– Entera -sugirió Michael-. Estabas entera.
– Ya entonces eras un chico muy educado -sonrió-. Treinta y un años… Lo recuerdo perfectamente… Siempre se me han dado bien las fechas…
– ¡Ohayon! -gritó Balilty desde arriba-. Ven, ven a ver esto, ¿subes o no?
– Yo espero aquí -dijo la arquitecto, que estaba a los pies de la inestable escalera de madera-. No puedo subir y ver… -y se alejó enseguida de la escalera hacia el ventanal que daba al patio delantero abandonado.
– Sabía que estabas en la policía -murmuró Ada al entrar tras él en el piso-, incluso pensé en buscarte, hace tiempo, pero no ahora, porque cuando se encuentra… cuando se encuentra a alguien, muere, no se piensa más en él. He venido con la arquitecto y con un capataz para ver… para medir… da igual… Sabía que eras importante, es decir que tenías un buen puesto en la policía. Cuando llamé a la policía, no se me pasó por la cabeza que mandarían a alguien como tú…
– Estaba por la zona, cerca -se oyó justificarse-. A veces es así, si estás por la zona y, sobre todo, si además eres el oficial de turno… -quería preguntarle por qué había pensado en buscarle, pero entonces oyó que el furgón del laboratorio de criminalística estaba aparcando en la acera de delante de la casa y acompañó a los dos miembros de criminalística al interior del piso.
– ¿No dices nada de lo rápido que hemos llegado? -dijo Jaffa, de criminalística, mientras subía por las escaleras-. ¿Es que tú tampoco puedes decir nada amable?
– Bravo, de verdad -dijo Michael, y siguió con la mirada las grandes zancadas de Alón, de criminalística, que iba detrás de Jaffa, y miró con desconfianza la vieja escalera, que crujió cuando ella apoyó los pies.
– No he visto ninguna ambulancia -dijo Jaffa sin volver la cabeza- ¿Nos has llamado a nosotros antes?
– El doctor Solomon está en camino. Precisamente estaba con nosotros en la reunión por el asunto de ese niño de Kfar Sava -aseguró Michael, y Jaffa sonrió.
– Ada Levi -dijo, despacio, pensativo-. Qué pequeño es el mundo.
– Efrati -corrigió-. Me casé nada más terminar el servicio militar.
– ¿Subes o qué? -gritó Balilty desde arriba.
– El capataz está esperando en el coche -dijo Ada-, él… él… No sabíamos qué hacer, estábamos aquí los tres. Él no… es árabe… palestino -soltó al final-. Pensamos… No quiere complicaciones… ¿Tiene que quedarse aquí?
– Debe hacerlo -dijo Michael sujetando la escalera con fuerza-. Todo el que estuviera aquí tiene ahora la obligación de quedarse. Esperad abajo, hablaremos luego.
Él subió por la escalera. Ella se quedó en el primer piso, al lado de la arquitecto.
Durante la inspección, entre las palabras de Balilty, el informe de Jaffa y las preguntas que le dirigían, Michael se preguntó cómo no la había visto desde aquel campamento y cómo -aunque a veces le habían venido a la memoria los rasgos de su cara y de sus labios y, con ellos, los gratos aromas del huerto, la delicadeza de su piel y su tímida sonrisa- no la había buscado ni había preguntado por ella a alguno de sus conocidos. Recordaba vagamente que al final de aquel curso se fue del internado de Jerusalén en donde estudiaban, pero no recordaba adonde, y de todos modos tenía novio. Y era evidente que además se había casado. Claro que se había casado, todos se habían casado. Hasta él. Y muchos también se habían divorciado. Como él. Y ahora tenía marido y seguro que también hijos. A lo mejor hasta nietos. Si tenía marido, ¿dónde estaba ahora? Porque ha dicho: «He comprado esta casa», y no «hemos comprado». Esos pensamientos le pasaban muy deprisa por la cabeza y desaparecían de repente cada vez que miraba la escena del crimen.
El doctor Solomon estaba trabajando con lentitud y meticulosidad mientras tarareaba una canción. Aunque el análisis detallado se realizaría en el Instituto Anatómico Forense, no dejaba ni un miembro sin tocar, sin prestar atención al ruido que hacía Alón, de criminalística, al hacer girar en el dedo el rollo de cinta amarilla, como si quisiera acelerar el proceso. También Danny Balilty, el jefe de la unidad de información, que había llegado al lugar por casualidad, estaba a lo suyo, absorto en algo que le tenía irritado desde hacía ya un buen rato.
– Quiero enseñarte algo -le había dicho Michael después de comer juntos al mediodía-. No preguntes, acompáñame -pretendía enseñarle el piso y solamente después decirle que lo había comprado. Pero cuando se detuvieron en el semáforo del cruce entre la carretera de Belén y Emek Refaim y Linda, la de la inmobiliaria subió al coche («¿Quién? ¿A quién tienes que recoger?», exigió saber Balilty antes de que se acercasen al cruce), el walkie-talkie empezó a sonar. Y por eso, de camino a la escena del crimen, Michael le contó, breve y directamente, lo del piso que había comprado.
Desde ese momento Balilty no dejó de refunfuñar, e incluso en el desván seguía susurrándole al oído, protestando y recordándole a Michael su agravio («¿Por qué no me has pedido consejo? ¿Es que no sabes que esas cosas no las puede hacer uno solo? Sabes que yo entiendo de esas cosas. ¿Yuval ya lo ha visto?»). Michael no reaccionaba. No apartaba los ojos del cadáver, y tuvo que contener las ganas de vomitar que le entraron frente a aquella masa negruzca y rojiza que una vez fue una cara. A la vista del pañuelo de seda intacto y del vestido de buena lana que ceñía su pecho y sus estrechas caderas, se podía suponer que aquella cara había estado muy cuidada y, tal vez, también había sido hermosa; las piernas, ya rígidas, estaban dobladas bajo el cuerpo en una extraña curvatura.
En ese momento, la incesante palabrería de Balilty sobre el piso le aturdía. Después de tantos años observando escenas del crimen y viendo cadáveres, aún no había conseguido mantenerse indiferente; cuando estaba delante de un cadáver, no lograba ser inmune a la fragilidad y la transitoriedad del cuerpo, ni a la grosera presencia de la muerte, que constantemente se burla de la víctima, quien muere con la ilusión de la pervivencia del alma y hasta pensando que el alma existe. Cada vez que estaba ante un cuerpo, como lo estaba ahora entre las calderas bajo las tejas desnudas, creía percibir cada uno de sus huesos y su calavera sonriendo debajo de la carne. Entonces pensaba en su propia muerte, pensaba con curiosidad en ella y en el modo en que esa muerte haría inútiles todos sus esfuerzos por cambiar de vida. Pasado un tiempo esos pensamientos se invertían. Entonces, protegiéndose de aquella fuerza destructiva, tomaban la firme decisión -aunque no expresada con claridad- de continuar actuando. Ese impulso de actuar surgía precisamente como reacción a la impotencia que le dominaba al ver un cadáver en la escena de un crimen.
Con los años se había dado cuenta de que en los primeros momentos se quedaba petrificado, y esa reacción no le dejaba expresar sus sentimientos; por eso quienes le rodeaban interpretaban esa petrificación como ira contenida con esfuerzo, y sus movimientos lentos y silenciosos, como indicios de concentración. Le desconcertaba pensar que él mismo pudiera desconocer la especial capacidad de concentración que se le atribuía. En las decenas de casos en que Danny Balilty había estado a su lado en la escena de un crimen nunca se había sentido tan desconcertado como al oírle hablar en ese momento (y precisamente sobre asuntos de la vida que nada tenían que ver con el caso que debían investigar). Balilty miraba el cuerpo de la víctima como si fuera un despojo de vaca. A veces a Michael le parecía que las víctimas hacían recaer en él la responsabilidad de proteger su dignidad, y entonces se quedaba en silencio y a la escucha; otras veces se rebelaba e intentaba hacer callar a su compañero. Esta vez se añadía a todos estos sentimientos la carga de que Balilty se negara a dejar de hablar de él, pues se había asignado a sí mismo la tarea de solucionar como fuera la vida de Michael.