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Michael le dio una calada al cigarro y miró al doctor Solomon y a Jaffa, de criminalística, cuya cola de caballo se balanceó en su espalda cuando se agachó en la escena y tocó con las palmas de las manos la superficie de cemento rugosa y polvorienta, buscando algún objeto minúsculo e inapreciable. La luz del día cada vez más débil no entraba ya por las claraboyas, y Michael no permitió que Balilty rompiera ni una sola teja, no fuera a llover y el agua calara dentro y destruyera alguna prueba.

– Espera hasta que no quede más remedio -le ordenó.

– Ya le he dicho al capataz que de momento todo se va a retrasar -explicó la arquitecto-, y Ada, por supuesto, lo comprende, pero necesitamos hacernos una idea, porque no se puede tener así a la gente. Se trata de un trabajo enorme.

– Haz el favor de fijarte bien -dijo Balilty en un tono de victoria-, ahora vas a ver lo que es una reforma, no sabes en dónde te has metido -se dirigió a la arquitecto-: ¿Son todos árabes?, los obreros.

– El capataz es de Bet Yala -contestó-, pero yo siempre trabajo con él.

– Siempre -refunfuñó Balilty-. Ahora las cosas no son como siempre, ahora nos han mostrado su verdadera cara: disparan sobre Gilo, degüellan a personas… Bueno, no podrán venir a trabajar…

– Incluso durante la Intifada trabajé con él -protestó con un hilo de voz.

– Aquella Intifada era Disneylandia al lado de esto -interrumpió Balilty-. No podemos trabajar con árabes, es mejor que traiga rumanos.

– Deja eso ahora, Danny -dijo Michael-, ahora hay cosas más urgentes -y a la arquitecto, que se abrazaba su pequeño y escuálido cuerpo como para ocultar el temblor que no podía dominar, le dijo-: Podré darle una estimación cuando todos hayan terminado aquí, no antes de mañana por la mañana.

Ella asintió y, a pequeños pasos, retrocedió y bajó por la escalera. Pero Balilty no desistía.

– Conozco la casa. No esta -dijo, señalando a su alrededor-, me refiero a esa que quieres, a esa que al parecer has comprado… Conozco esa calle desde que nací… Mi abuela, cuando éramos pequeños, vivía en los barrios nuevos de Baqah, cerca de la carretera de Belén. Solíamos ir allí, no está lejos, muchas veces jugábamos en el patio trasero, allí… -Michael, que no le estaba mirando, oyó de repente un tono nuevo, más alegre, y por eso se volvió hacia él-, allí jugaba a los médicos con una… cómo se llamaba… Yo tendría unos cinco años, ella, digamos… era mayor, unos seis o siete. Se llamaba… No quiero ni decir en voz alta cómo se llamaba, ahora es una mujer muy importante, es de la magistratura… La conocemos, también tú la conoces. Ahora se llama Astar -contuvo la sonrisa- pero antes se llamaba simplemente Esti. Estoy seguro de que se acuerda perfectamente, sólo hace como que… Bueno, de verdad se ha vuelto especial. Una personalidad muy importante, una celebridad. ¿La conoces? De la magistratura. ¿Sabes de quién estoy hablando?

Michael asintió ligeramente con la cabeza.

– Allí, en el sótano de la casa… es la casa de la esquina, ¿no? Entre la calle Yiftaj y la carretera de Belén, ¿no? Pues allí -continuó Balilty-, allí jugábamos a los médicos, y esa fue la primera vez que vi… No importa… Escucha lo que te digo: está muy mal, no puedes entrar a vivir sin hacer una reforma, instalación eléctrica y cañerías, y también los suelos, tirar tabiques, cambiar ventanas, sólo la reforma cuesta una fortuna. ¿Qué cantidad has acordado?

Delante de ellos, en el centro del desván, el forense miró a su ayudante, un estudiante en prácticas, y ya sin el canturreo de antes, en tono autoritario, le dijo:

– Anota, anota para mayor seguridad antes de la autopsia. No me fío de este aparato -bajó la vista hacia el pequeño micrófono que llevaba colgado al cuello y después continuó hablando-. Fractura en la nuca, en la segunda vértebra cervical… hematoma en el cuello… al parecer estrangulamiento… -volvió a mirar a su ayudante, que se secó las manos en los pantalones, dejó la libreta abierta encima de una de las calderas y anotó. Michael se inclinó y examinó la bolsa en donde Alón había metido los zapatos grises de punta afilada. Tocó la punta de los tacones de aguja y vio que en la plantilla aún se distinguía la marca, aunque estaba borrosa.

