida en las pequeñas cosas cotidianas, la única solución es prenderle fuego a su casa.
Años atrás, cuando aún estaba haciendo el servicio militar y era un joven oficial orgulloso de su rango, intentó hablar con el señor Benesh y llegar con él a un compromiso de alto el fuego, si no era posible la paz total, para hacer más llevadera la vida de las dos familias. Pero el señor Benesh, cuyos pequeños ojos claros se movían de un lado a otro en su cara grande, gorda y pecosa (entonces su cabeza aún estaba cubierta de cabello rojo), evitó mirar a Netaniel y, concentrado en la punta de su corbata azulada, rechazó incluso la propuesta de llegar a un compromiso de alto el fuego.
– Nosotros no hacemos nada, habla con vuestra madre, con ella es con quien tienes que hablar -le dijo el señor Benesh. Ni siquiera el uniforme y el rango de teniente que tenía Netaniel lograron rebajar un ápice ese sentimiento de superioridad que se apreciaba siempre en la mirada del señor Benesh. Por culpa de esa conversación Netaniel pegó a su hermana pequeña por primera vez en su vida; pensar en esos tortazos, que Zahara sacaba a colación siempre que discutían, a veces riéndose, le producía en ese momento, una hora después del encuentro previsto que no se produjo, un extraño desconcierto. Él ya estaba acabando la carrera y Zahara tenía tres o cuatro años cuando, una tarde, se la encontró en la caseta que estaba detrás de la casa, chillando y riéndose, dentro de un gran arcón de madera, con Yoram Benesh, el hijo de los vecinos. No podía entender cómo se habían atrevido aquellos dos mocosos -sólo las dos cabezas, una oscura y otra clara, emergían del arcón; y sus ojos brillaron de miedo cuando él miró dentro y vio que se habían quitado la ropa- a quebrantar la estricta prohibición que les habían impuesto las dos familias: no hablar el uno con el otro. En ese momento, al recordar cómo sacó a Yoram Benesh del arcón y lo arrojó como un gatito desnudo al patio vecino y cómo después también sacó a Zahara y le pegó, se sobrecogió. Su hermana no corrió a casa para quejarse a su madre, sino que permaneció en la puerta de la caseta llorando en silencio unos minutos hasta que le preguntó:
– ¿Qué le has hecho a Yoram? ¿Le has matado?
Los Benesh compraron la parte vacía de la casa pareada en 1962, el año en que nació Netaniel, y desde pequeño recordaba las miradas de desprecio de la pareja, que aún no tenía hijos, cada vez que pasaban delante de él por el patio (durante los primeros años, antes de dividir el terreno, el patio aún no estaba separado por la tapia de piedra). El señor Benesh no sentía ningún respeto por el hecho de que los Bashari llevaran viviendo en esa casa desde el año cuarenta y cinco. Los Benesh compraron la casa a su precio real, no les hicieron ningún descuento por expulsión -eso dijo el señor Benesh en aquella única conversación a la que le forzó Netaniel-, mientras que los miembros de la familia Bashari «viven aquí sólo porque los enviaron desde el campo de tránsito de Rosh Haain». En el año cuarenta y cinco, cuando los árabes abandonaron las casas del barrio, su abuelo y su abuela fueron trasladados desde el campo de tránsito junto con los padres de Netaniel, que vivían con ellos, y otros inmigrantes de Iraq, Marruecos y Rumania, estableciéndose en las casas que quedaron abandonadas. Durante unos años, aún se podían adquirir casas allí por unos centavos, como hicieron los Benesh -«justo en el último momento», eso decía su padre con tristeza-, antes de que los precios empezaran a subir y cuando aún nadie se imaginaba que ese sería algún día un barrio de lujo. Los padres de Netaniel creían que sus vecinos cambiarían cuando tuvieran un hijo, pero después de nacer su hijo Yoram (un año antes de que naciera Zahara) tampoco cesaron las disputas entre las dos casas. El colmo de todo fue un día en que la señora Benesh le soltó a su madre:
– Nosotros sabemos pensar en el futuro. Cualquiera puede hacer hijos como los animales, y eso es lo que hacen ellos. De los campos de tránsito los trajeron. De los árboles los bajaron. Asiáticos. Si ella no tuviera -Clara Benesh nunca se dirigía a su madre directamente, siempre se dirigía a un público inexistente- tantos hijos, no necesitaría más espacio -esas palabras no se las perdonaría jamás la madre de Netaniel y se las repetía una y otra vez a sus hijos; además les prohibió, con juramentos y maldiciones, hablar con los habitantes de la casa contigua, pasar junto a ella y hasta mirarla desde el patio o desde la ventana.
Hasta que nacieron sus hijos, Netaniel Bashari no supo de verdad lo que era preocuparse. Desde que nació el primero y también mientras iban creciendo los cuatro, e incluso cuando se hicieron mayores, y sobre todo en esos momentos que dos de ellos estaban haciendo el servicio militar, vivía siempre intranquilo; y sólo los viernes por la noche, cuando se reunían todos para cenar en familia y contaba con los ojos su pequeño clan, sólo entonces se calmaba un rato, hasta que le venían a la cabeza su hermana, su hermano y sus padres, y también Linda, o cualquiera que fuera importante en su vida y del que desconociera su paradero. Al salir de la carnicería -Moshé le abrió la puerta de la tienda y volvió a cerrarla rápidamente antes de que entrara otro cliente- Netaniel oyó los estruendos que sonaban a lo lejos y se asustó. Por un momento temió que fueran disparos, pero inmediatamente después se nubló el cielo, se encapotó y descendió hasta los altos cipreses, cuyas copas cedieron, y una oscuridad gris se fue tendiendo sobre él. Una fila de coches se arrastraba lentamente ante las tiendas de la carretera de Belén. En una hora empezaría la fiesta y la lluvia entraría en las sukkot y les estropearía la cena.