En el bloque de enfrente, en la barandilla del balcón del segundo piso, había una alfombra de estilo persa. Una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo de colores la sacudía con todas sus fuerzas con una raqueta de mimbre amarillenta y, cuando se cansaba, se apoyaba en la barandilla y miraba alrededor. En la tapia de abajo estaba apoyada una niña gorda con un chándal azul que ya no era de su talla. La correa que sujetaba se hundía en la carne de su mano y, al otro extremo de la correa, luchaba con ella una pequeña caniche, tirando en dirección contraria.
– Me parece que tenemos algo para ti -le había dicho el sargento de turno la mañana del día de la fiesta. El matrimonio Bashari había llegado muy temprano para presentar una denuncia oficial por la desaparición de su hija y, después de escuchar su descripción, él miró la foto que le puso la madre delante y enseguida se dio cuenta -eso le susurró a Michael por la línea interna- de que era «la misma que encontrasteis». En el despacho de Michael, Neimá Bashari fue desdoblando con manos temblorosas la bolsita de plástico descolorida donde guardaba su carné de identidad y se lo entregó a Danny Balilty, que un momento antes, cuando entraron, se había retirado de la puerta, dando por concluido momentáneamente el discurso que estaba lanzando desde allí como reprimenda por el tema de los pisos. Se sentó en silencio sobre la pequeña caja de hierro y cogió la fotografía que le mostraba Neimá Bashari: una joven morena con vestido blanco, mechones de cabello negro tocándole los hombros, pómulos prominentes, ojos pequeños y sonrisa amplia con hoyuelos. Después observó el carné de identidad, y cuando se levantó emergió su barriga -el botón de abajo de la camisa rosa y bien planchada amenazaba con saltar-; entonces una especie de calambre, que Michael conocía bien, le recorrió la cara, donde se reflejaba un sarcasmo obstinado y venenoso, y sus pequeños ojos se empequeñecieron aún más.
– ¿Has visto la dirección? -Balilty le pasó a Michael la fotografía y el carné de identidad azul. Michael miró el carné y disimuló su asombro encogiéndose de hombros con indiferencia-. ¡A dos calles! -le susurró Balilty-, ¡a dos calles de donde has comprado!
– Las sorpresas no tienen fin -dijo Michael con aparente indiferencia, y le devolvió el carné de identidad a Neimá Bashari. Ella metió el carné en la bolsa de plástico, la dobló una y otra vez, la puso en el fondo del bolso y los miró impaciente. Michael siguió observando a la joven, que mostraba su mejor sonrisa, intentando definir los rasgos que había detrás de esa sonrisa.
– Queríamos haber venido con nuestro hijo Netaniel -dijo la madre-, es profesor en la universidad; él entiende…, él sabe mejor… Pero no lo hemos encontrado. A ningún hijo, no hemos conseguido localizarlos -explicó la madre-. Mi nuera… Ayer llamé a mi nuera. No la había visto, y también me dijo que mi hijo, Netaniel, tampoco la había visto desde hacía unos días. Pero ella… tenía gente en casa, por eso no prestó mucha atención, y nosotros…
Cuando Michael les pidió que fueran con él al Instituto Anatómico Forense, Ezra Bashari palideció. Con sus delgados dedos se aflojó la corbata, sacó del bolsillo interior de la chaqueta un librito diminuto y, después de humedecerse el dedo con la lengua, empezó a pasar hojas y a murmurar una letanía.
– Me gustaría que nuestro hijo Netaniel también viniese con nosotros -dijo la madre, y Michael, atendiendo a su petición, marcó: primero el número de su casa, después el del móvil y por último el de su despacho de la universidad.
– No hay nada que hacer -le dijo a Neimá Bashari-, lo hemos intentado, pero es imposible localizarle, y su nuera tampoco contesta.
El señor y la señora Bashari, que se parecían tanto en su delgadez, en su baja estatura, en su porte encorvado y en su mirada asustada («Nunca en la vida habíamos estado en la policía», dijo Neimá Bashari al acceder al despacho, cuando entró en el coche y cuando salió de él), y tan parecidos incluso en sus rasgos sutiles, como en miniatura, le hicieron pensar en su madre. Esos dos cuerpos enjutos inclinados hacia delante, que contestaban dócilmente a cada pregunta, esos rostros donde se percibía miedo y gravedad, su confianza ilimitada en el sargento de guardia, en Michael e incluso en Balilty, todo eso le recordó a su madre, sentada en las oficinas del consejo y esperando con humildad el permiso para cerrar el balcón.
