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Nasim, que estaba a la puerta de su tienda, se encogió de hombros y miró al cielo con alegría. Los narcisos del jardín ya habían empezado a brotar.

– Son como un reloj -le informó a Netaniel. Si no se retrasaban las lluvias como el año anterior, también los tubérculos de los ciclámenes empezarían a actuar.

– Los judíos -le dijo Netaniel- nunca están contentos. Dales lluvia y dirán: es demasiado pronto, nos entrará en las sukkot. No les des lluvia y empezarán a lamentarse por la sequía.

Nasim sonrió y, después de mirarle un momento, dijo que llevaba tiempo queriendo preguntarle, en calidad de profesor universitario, si se había percatado alguna vez de que siempre había relación entre la situación política y las estaciones del año, porque él, Nasim, aunque sólo era un tendero, se había dado cuenta de que en Israel las guerras estallaban en verano o en otoño. A pesar de que era algo evidente, Netaniel dijo que era una apreciación significativa e interesante.

– Dime -recordó de repente Nasim-, ¿dónde está tu hermana Zahara? Hace tres días que le guardo el vino que pidió, lo traje especialmente para ella; desde el martes se lo tengo guardado y no ha venido a recogerlo.

– ¿No la has visto hoy? -se inquietó Netaniel.

– Ni hoy ni ayer. Pensaba que se habría ido fuera. ¿Quieres llevárselo tú? Porque, si no, puedo dárselo a otra persona, no tengo ningún problema, de verdad: es Merlot de Yarden del año noventa y siete, tuvo un premio. Si Yoram Benesh oye que tengo algo así, se lo lleva al instante.

– Dámelo, la voy a ver hoy -dijo Netaniel y después, con la botella en la mano, subió muy despacio por la carretera de Belén hacia su casa.

Delante de la puerta, Slohit Karmika le preguntó por todos, como si aún fueran una familia feliz; entonces oyó sonar el teléfono pero, cuando abrió la puerta, ya había parado. Metió la bolsa de la carne en el frigorífico y se detuvo un instante en la cocina, que, como toda la casa, olía a lejía y a otros productos de limpieza que su mujer había comprado de oferta y con los que había llenado las estanterías del cuarto de la lavadora. Las sillas aún estaban dadas la vuelta sobre la mesa del comedor, y la asistenta sordomuda (una peruana que se había establecido en Israel sin permiso de trabajo y a quien Linda había empleado para hacer una buena obra) se afanaba en frotar la pila de la cocina.

Más tarde le achacaría a la asistenta -no le gustaba estar en casa cuando ella estaba trabajando, le agobiaban sus miradas inquietas, como si tuviera miedo de que la fuese a atacar- su olvido: no escuchó los mensajes del contestador y por eso no pudieron localizarle en la hora que quedaba para que empezase la fiesta. De camino a casa de sus padres, para desearles felices fiestas, decidió volver a pasar por la calle Naftalí, por delante de la sinagoga; allí no había nadie esperando y la escalinata también estaba vacía. Al ver que el Rover plateado de Moshé Abital ya no estaba aparcado ante la puerta marrón, decidió pasar un momento por casa de Linda. Como se puso tan contenta al verle, el momento se convirtió en un par de horas, durante las cuales nadie supo dónde estaba.

Capítulo 4

Nesia no apartaba la vista de las líneas de las baldosas de la estrecha acera que tenía bajo sus pies. Mientras Duqui, olfateando como enloquecida, tiraba hacia las baldosas o hacia los arbustos, Nesia, que evitaba esas líneas como si fuesen una trampa, tiraba hacia el borde de la acera. Para una niña como Nesia, con un cuerpo tan pesado y unos muslos que se rozaban entre sí al andar, se le ponían rojos y le ardían, era muy difícil correr detrás de una perra dos veces al día: una vez por la mañana temprano, antes del colegio, y otra por la noche, antes de irse a dormir. No es que Nesia lo pasara mal durante esos paseos, y sabía perfectamente que también para Duqui eran los momentos de mayor felicidad del día, ¿pero acaso Duqui no podía demostrar que estaba contenta? Debería estar agradecida porque fueran con ella así de deprisa, y también porque Nesia se mostrara tan paciente, incluso aunque la correa le cortara la mano: dos pliegues de carne sobresalían a los lados de la correa, pues hasta la muñeca la tenía gorda; y cabría esperar que Duqui se diera cuenta de que ese día la sacaba también después de comer y moviera la cola o ladrara con alegría. Pero Duqui estaba como contagiada de Nesia, tampoco ella dejaba traslucir nada. Sus ladridos, cuando quería ladrar, eran siempre iguales: sólo cuando tiraban de ella se molestaba en variar, hacia delante, hacia atrás, hacia un lado, hacia otro.

