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Si no fuera por el pastel que la señora Yoselzon preparaba cada semana -Nesia esperaba de jueves a jueves el momento en que la señora Yoselzon la llamaba con esa potente voz que se oía desde el patio: «Bueno, niña, ¿quieres pastel?»-, ya hace tiempo que le habría soltado algún insulto. Pero al pastel dorado, a la suave calidez que le llenaba la boca, a la crema dulce con sabor a vainilla y a las pasas que encontraba dentro como un tesoro, no podía renunciar. Le parecía milagroso que los dedos gordos y feos de la señora Yoselzon, con la laca de uñas roja siempre desconchada, pudieran hacer un manjar tan exquisito, y que la expresión agria de su cara y sus ojos pequeños y malvados no estropearan el estupendo sabor del pastel. Su madre decía que la señora Yoselzon no era una mala mujer, sólo era una cotilla de la que había que guardarse como del fuego y no contarle nada, sencillamente no contarle nada. Sí, aunque preguntara cómo estaba Tzion y cuánto tiempo le quedaba para terminar el servicio militar, o si Yigal tenía ya novia, o cuándo llegaba Peter de América (de Australia tenía que llegar, de Sidney, pero Nesia no la corrigió), o incluso por el colegio y sus notas. Y Nesia subía a la segunda planta, cada jueves al atardecer, y entraba en el reluciente piso después de haber restregado bien las suelas de los zapatos en el felpudo, y se sentaba en la cocina de la señora Yoselzon y permanecía callada mientras le cortaba un generoso pedazo de pastel, y por supuesto mientras comía a dos carrillos. Y enfrente la señora Yoselzon miraba con atención cada vez que daba un bocado, cerciorándose de que ni una sola miga cayera al suelo, al tiempo que no dejaba de preguntarle por el trabajo de su madre y por sus hermanos, por la señora Rosenstein y por el colegio, y quién sabe por cuántas cosas más. Debajo de ella brillaban las baldosas nuevas que había puesto, como quería hacer su madre, «para que los ojos tengan algo de luz en vez de esta negrura en el alma que producen estos grumos grises», pero eso era una de las cosas que la señora Yoselzon podía permitirse, porque ella tenía un marido que hacía todo lo que le decía.

Además de conocer a todos y cada uno de los vecinos, Nesia también sabía de ellos cosas que nadie podía imaginar que supiese. Y también esas cosas las mencionaba en los informes que escribía, pero en un idioma secreto o en abreviaturas que sólo ella sabía descifrar. Todo el vecindario conocía las continuas desavenencias entre la familia Bashari y los Benesh, cuya casa estaba justo enfrente del bloque de pisos donde vivían Nesia y su madre. Antes de la guerra de la Independencia vivía en esa casa pareada una anciana árabe y, una vez al año, cuando venía de visita, la señora Bashari le sacaba un taburete y le daba un vaso de agua lleno a rebosar para que no la volviera a molestar. Todo el mundo sabía que Neimá Bashari no accedía a que la familia Benesh construyera una segunda planta sobre la casa, y todo el mundo sabía también que no había nada en el mundo que la señora Benesh desease más, porque pretendía construir allí un apartamento para su hija. Estaba dispuesta incluso a pagar a la familia Bashari para que accediera, y a permitirles que también ellos añadieran una planta. El señor Bashari, de quien la madre de Nesia decía que era un buen hombre que no se las daba de nada, ni siquiera cuando se convirtió en el director de todo el comercio off-line de Jerusalén, estaba dispuesto a ceder desde hacía bastante tiempo y construir allí una habitación para Zahara, pero su mujer no dio su brazo a torcer («Neimá Bashari se cortaría la nariz tan sólo para espantar a su vecina», dijo una vez la madre de Nesia).

