Ese conjuro lo inventó ella, necesitaba estar siempre inventando cosas porque, si no, ¿quién las iba a inventar para ella? ¿Le importaba a alguien de verdad? El conjuro de Zahara lo oyó por casualidad, desde detrás de las persianas casi bajadas del todo: «Para conseguir todo lo que quieras, haz todo lo que yo te mande -Nesia lo anotó todo en un papel-. Escribe con carmín, azafrán y agua de rosas en dos paños de lino limpios y pon uno en una vela verde, rocíalo con aceite de conium y enciéndelo. Y el otro ponlo debajo de tu almohada y duerme durante una hora…», en ese punto dejó de oír. En el herbolario y en la farmacia consiguió agua de rosas y azafrán, y también carmín en la droguería, y ya tenía una vela que además era de color verde. Pero no logró averiguar lo que era exactamente el lino, ni tampoco lo que era el conium. En el diccionario de la biblioteca del colegio ponía que el conium era un veneno y ¿de dónde iba a sacar un veneno?
En vez de eso reunió cosas de Zahara: un pañuelo de papel que Zahara tiró al entrar en un taxi, una hoja de la maceta que estaba en el alféizar de la ventana de su habitación (Nesia la secó entre las páginas de la Biblia), una horquilla, y hasta un sujetador de Zahara que cogió de la cuerda de tender la ropa. También un mechón de pelo llegó a manos de Nesia, y esa fue la misión más difícil de todas, pues cada mañana se agachaba debajo de su ventana y esperaba a que se levantara, se vistiera, se peinara y arrojara fuera los mechones de pelo que habían quedado en el cepillo. Cuatro días esperó -ya conocía perfectamente las costumbres de Zahara, pero no conseguía su objetivo- hasta que se abrió la persiana verde de la ventana que daba al patio de atrás y una mano morena, larga y fina, arrojó un pequeño puñado de cabellos negros.
Nesia miró los coches que estaban aparcados junto a la acera. El Toyota rojo de Yoram Benesh estaba descubierto, sin la funda blanca, a cierta distancia del aparcamiento familiar. Al parecer había vuelto otra vez tarde por la noche y los dos coches de sus padres ya habían ocupado el garaje. Dos días antes había llegado su prometida de América con cinco maletas azules y un gran bolso amarillo. No es que fuera demasiado guapa la prometida esa, ni tampoco nada del otro mundo. Simplemente era un poco alta y con el cabello rubio platino. Y desde su llegada no hacían más que ir y venir en el coche.
Un piloto rojo parpadeaba dentro del Toyota, era el piloto del cierre automático, y a Nesia le gustaba mirar esa luz que se apagaba y se encendía como los latidos de su corazón por la noche. Pero aún le gustaba más esconderse detrás de la tapia y mirar a Yoram Benesh cuando lavaba el coche, vestido sólo con unos pantalones cortos, el torso desnudo y el sol del ocaso iluminándole con una luz púrpura y oro, como un príncipe a quien un pájaro maravilloso hubiera dejado en el patio. Le parecía que sus piernas desnudas estaban cubiertas de polvo dorado, que estaba también sobre sus brazos, mientras frotaban la capota del coche para quitar las manchas que habían dejado los frutos del ficus.
Yoram Benesh mimaba el coche nuevo que le habían dado en el trabajo: lo frotaba, lavaba, secaba y abrillantaba a mano, caminaba a su alrededor y comprobaba si tenía algún rasguño antes de coger las llaves y cerrarlo (dos pitidos salían entonces de su mano). Todos los viernes por la tarde lo enjabonaba con una bayeta blanca y lo aclaraba con una manguera que se arrastraba desde el jardín como una serpiente amaestrada. Era su coche de trabajo, eso le contó su madre, la señora Benesh, a la señora Yoselzon, la vecina del segundo, y le explicó que el coche no le había costado nada, ni un céntimo.
– Es parte de las condiciones laborales de la empresa de informática -dijo, y acarició el broche de su collar de perlas, como comprobando que aún estaba allí.