Ese día era especial, y no sólo porque empezara la fiesta sino también porque, debido a los árabes terroristas, no podría salir de noche, por mucho que le explicase a su madre que la perra la protegía («¿Esto?», dijo su madre con desprecio, mientras la perra gemía junto a la puerta como si se desprendiera de sus lamentos, «¿esto puede proteger a alguien? Tu madre va a vender esto para hacer salchichas»). Así era. No había ninguna posibilidad de que le permitieran salir de noche, aunque no hubiera ningún árabe por la calle (a excepción de Jalal, a quien se había encontrado en la tienda; pero Jalal no contaba, porque era el amigo de Yigal).

– Claro -dijo su madre el día anterior-, claro que ahora no hay árabes. De día no se atreven a asomar la nariz, sólo de noche salen de sus agujeros.

El aire era frío y limpio, y Nesia respiró hondo mientras miraba las bolsas, las cáscaras, el zapato y los periódicos que los basureros habían dejado en la acera. Y a Duqui le murmuraba que dejara de irritarla, sí, que diera las gracias. Porque tenía suerte, no comprendía la suerte que tenía de que ella, Nesia, estuviera sana y pudiera sacarla dos veces al día. Sí, porque si estuviera enferma, supongamos, o si se fuera a algún sitio con el colegio, nadie la sacaría, ya podía gemir todo lo que quisiera.

Antes de quedarse con ella ya dijo su madre que no esperaran, que, después de un día de trabajo y con esas varices en las piernas, saliera de paseo con una perra como si fuera una señora desocupada. Había señoras así, claro que las había, pero ella no era de esas. Así que muchas veces solía mandar a la perra sola a la calle, y Nesia, a quien no le permitía salir bajo ningún concepto, sufría por si se perdía o la atropellaban. (Duqui tenía debilidad por los coches, y solía frotarse contra las ruedas de los que estaban aparcados, agacharse y mearles encima; sobre todo le gustaba mojar las ruedas del Toyota rojo de Yoram Benesh, que llevaba dos días sin estar aparcado junto a la acera.) Normalmente Nesia conseguía salir con la perra, agarraba fuerte la correa y la hacía parar como es debido junto a los árboles o las tapias. Duqui, que no era especialmente grande, siempre tiraba con fuerza hacia donde la llevaba su olfato. A veces Nesia se veía obligada a luchar con ella, sobre todo si se empeñaba en ir por un camino determinado mientras Duqui estaba ocupada en sus cosas. Como en ese momento, por ejemplo, en que tiraba hacia los arbustos con tanta fuerza que casi hizo que Nesia pisara las líneas, algo que, debido a su plan secreto, era precisamente lo que quería evitar.

La correa le hacía marcas rojas en la mano. Si tuviera una mano delicada y con largos dedos, como los de Talia, la del tercero, esos dedos que adorna con pequeños anillos de plata que hace bailar, y esas uñas largas que brillan con la laca azul y verde, todo sería distinto. Se miró la mano enrojecida y abierta y las uñas mordidas, y suspiró.

Nunca se sabe cuándo empezará a actuar la magia, pero quien cree en esas cosas, es decir, quien cree de verdad en la fuerza de la magia, sabe que sólo la paciencia puede producir el cambio. Hacía más de un año que Nesia había comprendido que el verdadero deseo había que demostrarlo con paciencia y constancia, y consagrándose a una meta lejana, aunque no se supiera cuándo se alcanzaría, si es que se alcanzaba alguna vez. Si también ese día lograba no pisar las líneas (el camino desde la entrada del edificio hasta la carretera no contaba), y cruzaba la calle y llegaba hasta el final de la carretera de Belén, hasta la casa encantada de la esquina con la calle de la Estación, y la rodeaba tres veces y entraba en el patio y quemaba allí las cosas que llevaba en el chándal y pronunciaba el conjuro, y después hacía un agujero y enterraba las cenizas, si hacía todo eso, a lo mejor comenzaba su transformación. Y supongamos que caminaba así, el pie izquierdo siguiendo la carretera y el derecho por el borde de la acera, y rodeaba así tres veces el bloque, entonces a lo mejor hasta crecía de repente, sí, por qué no. Y esos rizos castaños y ásperos, con los que su madre luchaba todas las mañanas hasta conseguir convertirlos en dos trenzas cortas e infantiles, se transformarían en ondas rubias. Y si no rubios, al menos que se volvieran lisos, por qué no, completamente lisos y negros como el cabello de Zahara, la perfecta.