Todos seguían las discusiones entre las dos familias: a veces porque el calentador solar de los Bashari perdía agua, a veces por el trozo de patio que la señora Benesh les quitó a los Bashari para hacer una barbacoa de piedra, a veces porque los de la televisión por cable habían dejado toda la porquería en el patio. En una ocasión, la víspera de Año Nuevo, salieron todos de sus casas al oír gritos, y pudieron ver cómo la cabeza de la señora Benesh aún se movía por la bofetada que le había dado Neimá Bashari, y cómo el señor Benesh, que siempre llevaba traje, porque era un importante tenedor de libros (Nesia no entendía lo que era «tenedor de libros». ¿Es que él tenía libros? También ella los podía tener), estaba en medio de la calle llamando a la policía desde el móvil. Todo el mundo lo vio. Pero sólo Nesia vio, una vez por la noche, a Neimá Bashari echar una bolsa de basura delante de la puerta de la familia Benesh; todos la oyeron chillar «igen migen», agitando el puño ante la puerta de la familia Benesh, pero sólo Nesia vio una mañana temprano, mientras paseaba con Duqui, a la señora Benesh romper las flores de Neimá Bashari: miró a derecha e izquierda y, después de romperlo, se levantó la bata y pisoteó las flores blancas del jazmín.

Y el mayor secreto de esas dos familias únicamente lo sabía ella, Nesia, porque sólo ella sabía verlo todo, no sólo en el barrio sino también fuera de él, lejos de su casa. Nesia no se lo contó a nadie. Ella no le contaba nada a nadie, porque sabía que cualquier cosa podía traer desgracias. Y porque le gustaba guardarse para ella las cosas que sabía. Hasta con Peter, el mejor amigo de su hermano (a excepción de Jalal, que no contaba realmente, porque era árabe), con su forma tan graciosa de hablar en inglés, de la que ella no entendía ni la mitad, hasta con él hablaba poco, y, de hecho, no le contaba nada importante.

Peter fue el primer hombre en el mundo que le dijo: «Somos amigos»; como si fuera posible que un viejo fuese amigo de una niña de nueve años y medio -esa era la edad que tenía cuando se lo dijo, un año antes-, y encima gorda y fea. A su hermano Yigal no le gustaba que saliera con ellos.

– ¿Otra vez te has apuntado? Esta niña es igual que una lapa -decía. Pero Peter se empeñaba en invitarla y, una vez, hasta la llevó en el Fiat verde, cuando aún era pequeña, tendría unos ocho años. Paró delante de ella, en la esquina de la carretera de Belén, se quitó el cinturón y abrió la puerta, como si él la viera ya cambiada, como una señora.

– Entrad, entrad, a ver si la perra se va a poner enferma por la lluvia -dijo. En el escaso hebreo que sabía preguntó si todos los días salía de paseo con la perra y después dijo en inglés, muy despacio, para que lo entendiera, que se notaba lo buena chica que era y otras cosas que le sonaron a cumplidos. Fue una lástima, porque si no la hubiera halagado sólo por ser la hermana de Yigal, habría podido verla ya como realmente era-. Eres una niña-vidente -le dijo Peter en el coche-, ves muchas cosas -Nesia no sabía a qué se estaba refiriendo. Y cuando se detuvieron delante de su casa, ella dijo muy deprisa: «Perdona, gracias, adiós», y salió corriendo detrás de Duqui, que tiraba de Nesia hacia fuera. ¿Qué pensaba él que veía ella? ¿Qué le habría dicho sin darse cuenta? Si sabía cosas de ella, a lo mejor también sabía que cogía cosas. Había que tener cuidado al hablar con él, y no sólo al hablar. Había cosas que no quería que se supieran de ella, se moriría si se supieran, sí, a pesar de que lo que más deseaba en el mundo era que se supiera de ella; pero no esas cosas, lo que quería era que todos, absolutamente todos, la conocieran tal y como realmente era.

Ella, Nesia, sabía demasiado. Hasta de la mujer rubia que llegó a la segunda casa de la esquina la mañana que la señora Golán se fue con su madre a Rumania en busca de sus raíces. Sólo Nesia vio el taxi parado delante de la casa y a Danny Golán, de quien la madre de Nesia pensaba que era una buena persona porque le había llevado dos macetas con hierbabuena de su vivero, ayudar a entrar a la mujer y cerrar todas las persianas, como hacía la propia Nesia cuando se quedaba sola en su habitación revisando y comprobando sus cosas.