Y también sabía cuándo Betzalel, el tercer hijo de la familia Bashari, que era un alto oficial del ejército, iba a casa de visita. Los jueves iba a comer el caldo de carne que le preparaba su madre, y a veces se quedaba hasta el viernes por la tarde y, entonces, los gritos se oían desde la calle. El señor Bashari, que daba la impresión de ser un hombre agradable -caminaba a pequeños pasos y miraba siempre hacia abajo como si buscara algo-, discutía con él de cosas que Nesia no comprendía del todo y, después de esas discusiones, Betzalel se iba dando un portazo y su madre salía corriendo detrás de él gritándole que se quedase.
– Al menos cómete la carne, al menos cómetela -le gritaba a sus espaldas, pero Betzalel seguía avanzando muy deprisa a grandes pasos hasta que desaparecía por la esquina.
El salón de la familia Bashari se veía desde la tapia del bloque, pero las ventanas de la habitación de Zahara, la perfecta, daban al jardín y, a veces, cuando Nesia pasaba con Duqui por la noche -tenían un camino especial alrededor de la casa de Zahara- podía ver la luz de su ventana. En las noches de invierno se filtraba por las ranuras de las contraventanas de hierro y, en verano, se veía a la propia Zahara mirándose al espejo o peinándose, o simplemente dando vueltas por la habitación y cantando canciones en inglés. Su voz era dulce, grave y cálida, y Nesia pensaba que podría hacerse famosa en todo el país, como Zahava Ben o Sarit Hadad, y también salir en la televisión. Si Nesia fuera tan guapa como Zahara, la perfecta, también ella se pondría delante del espejo, se miraría y cantaría. Pero Nesia tenía grasa y granos y un pelo como esparto (como decían los niños), y su voz sólo servía para cantar en falsete. Zahara no sabía que Nesia la observaba, ni siquiera sabía que tenía una pequeña admiradora celosa que recogía hasta los cabellos que ella tiraba, sí, y se los pegaba a su muñeca, la que llevaba un vestido blanco y corto como el de Zahara y también cantaba cuando se le apretaba la tripa y cuando la pinchaba con horquillas en el corazón.
Si lograba no pisar las líneas, y sobre todo en ese momento, justo antes de la fiesta, a lo mejor empezaba por fin a adelgazar y tal vez hasta le empezaran a salir pechos, unos que le fueran bien al sujetador malva con flores negras. Y encima, en vez de ese chándal azul y ancho que le dio su tía Sharit, se pondría una camisa corta y tan ajustada como los vaqueros que también se pondría: más anchos por abajo, con bolsillos y un bordado lateral. Una camisa corta así y unos vaqueros así la estaban esperando ya en su escondite, y también unos leotardos rojos, que su madre había descubierto en una ocasión.
– ¿De dónde los has sacado? -le preguntó.
– Se los pedí prestados a Sharit para la clase de gimnasia -respondió Nesia. Su madre hizo una mueca:
– Para esto hace falta tener cuerpo, ¿no crees? No se puede estar todo el día comiendo y llevar leotardos -dijo. Nesia se estremeció y no dijo nada y, después de doblarlos muy bien, como hizo cuando los vio en la tienda, los volvió a meter en la caja de cartón que escondía en el refugio. Allí, en el refugio, adonde su madre no iba nunca, guardaba también las cosas de su padre, no sólo ropa con olor a naftalina, sino también un aparato para hacer inhalaciones, un vaporizador y correas para sujetar la espalda.
Cada tarde, antes de sacar a la perra, bajaba al refugio para echar un vistazo a su escondite: primero, para comprobar que las cosas seguían en perfecto estado, y segundo, para cerciorarse de que nadie las había tocado. La linterna que usaba en el refugio la encontró en una tienda para excursionistas y también se la escondió en el chándal, ya sabía que esas cosas pequeñas no pitan a la salida. Cada tarde inspeccionaba sus tesoros: tocaba la cadena que cogió en una boutique de la calle Emek Refaim, las bragas de una tienda de un centro comercial, el sujetador malva y la camisa corta, y los leotardos y los vaqueros ajustados. Cada tarde abría con cuidado el frasco en forma de corazón y olía el dulce perfume; cada tarde tocaba la caja de rotuladores, el estuche y los dos cuadernos que cogió para escribir sus informes.
