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– Aún nos queda el padre -canturreó el doctor Solomon, y se dirigió rápidamente a la habitación adonde habían llevado al padre. Pasó bastante rato hasta que consiguieron que volviera en sí.

– ¿Dónde está Netaniel? -susurró Ezra Bashari cuando abrió los ojos, y después no dijo ni una palabra más.

Así pasaron las horas -Yair les llevó una tetera con agua y vasos, y con las colillas que había en el cenicero contaban el tiempo que pasaba- hasta que se pudo comenzar con el primer análisis de la situación, aún no con la investigación propiamente dicha. Yair había incitado a hablar a Neimá Bashari en el coche de camino hacia el Instituto Anatómico Forense de Jerusalén y, entre sollozos, ella farfulló algunas palabras:

– Se fue a ver a su amiga, eso fue lo que hizo, sólo se fue a ver a su amiga… Nuestra flor… Era un sol…, por eso la pusimos Zahara… Zahara no está, Zahara… se ha ido…

Michael, desde su sitio al lado de Eli Bahar, que conducía en silencio, no conseguía oír lo que le preguntaba el sargento Yair y sólo entendía algunos fragmentos de las respuestas:

– Veintidós y medio… En Savuot nació… Después de tres hijos… ya no creíamos… Usted sabe lo que es tener una hija de mayor… -su voz se ensombreció-, hasta que llegamos… hasta que dilató un poco… cuando llegamos… con diez dedos… sola… sin ninguna ayuda… y Zahara… una flor… -y dijo sofocada-: Otra vez… no cuidé… no cuidé… yo… por mi culpa…

A la entrada de Jerusalén los sollozos aumentaron y se golpeó el pecho con el puño.

– No cuidé de ella -volvió a gritar-. No le dije a nadie… No llamé a sus hermanos ninguno de esos días que regresaba tarde, ni siquiera me preocupé al principio. Pensábamos que se había ido a ver a su amiga a Tel Aviv; tiene allí una amiga del servicio militar. Le teníamos que haber prohibido hacer el servicio militar, si no hubiera sido por sus hermanos no habría ido. Una niña de una familia religiosa no tenía nada que hacer allí, qué iba a hacer allí. Podíamos haber conseguido que se quedara en casa. ¿Quién nos hubiera dicho algo? Pero sus hermanos se lo metieron en la cabeza.

En el coche Michael pidió el nombre y la dirección de esa amiga.

– En casa lo tengo escrito -suspiró Neimá Bashari, y él volvió a pedírselo una vez sentados en el salón-. Orit… no, Orly, Orly Shoshan; es periodista, una periodista importante, trabaja en Maariv creo, o en Yediot; no tengo su teléfono -dijo en voz baja-, siempre que se lo pedía, Zahara decía -con la garganta seca pronunció el nombre de su hija-, para qué lo quieres, ya te llamaré yo.

– Orly Shoshan -repitió Michael moviendo la cabeza.

– Me suena ese nombre -murmuró Tzilla y, mientras salía de la habitación, marcó en el teléfono móvil. Desde el pasillo llegaba su voz, resuelta y enérgica, dando órdenes a la unidad de información. Por el ventanal se veía el jardín principal y una hoja lanceolada balanceándose hacia abajo y alejándose de la frondosa higuera de la que se había desprendido. Un árbol exactamente igual a ese había en el patio de la casa de los padres de Michael, en la colonia agrícola, y, durante los últimos años de su vida, su madre solía sentarse bajo su sombra al atardecer, en la hamaca que él le regaló al cumplir setenta y un años («¿Cuándo me voy a sentar ahí? ¿Crees que tengo tiempo de sentarme así sin más? Me mimas demasiado», refunfuñó cuando se la dio, pero en sus ojos se observaba alegría.) Sobre las tiras azules de la hamaca extendía sus delgadas piernas, metidas en unas medias oscuras, y ponía sus estrechas y enrojecidas manos sobre el pecho. Allí, en la hamaca, a la sombra de la higuera, la encontró un viernes por la tarde, las piernas sobre las tiras y sólo sus brazos caídos, con los dedos un poco azulados rozando la tierra, como si quisiera llegar al bancal de rábanos y remover la tierra. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como cuando se adormilaba, y al cerrarle los ojos con las últimas luces, cayó a sus pies un gran higo morado; entonces se dijo, «ya está»; y, mientras su desánimo aumentaba, observó cómo la tranquilidad iba cubriendo la ancha cara y la piel oscura de su madre, esa piel cuyo contacto recordaba de la infancia, y por un momento le pareció oír su voz susurrando, como solía hacer siempre al atardecer, a veces en broma y a veces en serio: «Cada uno bajo su parra y bajo su higuera».

