Y, de todos modos, ella sabía -sí, eso sencillamente lo sabía- que era así sólo por fuera. Mientras que por dentro, muy muy dentro, en su vida secreta, ella era guapa, alta y delgada. Sí, muy delgada, y su cuerpo sería algún día como el de Zahara, la perfecta. Porque Zahara era la pequeña, igual que ella, y también tenía tres hermanos mayores, y la madre de Nesia trabajaba en casa de la familia Rosenstein y Zahara trabajaba en el bufete del señor Rosenstein: era evidente que todos esos eran signos de un destino común, y el destino es el destino, como decía su madre, nadie podía cambiar lo que estaba escrito en las estrellas. Sólo a los que miraban desde fuera, a las personas normales que siempre iban corriendo a alguna parte, les parecían sus ojos pequeños e impersonales; sus pestañas, espesas y tupidas; y su nariz, una manzana roja («¿Precisamente eso tenías que heredar de tu padre? ¿La nariz?»). Pero debajo de todo eso, como en los cuentos, se ocultaba otra persona, con unos ojos distintos y un cabello distinto y un cuerpo distinto. Sus ojos -los de quien se ocultaba dentro de ella- eran completamente verdes, o azules como el cielo, y su cabello era liso del todo y el cuerpo pequeño y delicado, con estrechas caderas donde se podía poner un cinturón rojo y ancho como el de Zahara. No, no como el suyo. Porque el cinturón de Zahara lo apretaba Nesia con todas sus fuerzas, pasando la hebilla de un agujero a otro y luego a otro, hasta que Zahara estaba casi muerta, como en Blancanieves. Y entonces, tal vez, sólo si se portaba bien y pedía perdón, Nesia la salvaba como los enanitos a Blancanieves. Pero antes la enseñaba a coger cosas.
La luz azul de otro coche de la policía relucía delante de ella, y Nesia, que sabía que era mejor alejarse de los policías, empezó a tirar de la perra en dirección contraria. Tiró con todas sus fuerzas de la correa, porque precisamente en ese momento Duqui se empeñaba en perseguir a una gata negra que se había cruzado en su camino. Cuando la miró el policía ella hizo como que no le veía y se fue corriendo detrás de la perra hacia la tapia que rodeaba la casa contigua, en la calle de la Estación.
Entre los aligustres podados vio de pronto a dos policías de pie.
– ¿Qué dices, hay alguna posibilidad? -preguntó uno y se volvió a agachar entre los matorrales.
– ¿Aún no has desistido? -contestó el otro-. Nadie se dejaría algo aquí, tan cerca. Dime, ¿tu hermana ha dado ya a luz?
Nesia tenía intención de seguir adelante, pero en la esquina de la calle Yair con la calle de la Estación decidió bajar hacia las vías del tren. Cerca de la barrera la perra empezó a tirar de nuevo con fuerza, olfateando y excitada, y Nesia detrás, hasta que la detuvo junto a una casa para atarse los cordones del zapato. Con todo su peso pisó la correa de piel mientras se ataba otra vez los cordones, y enfrente, al otro lado de la pequeña puerta, no muy lejos de los goznes, vio el bolso.
Era un bolso como de ensueño. No había visto un bolso así nunca, en ninguna casa, en ninguna tienda ni en ningún otro sitio. Una vez se encontró un bolso de fiesta, de lentejuelas: estaba esperándola en un mostrador de la feria que se organizaba una vez al mes. Pero este, tan blando y tan suave, y gris, no parecía de aquí. Importado. Era un bolso de categoría, o como dicen los mayores: «elegante». Entre las rejas de la puerta lo tocó con la punta de los dedos y se dio cuenta de que era de piel auténtica, quizá de cordero o de ciervo, y pensó en la prometida de Yoram Benesh, con sus cinco maletas y el bolso amarillo, y también en su pelo blanco, que su madre llamaba platino. («Demasiada agua oxigenada», sentenció; «Quiere ocultar las raíces», dijo la señora Yoselzon y se sonó la nariz haciendo mucho ruido: «Hay gustos para todo, a nosotros nos gusta rubio».) El bolso no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño: en su interior cabría hasta una correa de perro, por ejemplo, o una polvera de señora; se podría llevar al hombro, o colgado de la cadena dorada, o bajo el brazo, como seguramente haría Zahara.
Alargó el brazo por entre las rejas de la puerta y agarró la cadena, y se dio cuenta de que ese bolso era el principio del milagro. Lo pasó con cuidado por debajo de la puerta, lo cogió y miró hacia las ventanas de las casas y, después, a derecha e izquierda y hacia delante: un coche pasaba por la calle, dos parejas caminaban por la acera de enfrente y una mujer delgada se detuvo, dejó las bolsas de plástico que llevaba y se secó la frente con un pañuelo. Un chico alto estaba jugando al baloncesto en la acera y no levantó la vista. Los policías -eran los que más le preocupaban- no miraban hacia donde estaba ella, ni el policía bajo ni su compañero. Entonces metió la cadena dorada dentro del bolso, lo dobló y se lo escondió debajo del chándal. Después, cuando estuviera sola, inspeccionaría cada compartimento y cada bolsillo y encontraría los tesoros que contenía. Mientras tanto sentía el agradable calor en su cuerpo, el contacto suave de la piel auténtica, de vaca o de cordero o de ciervo o quizás de ante, que es una piel más cara y más suave. En casa de la señora Rosenstein había visto una vez un bolso parecido, pero más grande y de color azul y, cuando lo tocó, su madre empezó a gritar, asustada:
– No lo toques, tienes las manos sucias y dejarás marcas. Ni con el sueldo de un mes podrías comprar uno nuevo.
Nesia retrocedió, no por la suciedad, sino porque comprendió que su madre y ella jamás tendrían un bolso así. Pero ahora tenía uno, y nadie la había visto. Se estiró la camiseta para disimular el bulto que tenía delante y se dejó arrastrar por Duqui, que ya estaba olfateando un nuevo rastro. También Nesia estaba sin aliento: tenía que esperar a encontrarse sola en la cama y oír la respiración de su madre; sólo entonces, se levantaría y descubriría lo que había dentro.
Su madre aún estaba delante del fogón removiendo la sopa; su olor impregnaba toda la cocina. Era la sopa de verduras y carne que a Peter tanto le gustaba y de la que nunca rechazaba repetir. Hasta a su madre le caía bien Peter. Cada vez que visitaba Israel se alojaba en casa de su hermano Yigal y le acompañaba cuando este iba a visitar a su madre.
– Peter ejerce una buena influencia sobre él; en cuanto llega, Yigal se tranquiliza -decía su madre cuando se iban. Y también a ella la tranquilizaba, porque sabía hablar con ella de cualquier cosa: del cuidado de las varices de las piernas, de cómo hacen los marroquíes el cuscús, de cómo los kurdos fríen la kubá y hasta de dónde era más barato comprar, en el mercado Majané Yehuda, en el mercado de los bújaros o en el híper. Y cuando estaban juntos, desaparecía esa mirada de ira que Yigal clavaba en Nesia en otras ocasiones.
En vísperas de fiesta la señora Rosenstein siempre le permitía a su madre irse pronto, para que le diera tiempo a cocinar. Después Nesia tenía que ayudarla a limpiar otra vez la cocina, la pila, la encimera y el suelo, pero hasta entonces no le prestaba ninguna atención. Como en ese momento, por ejemplo, en que ella estaba a la entrada de la cocina y su madre dijo, sin volver la cabeza: