– ¡Guapa! -exclamó Neimá Bashari sofocada-. ¿Cómo que guapa? ¡Guapísima! Una flor. Jamás en la vida ha visto usted algo igual -de pronto se echó a llorar amargamente, se levantó y salió de la habitación.
– Seguro que usted sabe lo que hacía su hija habitualmente -le insinuó Michael a Ezra Bashari.
El padre le lanzó una mirada oscura y dura.
– Era la pequeña y entre nosotros es normal… -cerró los ojos-, es normal que la madre se ocupe de esas cosas.
– Pero seguro que usted sabe, así, en general -tanteó Michael.
– Lo que yo sé lo sabe todo el mundo -interrumpió el padre-, también usted sabe que nuestra Zahara trabajaba con el abogado Rosenstein, estaba ahorrando dinero para sus estudios; y eso lo sabía todo el mundo. Y también ganaba algo para pequeños gastos cantando en fiestas. Tiene… tenía una voz especial, muy bonita, profunda, especial. La había heredado de mi madre, que en paz descanse, también ella tenía una voz bonita, y también ella cantaba en las bodas, pero sin cobrar. En su época era una buena obra -con el pulgar largo y fino se tocó Ezra Bashari la verruga grande y oscura que tenía al lado de la ceja derecha, y después se pasó el índice por los párpados, como para borrar con él una visión que había aparecido ante sus ojos-. Todos saben también lo mucho que hizo por el legado yemení, pretendía hacer un museo en la sinagoga, aquí al lado; también eso lo sabe todo el mundo -reprimió un gemido- Y a veces, después del trabajo, Zahara… -se tapó la cara con sus pequeñas manos e inclinó la cabeza- iba -su voz sonó amortiguada por las manos, y el sargento Yair tocó la grabadora- a cantar o se iba al cine como cualquier…
– Pero anteayer, cuando no volvió, ¿dijo algo?
– No, no dijo nada.
– ¿Y eso era normal? ¿Ya había ocurrido antes que…? -preguntó Michael.
– Nunca había ocurrido. Siempre que iba a llegar tarde avisaba. Sabía que su madre no se dormía hasta que ella volvía, y siempre avisaba.
– Quiere decir que siempre se preocupaba de avisar -confirmó Michael.
– Yo no conozco los detalles -suspiró Ezra Bashari-, no se le puede preguntar a una chica independiente de veintidós años adonde va a cada momento, y no quería que se enfadase… Yo quería que se quedara con nosotros al menos hasta que se casase e incluso después, aunque desde que nació estuve ahorrando para comprarle un piso… No se le puede preguntar a cada momento adonde y con quién y cuándo…, son otros… tiempos… Yo sólo sé que por la mañana se iba a trabajar.
– Señor Bashari -dijo Michael con delicadeza-, usted sabe que no hemos encontrado su bolso ni su agenda, seguramente tiene… tenía otra agenda donde anotaba todo lo que tenía que hacer.
– No lo sé -suspiró Ezra Bashari-. Seguro que piensa que yo… que no tenía interés, pero no es cierto. Le prestaba atención a lo que me contaba. Tiene… tenía… sólo con que ella se riese, la casa entera… la calle entera… el mundo entero se llenaba de luz.
– Tal vez podría recordar algunos detalles, algunos hechos -le tanteó Michael.
Ezra Bashari movió la cabeza de un lado a otro.
– Cuando me contaba algo, yo prestaba mucha atención. Pero ella no hablaba mucho de cosas concretas, de lo que hacía o adonde iba. Sólo a veces. Conozco a una amiga o dos, conozco al abogado Rosenstein, a veces iba a Tel Aviv a divertirse, y se quedaba a dormir en Tel Aviv en casa de una amiga, a veces se quedaba trabajando hasta muy tarde. Y sus planes eran estudiar…
– ¿Qué quería estudiar?
– Canto, y quería estudiar fuera, en América. Su hermano… tenemos un hijo que vive en Estados Unidos, su empresa lo trasladó allí y él…
Neimá Bashari regresó a la habitación con un gran sobre en la mano. Su marido volvió a cubrirse la cara con las manos, y Michael, a quien se le ofrecía el sobre con un absoluto mutismo, sacó de él varias fotografías en color y se las puso en las rodillas.