Miró hacia la ventana, a la que Neimá Bashari daba la espalda, y sus ojos se detuvieron en las cinco entradas del bloque de viviendas que había al otro lado de la estrecha carretera. El revestimiento blanco y liso imitando mármol, para ocultar el cemento gris, era un añadido posterior a las caóticas construcciones de los años cincuenta, época en que llegaron a la vez miles de inmigrantes del norte de África y, entre ellos, la familia de Michael, desde Casablanca. Cuando sus padres llegaron a la costa -eso le contaron de mayor-, su padre dejó en el suelo a su hijo de tres años, se arrodilló y besó la arena. Pasados dos años murió.

– Tu padre era sionista. Lo mamó desde pequeño, de su bisabuelo -le dijo su madre una vez, poco antes de morir. Hablaba poco de sus primeros años en esta tierra, pero de vez en cuando, y sobre todo al mirar a su alrededor y tocar el tronco de la higuera que había plantado en aquellos años, recordaba cómo se los habían llevado a mitad de la noche hacia el norte, hacia un lugar del que no habían oído hablar nunca, una nueva colonia agrícola que aún no tenía todos los barracones habitados.

– No había nada allí -dijo en otra ocasión con un amago de sonrisa-, sólo dos camas de hierro con colchones y nosotros, con seis niños. Con sus propias manos, tu padre construyó esta casa, y todos los días decía que era un mandamiento construir el país. Por eso aún sufría relativamente más que yo. Él no creía que los judíos pudieran comportarse así con los judíos.

El revestimiento blanco de los bloques grises lo añadieron al parecer en los últimos años, con la intención de construir barrios. Y no sólo no disimulaban la fealdad, sino que encima la destacaban. Hubiera sido preferible dejar las paredes originales, esa sorprendente reflexión le pasó por la cabeza, como si en ese momento lo importante fuera el deterioro del paisaje. Tal vez fue por el piso que había comprado unos días antes en ese mismo barrio, a dos calles de ahí. También de estilo árabe: techos altos, hornacinas para las ventanas, una fachada redondeada y, al otro lado, la sala grande que da a la calle. («Recuerda que este tamaño es una quimera», le avisó Linda, la de la inmobiliaria, y contó las baldosas para calcular las medidas exactas de la habitación, «debido a la altura de los techos, parece que la habitación es más grande de lo que es en realidad».)

En el salón de la familia Bashari se conservaban aún las baldosas originales y, alrededor de la esterilla azulada, se veían los pequeños arabescos dibujados en ellas. En medio de la esterilla había una mesa baja de patas finas y con un cristal sobre el que Ezra Bashari apoyó la mano. Unas cortinas claras, pesadas y gruesas, estaban corridas a los lados del ventanal, y sobre ese fondo se balanceaba Neimá Bashari adelante y atrás, adelante y atrás. La mecedora donde estaba sentada, cubierta por una tela tupida, se movía al ritmo de sus acallados sollozos.

Tzilla volvió a la habitación.

– Netaniel Bashari sigue sin contestar -le susurró a Michael-; allí no hay nadie, no he querido dejar ningún mensaje.

– ¿Y la periodista?

– Llegará dentro de unas dos horas -dijo Tzilla-. Le he pedido que venga aquí -Michael miró su reloj e hizo un gesto de escepticismo.

– ¿Qué puedo hacer yo? -preguntó Tzilla-, ha dicho que tarda dos horas en llegar. No tiene coche, y nosotros no tenemos a nadie que pueda ir a buscarla. Ahora está en Rishon Le-Zion, entrevistando a una mujer que predice el futuro, lee en los posos del café.