– Lo que es personal para unos, no lo es para otros.
– ¡Por favor! -dijo Rosenstein, y volvió a parpadear muy deprisa varias veces-, asuntos personales son las relaciones con los demás, con los hombres, cosas así, no con los padres. Yo sólo sé que me pidió que no involucrara a sus padres en la compra del piso, porque su padre era un hombre de honor y no accedería a que un extraño, es decir, alguien ajeno a la familia, le diera algo. En fin, que él pensaría lo que ustedes están pensando.
– Pero seguro que alguien iría a buscarla al trabajo, o llamaría por teléfono. Si uno lleva trabajando dos años enteros en un sitio, por fuerza se sabe algo de él.
– No puedo decirle -Rosenstein se quedó mirando un rato hacia un punto indeterminado-. Mire, yo siempre… cuando estoy en el despacho, es para trabajar, y no para estar de cháchara, no hay tiempo para eso, todo el rato hay gente entrando, citas, llamadas, no tengo tiempo para…
– Pero para hablar con ella del futuro y de la compra de pisos sí que tuvo tiempo.
– A veces sí, cuando la llevaba a casa, o si teníamos una cita especial, algo urgente que había que pasar a máquina de inmediato. Pero no tenía tiempo libre para…
– ¿Nunca fue algún chico a buscarla al bufete?
– No que yo sepa.
– ¿Hay alguna otra secretaria en el bufete?
– Dos, hay dos, y también están mi socio y dos pasantes; no es un bufete pequeño, y hay mucha actividad. Pueden hablar con ellos, estoy seguro de que de esas cosas saben más que yo, si es que saben algo.
– Entonces, ¿no sabía usted nada del embarazo?
– ¡Embarazo! -dijo sorprendido el abogado mientras se quitaba las gafas. Con el pañuelo de cuadros limpió los cristales, que se habían empañado-. Nunca…, no me dijo ni una palabra. En absoluto. Ni una palabra.
– Doce semanas. En la autopsia se encontró un feto de doce semanas.
– Dios -suspiró Rosenstein agarrándose a la tapia de piedra que separaba los dos jardines de la casa pareada-, no tenía ni la menor idea.
– Entonces, ¿podemos hablar de un análisis genético? -preguntó Michael-, ¿está dispuesto?
– Mire, soy abogado -dijo Rosenstein-, no una persona cualquiera de la calle que hace al instante lo que se le dice, eso lo entiende. Usted ni siquiera ha pensado que accedería a algo así cuando me lo ha preguntado.
– No -confesó Michael-, me he imaginado que necesitaría tiempo para pensar, e incluso para consultarle a algún colega suyo si fuera preciso.
– Por qué me encuentro en esta situación, si le estoy diciendo que el lunes, cuando ustedes dicen que ella… -tomó aire- fue asesinada… Por qué soy sospechoso, si le estoy diciendo que estuve todo el día de reuniones en Tel Aviv y por la noche fui con mi mujer a la ópera. Se puede comprobar todo, era una obra de Puccini, Turandot. A mi mujer le gusta Puccini. A mí no. Nos vieron en la ópera. Tenemos testigos. Créame, no se trata de ninguna artimaña.
– Ese día, cuando no estaba en el bufete, ¿sabe si ella fue a trabajar?
– Por supuesto -dijo Rosenstein-, hablé con ella por teléfono varias veces a lo largo del día.
– ¿Parecía normal?
– Completamente normaclass="underline" alegre y llena de vida, como siempre.
– ¿Y trabajó lo habitual? ¿La jornada completa?
– Incluso más, hasta las cinco, porque mi secretaria se había tomado dos días de vacaciones y, a su vuelta, Zahara podría tener también dos días libres. Por eso no nos preocupamos en absoluto y no sabíamos que había desaparecido.
– ¿Normalmente trabajaba menos horas?
– Oficialmente hasta las tres, pero muchas veces accedía a hacer horas extra, si era necesario.
– ¿Qué es exactamente lo que hacía?
– Todo lo que se le pidiese. Zahara es, era, una chica muy lista. Su puesto oficial era de simple secretaria, es decir, contestar al teléfono, archivar, a veces preparar material, pero debido a su inteligencia, como era tan inteligente, se le podían encargar trabajos serios: repasar un expediente, por ejemplo, comprobar si lo habían preparado como es debido, ayudar al pasante, cualquier cosa. También su inglés era bueno.
