– Haz más adornos para la sukká, si no tienes nada que hacer.
Pero esa pequeña sukká, puesta en una esquina del salón y hecha con la caja de un microondas, no estaba al nivel de Nesia, esa sukká era una ridiculez de niños pequeños. Con cuidado, para que su madre no la viera y no descubriera sus planes, se dirigió a su habitación arrastrando los pies, como si fuera por cadenas de papel o por folios y rotuladores (tenía por costumbre protestar siempre que su madre le mandaba hacer algo, como antes del baño, aunque al final se mojase sólo la cara y los muslos por detrás y empapase, sobre todo, la alfombrilla del suelo).
Duqui estaba tumbada a los pies de la cama en su pequeña alfombra. Abrió un ojo, la miró y enseguida lo cerró de nuevo y volvió a dormirse y a gemir en sueños.
Lo primero que vio en el bolso, antes de abrir ni una cremallera, fue una cartera plateada de terciopelo y dentro un fajo de billetes. Le costó respirar mientras los contaba, jamás había visto tanto dinero junto. Lo contó dos veces para estar segura: mil quinientos treinta y siete shekels y algunas monedas, y todo muy bien doblado dentro de la cartera de terciopelo. En el bolso también había cosméticos: un pintalabios granate en un pequeño tubo dorado y, al lado, una sombra de ojos verde y un peine dorado para las pestañas y también un pequeño frasco de perfume, y en una bolsita de plástico transparente con cremallera había carnés y documentos, y en el bolsillo delantero también había un manojo de llaves, un cepillo y un pañuelo de papel azul (hasta el pañuelo era tan delicado y suave que daba pena usarlo).
¿Cómo se podía perder un bolso así? Una vez había visto en la televisión que le daban un premio a alguien que había devuelto un objeto perdido y, por un momento, se imaginó que llevaba el bolso a la elegante mujer que lo había perdido -alguien como la señora Rosenstein o como la prometida americana de Yoram Benesh- y que ella la abrazaba y le daba el premio anunciado. Y se quedaba tan impresionada con Nesia que, a lo mejor, hasta se la pedía a su madre por algún tiempo, para que se educara en su casa, por qué no, y viajara con ella al extranjero. Una mujer con un bolso así seguro que viajaba mucho y seguro que tenía una gran casa como las de Beverly Hills. En la cartera había tarjetas plastificadas y, aún antes de ver que ponía Adkan y Visa, supo que eran tarjetas de crédito (su madre no tenía, ella creía sólo en el dinero en metálico, pero su hermano sí). Y también había un carné de identidad, envuelto en plástico azul, con una fotografía en color tan borrosa que no se podían apreciar los rasgos de la cara. Sólo cuando leyó el nombre le empezaron a temblar los brazos. Desde los codos hasta la punta de los dedos le temblaban, y sus ojos se agrandaron, podía sentir cómo se abrían. Nunca había tenido en sus manos un objeto tan valioso y nunca había encontrado de esa manera -encontrar de verdad- ni siquiera cosas insignificantes. ¿Y cómo no lo iba a devolver ahora? ¿Después de leer claramente el nombre y saber a quién pertenecía? De todas las personas que podían haberlo perdido, tenía que haber sido precisamente ella, aunque nunca lo había visto balancearse sobre su pierna por la calle. El bolso negro de Zahara lo recordaba perfectamente, y también el bolso vaquero, y también el bolso de piel marrón, con hebillas, pero no ese bolso. Y por otro lado, ¿acaso no se había encontrado por casualidad ese bolso y todo lo que contenía? -se lo había encontrado de verdad, no había esperado a que una dependienta girase la cabeza-, había sido el destino. Y con más razón si ninguna otra persona lo había encontrado antes que ella. ¿No era una señal más? Sí. El carné de identidad de Zahara y los papeles, con todo eso se podía hacer una hoguera, ¿es que no iba a arder? Sí. Y si enterraba la ceniza, ¿no iba a influir más que pinchar a una muñeca? Pues claro que sí. Con decisión escondió el bolso y todo su contenido debajo del colchón. Después de las fiestas decidiría qué hacer. De momento, todo se quedaba en su habitación.