El camino desde Jerusalén a Abu Kabir lo hicieron en silencio. Las letanías y los suspiros de Ezra Bashari, mientras pasaba rápidamente las finas hojas, se oían incluso desde el asiento delantero. Durante el camino de vuelta ya no leía.
Cuando volvían a Jerusalén y el coche pasó por la calle donde estaba el piso que había comprado, Michael miró de reojo la casa de la esquina, pues aún no se había hecho a la idea de que iba a vivir ahí, tras las ventanas y las persianas cerradas del segundo piso. Desde que se había ido de la casa de sus padres, cuando le enviaron con doce años al internado para superdotados de Jerusalén, ninguno de los lugares en los que había vivido había sido un hogar. Hasta la casa de sus padres, cuando volvió allí durante las primeras vacaciones de Pésaj, emanaba de las paredes extrañeza y distanciamiento. Los muelles de hierro de la pequeña cama de su infancia chirriaron cuando intentó encontrar su viejo sitio. El padre de Nira, su ex mujer y la madre de su único hijo, les compró un piso, y Nira lo amuebló a su gusto y al de sus padres, por lo que tampoco allí se sintió nunca como en casa. Y desde que se fue («Eres un primo», le dijo Balilty años después, «podías haberte quedado con la mitad, también estaba puesto a tu nombre»), siempre había vivido en pisos alquilados, a los que consideraba, por tanto, sólo un lugar de paso.
– Aquí empieza el barrio -dijo Eli Bahar cuando llegaron al cruce. El matrimonio Bashari iba sentado en silencio-. Si vas hacia la derecha llegas a Emek Refaim y la Moshavá Germanit, y si vas hacia la izquierda llegas a la carretera de Belén, la calle principal de Baqah; por allí tenemos que entrar -el sargento Yair no conocía la zona, y en la voz de Eli Bahar se entremezclaban la amabilidad de un taxista agotado y un tono autoritario que quería mantener a toda costa.
– Nunca había estado aquí -dijo sorprendido el sargento Yair cuando salieron del coche, mientras Tzilla ayudaba a los Bashari-, había pasado de largo pero no… ¿Qué tipo de gente vive aquí?
– ¿Qué quiere decir qué tipo de gente? -se asombró Eli Bahar.
– Qué tipo de gente, de qué comunidad, esta ciudad está dividida en barrios y…
– Aquí hay de todo -dijo Eli Bahar-, de lo mejorcito. Hay marroquíes de los años cincuenta, como los que fueron traídos desde el campo de tránsito de Talpiot. Pregúntale a él -señaló a Michael, que ya había salido del coche-. Hay incluso algunos árabes que se quedaron en el cuarenta y ocho, y también griegos, que han mantenido sus casas desde entonces. Y hay americanos y franceses ricos que inmigraron tras el sesenta y siete. Hay tenderos del zoco y yuppies, hay de todo. Profesores de universidad y criminales, y también abogados; todo lo que quieras hay aquí. Rumanos, alemanes, Paz Ahora, ultraortodoxos del partido Shas y también de Estados Unidos; hasta búlgaros hay.
– ¿Cómo que hasta?
– No hay muchos en Jerusalén -explicó Eli Bahar-, se fueron hacia la costa, a Yafo, pero aquí… hay.
– Las casas son bonitas, pero está lejos, ¿no?
– ¿Lejos de dónde? -preguntó Eli Bahar.
– Lejos del centro, del trabajo, de…
– ¿Qué dices? -dijo Eli Bahar-, ¿sabes lo que cuesta aquí una casa? Es un barrio céntrico, de los más importantes de Jerusalén, aunque esté a las afueras. Esta ciudad es así -suspiró mientras cerraba de golpe la puerta del coche-, el centro está muerto y lo importante está en las afueras: mira las tiendas de Emek Refaim y de la carretera de Belén, hay de todo, puedes no salir de aquí en un año y arreglártelas sin ir al centro, incluso sin ningún gran centro comercial -aceleró el paso y tocó el brazo de Michael-: ¿No es así?