– ¿Quiénes son sus pasantes?
– Hay dos -dudó Rosenstein-, estábamos sopesando coger otro pero aún no…
– ¿Quiénes son esos dos?
– Se les puede citar -murmuró el abogado.
– Los citaremos, claro que los citaremos. Pero ¿quiénes son? ¿Hombres? ¿Mujeres?
– Un chico joven, muy preparado, y una chica algo mayor, aún más preparada.
– ¿Y tenían una estrecha relación?
– ¿Con quién? ¿Con Zahara?
– Por ejemplo.
– No lo sé, de verdad -el abogado se tocó el pelo ralo con inquietud-, no tengo ni idea. El ambiente era bueno. En nuestro bufete… siempre he procurado que haya un ambiente familiar. Se trae una tarta si es el cumpleaños de alguien. Mi secretaria personal, Frida, que lleva ya treinta años trabajando conmigo, es quien más sabe… Puedo llamarla ahora mismo, si usted…
– ¿Percibió el cambio que se produjo en ella en los últimos meses?
– ¿Se refiere por el embarazo? -los ojos de Rosenstein se entornaron.
– Sí, y en general.
– La verdad es que no -le contestó a Michael, y su cara se contrajo por el esfuerzo-. Veo su cara, en mi mente quiero decir, y oigo su voz, y lo oigo y lo veo todo como siempre. Pero la gente… Usted sabe lo que pasa, si alguien quiere ocultar algo, puede ocultarlo y nadie se entera, y sobre todo si es una chica la que quiere. Ocultar algo, quiero decir. Y más una que está acostumbrada a actuar.
– ¿La oyó cantar?
– La oí -suspiró el abogado-, entiendo algo de eso. Tenía un alto fuera de lo normal, con un tono muy poco común, creo… Ella creía que podía llegar a ser una gran cantante, también de música clásica, pero no tenía capacidad para eso. Eso ya depende de la educación. Varias veces la llevamos, mi mujer y yo, a la ópera, y disfrutó mucho. Si no hubiera… pasado lo que ha pasado podría haber tenido futuro. Quería cantar jazz. Tenía una idea fija, ser como una cantante inglesa, no, inglesa no, de origen… de las islas, que vive en Inglaterra, Cleo Lain, ¿ha oído hablar de ella?
– Creía que estaba interesada en la música yemení -se sorprendió Michael.
Rosenstein hizo una mueca de escepticismo.
– He oído decir eso, pero no estoy convencido de ello; era sólo por dinero -dijo con desdén-. Últimamente Zahara se refería alguna vez a todas esas cosas étnicas, como si se hubiera cometido una injusticia o algo así con ellos, pero se le habría pasado. Con el tiempo se le habría pasado.
– ¿Cómo explica usted lo que ha ocurrido? -el ruido de un motor se oyó al final de la calle, y Michael observó el coche que se acercaba a la casa.
– ¿El qué?, ¿el… el asesinato?
Michael no dijo nada.
– No tengo ni idea -dijo Rosenstein-, créame: uno cree que conoce a una persona, que sabe cosas de su vida… Yo, por ejemplo, conocía su implicación en los asuntos del folclore yemení y su -sonrió- odio hacia los ashkenazíes. Parecía que odiaba a los ashkenazíes, pero a mí, por ejemplo, no me odiaba, ni tampoco a ninguna otra persona del bufete. Pero era una cuestión de principios, bueno, aún estaba en esa edad en que los principios todavía parecen importantes. Qué le voy a contar. Uno cree que conoce a una persona, pero siempre descubre que hay agujeros negros de los que no se sabe nada. No hay nadie que no tenga una vida oculta.
– Por supuesto, eso también es aplicable a usted.
– ¿Yo? -una sonrisa de disgusto afloró en el rostro del abogado-. En mi caso se trata de asuntos económicos, como lo del piso. Pero yo no transgredo la ley, no me compensa meterme en líos. Un hombre de mi edad, que ha llegado a donde he llegado yo, no tiene mucho margen para las artimañas. Y a mí todos esos asuntos de mujeres no me han interesado nunca, no encontrará nada semejante en mi vida. Aunque tratándose de una chica joven y guapa, tan estupenda, es completamente distinto.