Tres veces por semana su madre volvía tarde del centro de salud, porque llegaba ya al atardecer a limpiar allí, ya que iba directamente desde la casa de la señora Rosenstein. Esos días le dejaba hecha la comida por la mañana, y cada vez le explicaba desde el principio cómo encender el gas, igual que a una niña pequeña, y no como a una jovencita de diez años y tres meses que sabe ya lo que es la menstruación y los embarazos y todas esas cosas sobre educación sexual (hasta la enfermera les había dicho a todas las chicas que ya eran señoritas). Esos días Nesia prefería esperar a su madre para no comer sola, y en ese tiempo podía subir del refugio algunas de las cosas de la caja del tesoro.
Últimamente había dejado de llenarse los bolsillos: después de ver en la televisión cómo atrapaban en un hipermercado en América a un niño que había cogido una gorra con un dibujo de Superman y cómo lo llevaban a rastras a la policía, se asustó y no se atrevió a coger nada más en ningún sitio, ni siquiera aunque de verdad se lo encontrara en el probador porque alguien lo hubiera dejado allí. Cuando volvió a probarse los vaqueros más anchos por abajo y con un bordado lateral, le fastidió que aún no le cerrasen.
Nesia no comía mucho, de verdad que no, y no sabía por qué estaba gorda. Siempre se dejaba la mitad de las albóndigas, y tampoco se terminaba la sopa, y después de todo sólo le gustaba mojar pan en la salsa. Un poco de salsa, y unas cuantas rebanadas, eso era todo. Sencillamente, si no comía pan blanco, sentía el estómago vacío. Una especie de pozo que le producía mareos, como si fuera a desplomarse igual que una muñeca de trapo. Y también le gustaban las golosinas, eso sí, pero las golosinas no son comida. Además, muchas veces no conseguía meter nada en la bolsa mientras Nasim, el de la tienda, anotaba, ni chocolate, ni siquiera una pequeña chocolatina, nada que pudiera comerse en la cama antes de dormir. Su madre decía que era de familia, todos gordos, y que las personas tienen un destino y hay que aceptarlo. Era un designio del cielo, y quizás también todos los demás detalles eran un designio del cielo: que vivieran en una planta baja donde el sol sólo entraba en verano, cuando más calor hacía, y en invierno estuviese oscuro e hiciera frío como en una tumba, y hubiera que encender la luz y calentarlo todo el rato; y que nunca pudieran irse de vacaciones o a la playa; y que en la familia, por parte de padre, hubiera alcohólicos y, por parte de madre, tuvieran grasa y varices en las piernas. Su madre decía esas cosas a menudo cuando veían juntas Jóvenes rebeldes o La venganza de Julia, pues entre un comentario y otro sobre lo que pasaba y lo que iba a pasar, solía hablar del destino de ambas. Nesia no hablaba y guiñaba los ojos delante de la tele y, a veces, cuando su madre no se daba cuenta, se ponía las manos en las orejas, pero a pesar de todo oía. «Al menos si Tzion se hubiese librado del servicio militar», decía su madre una y otra vez, «podría ayudar un poco con los gastos, ¿no?». Y también de Moshiko oía que tenía siempre líos con la policía, y de Yigal, que no se casaba aunque ya tenía más de treinta años: ni mujer ni hijos, no era de extrañar que siempre estuviera de mal humor. («Salvo cuando viene Peter», recordó Nesia, y su madre contestó: «Peter es amigo, no familia».) Todas esas cosas las resumía su madre diciendo que no había nada que hacer, los hijos no eran hijas: ellos seguían su camino y sólo las hijas se quedaban con su madre. Después su madre suspiraba y decía que así era, ese era su destino, porque ¿acaso alguna vez le había hecho algún mal a alguien? Pero a pesar de todo, el bueno fracasará y el malvado tendrá éxito. Las cosas eran así desde los tiempos bíblicos.