Había unas veinte fotografías o más: Zahara de uniforme, Zahara con una camisa de cuadros por fuera de los pantalones, Zahara con un niqui mojado, con la cabeza hacia atrás y agua corriéndole por el pelo, Zahara con un largo vestido rojo.
– En la boda de su hermano mayor, hace ocho años… tenía catorce años -dijo Neimá Bashari con una voz gélida.
Zahara con pantalones cortos, y con un bañador blanco, tumbada de lado y sonriendo a la cámara y, a su lado, un chico agachado.
– ¿Quién es? -preguntó Michael.
Neimá Bashari se limpió las gafas y se acercó la foto a los ojos.
– Me parece que se llama Yosi, pero no estoy segura -dijo, y le dio la foto a su marido.
– No, Yosi no, Eitan -dijo el padre-, Eitan Zekes; es el hijo de Yehuda Zekes, el del banco, ¿no te acuerdas de que la llevó a la playa? Estudiaron juntos en el instituto -le explicó a Michael-, ya no tenía relación con él.
– ¿Zekes? ¿Ashkenazí?
Ezra Bashari se encogió de hombros.
– Era del colegio -explicó Neimá Bashari-, era sólo un crío.
Por un momento olvidaron el asesinato, parecían estar hojeando un álbum de fotos normal y asombrándose junto con los padres de la hija tan estupenda que tenían. Michael sacó del gran montón de fotos una en blanco y negro de Zahara con un vestido negro de noche, el cabello liso peinado como una princesa egipcia tapándole la mitad de la cara, la boca abierta y sujetando un micrófono con las dos manos.
– Zahara cantando, en la boda… -dijo la madre, y su voz se ahogó.
Michael carraspeó.
– Nos llevaremos estas fotografías. Se las devolveremos -se apresuró a decir al ver el miedo en su cara-. Y también tendremos que registrar su habitación, con su permiso.
– Seguro que habrá también un vídeo de su actuación -intervino el sargento Yair.
– Nosotros no tenemos ninguno, a lo mejor, en su habitación, su hermano Netaniel tiene una cámara -dijo Neimá Bashari, y miró atemorizado a su marido.
– Hagan lo que quieran -dijo él con la voz rota y alzando los brazos-, nosotros no les molestaremos.
Michael le hizo una señal con la cabeza a Tzilla, esta salió de nuevo de la habitación y al rato regresó.
– Están en camino, los de criminalística, diez minutos, no más -dijo.
– Puedes empezar -le dijo a Yair-; si la señora Bashari te lleva a la habitación de su hija, puedes empezar.
– Lo estoy revisando minuciosamente -le explicó el sargento Yair a Michael cuando entró en la habitación. El armario estaba abierto y todo su contenido estaba tirado sobre la alfombra de rayas, preparado para ser recogido por los miembros del laboratorio de criminalística. El sargento Yair se sentó en la pequeña cama, a su alrededor estaban esparcidos notas, fotos, un frasco de perfume vacío, viejas agendas de plástico de colores, folletos, billetes de tren, cuadernos, cartas, una llave oxidada, un pendiente con piedras rojas, una pulsera de bronce, collares, horquillas, un paquete de tabaco con un número de teléfono escrito por detrás-. ¿Esto hace falta? -le preguntó a Michael, mientras abría sobre sus rodillas una partitura.
– Me hace falta todo -contestó Michael, y del estante fijado en la pared de enfrente cogió un montón de archivadores amarillos de cartón-. Todo. Tú sólo ponlo en montones, después los de criminalística vendrán y lo meterán en bolsas; no vamos a hacer aquí la clasificación.
– ¿Qué hay ahí? -Yair señaló con la cabeza uno de los archivadores de cartón que Michael estaba hojeando.
– Un catálogo -murmuró Michael mientras pasaba las hojas-, es un catálogo de ropa y joyas de mujeres yemeníes-. Coge también esto -dijo, y le dio al sargento los demás archivadores-, pero no te pongas a mirarlos ahora: hay un montón de papeles con toda clase de pócimas y hechizos.
– Para deshacer hechizos o mal de ojo -murmuró Yair-, coge mercurio, el llamado zaivek, y piedras blancas de la…, ¿qué es esto?, molleja de un gallo negro…