– Es un zapato italiano caro -dijo Alón, de criminalística, que seguía los movimientos de Michael-. Todo de piel, hasta la suela. Y este vestido tampoco es un vestido cualquiera, por lo que puedo apreciar es lana buena. Sencillamente no entiendo -ahora miró también a Balilty- cómo una chica así, con unos zapatos así y un vestido así, pudo subir a este desván -señaló el agujero del techo y la escalera que estaba apoyada en el borde-. ¿Llevaría los zapatos en la mano o qué? ¿Y cómo se las arreglaría para subir los peldaños de la escalera con este vestido?

– Vamos -dijo Balilty-, tampoco es un misterio tan grande. Para eso no hace falta ser doctor en química. Te levantas el vestido así, hasta arriba -se subió con las dos manos un vestido imaginario y metió el bajo en el cinturón de los pantalones-, y los zapatos te los pones aquí -se señaló las axilas- o se los das a alguien para que te los lleve. Después de todo ella no estaba sola, ¿recuerdas?

– Tiene una carrera en la media -señaló Alón.

– Tiene un enorme agujero, no una carrera -corrigió Jaffa, que aún estaba de rodillas al otro extremo del desván-. Eso ha tenido que hacérselo aquí. Alguien así, con un vestido así y unos zapatos así, no andaría por la calle ni medio segundo con un agujero así, se moriría de vergüenza -Jaffa se tragó una sonrisa mimosa y eliminó cualquier posible tono en su voz-: Y estas medias, son unas medias de cuarenta y cinco shekels, tampoco son cualquier cosa.

– Jaffa -dijo Michael acercándose a ella-, dime, Jaffa, en tu opinión, ¿es posible que no llevara bolso? ¿Con un vestido y unos zapatos así, sin bolso?

– No parece lógico -sentenció Jaffa sin pensar-. En el bolsillo del abrigo, mira -señaló una bolsa pequeña-, había un pañuelo de papel y un pedazo de recibo del cajero automático. He intentado identificarlo, pero sólo se ve la fecha de ayer y la hora, mira -quitó el celofán de la bolsa de plástico y sacó un minúsculo pedazo de papel con los dedos, pues aún llevaba puestos los guantes-. No lo toques -dijo previniéndole y apartando la mano-, no llevas guantes, y no queda rastro ni del número de cuenta ni del nombre.

Michael, que de todos modos no pensaba tocar, no dijo nada.

– Tampoco está la cantidad, ni la sucursal, ni nada, sólo la fecha y la hora: diez y cuarto, de lo que se deduce, primero, que a las diez aún estaba viva, y, segundo, que tenía dinero en metálico. Entonces, ¿dónde está el dinero? ¿Dónde está la barra de labios con la que se pintó? -miró hacia lo que había sido una cara-. Seguro que tenía una barra de labios, un peine, maquillaje y hasta perfume. Nada. Nada. Una mujer así no sale sin bolso.

– Esto no tiene por qué ser suyo, hay sólo una fecha, y puede ser que no fuera ella quien sacó el dinero, sino otra persona -recordó Alón-, y puede ser que quien estuviera con ella cogiera el dinero.

– No sólo el dinero, también la cartera, seguro que llevaba bolso. Por supuesto sería gris, como los zapatos -dijo Jaffa, y Michael oyó sorprendido el tono de envidia de su voz-. Ya sólo el abrigo es de pura seda brocada, míralo, si yo tuviera un abrigo así… -su voz se extinguió cuando acarició el cuello brocado y pasó un dedo alrededor de los pétalos bordados en la tela brillante-. Es un abrigo de entretiempo, y seguro que no es de aquí -dijo mientras tocaba la etiqueta-. Aquí está, made in France, no de Taiwan, de París, ¿qué os decía? -lo dobló con delicadeza y lo metió en una gran bolsa que dejó en el suelo de cemento-. Hasta el forro es de pura seda, y ella lo tira al suelo… A lo mejor hasta se tumbó encima al principio -suspiró-, y a lo mejor fue el tipo ese quien lo tiró ahí. ¿Qué le iba a importar a él un abrigo, si no le importaba la vida de una persona?