Capítulo 5
– Se lo dije -soltó Neimá Bashari, ahogada por los gemidos, y miró a su marido, que estaba temblando en medio del sofá, tapizado el año anterior por esas mismas fechas. Tenía la cabeza sujeta entre las dos manos, como si, en el caso de que la soltara, fuese a caer y a partir el cristal de la mesa del salón, y sus ojos estaban clavados en su silueta allí reflejada-. Se lo dije: Hay que vigilar a la niña, es preciso…, porque ella… porque ella es demasiado… es demasiado guapa…, porque ella… confía en todo el mundo…, por todos se preocupa…
– Han esperado dos días para ponerse en contacto con nosotros -dijo Michael, y entonces, tras varias horas con ellos, sintió que al fin se podía iniciar la investigación. No dijo nada concreto sobre eso, se limitó a hacerle un gesto con la cabeza al sargento Yair, quien, sentado en una esquina del sofá de la familia Bashari, muy cerca de Ezra Bashari, presionó con un dedo la pequeña grabadora que llevaba oculta bajo la fina gabardina, como si con eso fuese a mejorar la grabación. Los rayos del sol dibujaban un círculo de luz pálida, de un mediodía otoñal, alrededor del gran macetero de cobre que estaba bajo la ventana, y, al tocar las anchas hojas del filodendron que crecía allí, daban al verde brillante un tono rojizo. Por eso Tzilla Bahar, que estaba en un sillón de mimbre en un rincón de la habitación, entornó los ojos antes de empezar a anotar cada palabra.
– No sabíamos… No creíamos… Incluso cuando nos dijeron que fuéramos a identificar… -soltó Neimá Bashari. Metió los dedos en su pelo canoso y ensortijado y, por un momento, Michael temió que fuera a arrancarse la mata que tenía agarrada y a golpearse el pecho, como había hecho en el mortuorio. Pero lo soltó y se quitó las gafas. Con una mirada trigueña y miope observó los ojos de Michael y se rodeó el cuerpo con sus delgados brazos-, pensamos que simplemente aún no había vuelto de Tel Aviv. Pensamos que aún estaría en casa de su amiga; dijo que a lo mejor volvía justo antes de la fiesta. No creíamos… No se piensan cosas así con una niña que nunca se ha metido en líos, que siempre… Si la hubiese conocido…
Michael miró a Ezra Bashari, cuyos dedos, separados completamente unos de otros, le sujetaban con fuerza la cabeza inclinada. Cuando retiraron la sábana en el sótano del Anatómico Forense y quedaron al descubierto la cara informe y la mata de pelo negro, Ezra Bashari se desplomó y perdió el conocimiento. Michael miró a Tzilla, quien llamó al instante al doctor Solomon.
– Es nuestra hija -susurró Neimá Bashari, y algo más allá del dolor, una especie de gran asombro se percibía en ese susurro. Con esa mano de uñas anchas y azuladas agarró el delicado tobillo del cadáver desnudo y señaló la verruga que afeaba el suave muslo; y lanzó un gemido que fue agudizándose y alargándose hasta convertirse en un alarido continuado que, sólo al cabo de un buen rato, se rompió y se fragmentó. Michael cerró los ojos. Sus gritos fueron traspasando un armario metálico tras otro, una pared tras otra, llenaron el largo pasillo y se deslizaron hacia la planta de oficinas y hacia las salas de conferencias, hasta que volvieron y le abrasaron el interior de la cabeza, como cuando era pequeño y se adentraba en el mar y una gran ola venía y le cegaba.
– Cuando acabes aquí, dale algo -le susurró Tzilla al doctor Solomon, y se llevó con delicadeza a Neimá Bashari del mortuorio; aún gritando se la llevó por el pasillo hacia el despacho del forense. Al cabo de un rato entró el doctor Solomon con una jeringuilla en la mano-. Hay que darle algo -dijo Tzilla, y le sujetó el delgado brazo al tiempo que el forense murmuraba:
– Le daremos algo para calmarla, señora… -miró a Tzilla con expresión interrogativa.
– Bashari -murmuró Tzilla.
– Ya está, ya está, señora Bashari -dijo el forense en medio de sus gritos sofocados-; esto la ayudará un poco, un rato -y le clavó la punta de la jeringuilla en el brazo. Unos minutos después los gritos se convirtieron en sollozos, que no cesaron hasta llegar a la puerta de su casa.