En Nesia no se fijaban casi nunca, y si lo hacían, no le prestaban atención. Tal vez porque sólo era una niña, o tal vez porque les parecía completamente insignificante. Y no sólo a ellas. Yoram Benesh, por ejemplo, ni siquiera sabía que existía: tenía veintitrés años, aún no era un hombre al que se le dice «señor», pero, para él, ella sólo era una criatura. ¡Y hasta que llegó su prometida de América, tenía tantas novias! Casi todas las noches, cuando miraba desde la ventana de su habitación, que daba a la calle, veía su sombra pegada a la de alguna chica, hasta que llegó su prometida de América. Lo más apropiado sería que se casase con Zahara; sí, Nesia creía que eso podía ser perfecto: los dos de la misma edad, los dos vecinos, no había que moverse ni un metro. Pero Yoram no hablaba con Zahara, al menos no cerca de la casa. Porque si hubiera hablado con ella cerca de la casa y su madre, o la madre de Zahara, lo hubiesen visto, se habría montado un buen lío. La madre de Nesia le contó una vez a la señora Yoselzon -justo cuando el Toyota entraba en el aparcamiento- que los niños, es decir, Zahara y Yoram, se saludaban por encima de la tapia y se veía que estaban deseando jugar juntos, pero las madres no les dejaban. Y la educación, le dijo su madre a la señora Yoselzon, da resultado. Así eran las cosas, qué le iban a hacer.
– Así son las cosas -convino la señora Yoselzon-, lo que se aprende en casa es para toda la vida. Él no la mira a ella y ella odia a los ashkenazíes. Ni siquiera se miran. ¿Y sabes una cosa? Puede que sea preferible así. Es mejor eso que todos esos hipócritas que te saludan y después hablan de ti a tus espaldas.
Si alguien se fijaba en Nesia, quienquiera que fuese, era para reñirla y regañarla de inmediato, hasta Zahara: sí, un che que se le dice a un gato era más amable que eso.
Una vez que Nesia estaba junto al patio, aún iba a primero y era demasiado pequeña para saber cuál era su sitio, vio a Zahara salir de casa con su vestido blanco, sus zapatos de tacón y el cabello negro brillante, y un halo dulce de perfume quedó en la calle incluso después de que entrara en el taxi. Nesia sólo quería verla, como mucho tocar un instante su mano o ni siquiera su mano, sólo el vestido blanco, pero Zahara dijo de pronto:
– Vete de aquí, niña, ¿no ves que molestas? -eso le dijo, y cerró la ventanilla del taxi como si quisiera hacerla desaparecer. ¿Y qué era lo único que Nesia quería? Mirarla, quizá también rozarla. Y también hacer algo por ella, sí, cualquier cosa, hasta ir a la tienda en su lugar, sí, pues con estar cerca de ella le bastaba, quizás así se le pegara algo de su belleza.
Pero Zahara, aún antes de que el taxista tocara el claxon, la miró con repugnancia, como si Nesia fuese culpable de tener ese aspecto y como si fuera a pegarle su gordura y sus granos y quién sabe qué más. Como si Nesia tuviera alguna enfermedad contagiosa. «Ponte todo el perfume que quieras», le decía Nesia para sus adentros cada vez que la veía después de eso, y su rencor fue creciendo poco a poco: no es que Nesia la odiara, de verdad que no, de verdad de verdad que no, pues no era como cuando se odia a alguien que pega e insulta y a quien se puede responder después de la misma manera. Pero aquella mirada, que no olvidaría nunca, aún la tenía clavada y le hacía daño. Le hacía daño, sí, pero no como cuando te pegan, sino de otra forma, y por eso no era acertado pensar que la odiaba, porque no. De verdad que no. Ella sólo se sentía ofendida, sí, pero no como cuando te insultan sino de otra forma: hasta lo más profundo de su alma, sí, porque debajo de todos esos granos y esa grasa ella también tenía un alma.