Eli Bahar se volvió hacia Michael con mirada sufrida. Michael suspiró, salió del coche con desgana y se detuvo delante de las mujeres.
– Por el momento -interrumpió a la que estaba hablando-, estamos haciendo las primeras indagaciones y no podemos… Tal vez después sería una buena idea organizar un encuentro, pensaremos en eso. ¿Conocían a Zahara Bashari?
– Sólo… No personalmente, la oí cantar una vez -contestó, y su amiga, que aplastaba entre los dedos un mechón de cabello moreno descolorido, le miró y suspiró como con la intención de empezar a hablar. Pero Michael hizo un gesto de impotencia con el brazo.
– De momento, es todo -dijo en voz baja, y con evidente mal humor esperó a que se marcharan, acompañándolas con la mirada cuando cruzaron la carretera para volver a unirse al grupo donde el crío constipado seguía tirando del vestido de su madre.
– Mira a toda esa gente. Les va demasiado bien en la vida -dijo Eli Bahar-. El único problema que tienen es unir el barrio. Qué pena que Balilty no esté aquí, seguro que diría: «Todos estos de izquierdas, les escupen encima y ellos dicen "llueve"»; diría: «Creía que con la nueva Intifada todos estos de izquierdas habrían comprendido algo, pero ya veo que no han comprendido nada».
La perra tiró de la correa y la niña fue arrastrada hacia el bloque de viviendas. Allí, junto a la tapia, se detuvo y miró el Toyota rojo y brillante que estaba parado detrás de un Ford polvoriento. Con respeto y temor, la niña clavó la mirada en el conductor, que estaba alisándose las mangas de la chaqueta azul y quitándose una mota de la corbata gris con la uña del meñique.
Quiero presentarte -dijo Eli Bahar extendiendo el brazo hacia el hombre de la gorra- a Peter Obarian. Ya te hablé de él, ¿recuerdas? Te conté que nos conocimos una tarde que vino al departamento. Vive en el barrio, arriba -Eli señaló con la cabeza hacia el otro lado de la carretera de Belén.
– Sí, sí, recuerdo que me hablaste de él -dijo Michael estrechando la mano de Peter Obarian. Por el rabillo del ojo observaba al dueño del Toyota, que agitaba sus largas piernas, como si hubiera conducido durante mucho tiempo, y agarraba con fuerza un manojo de llaves. Del coche salía un pitido continuado y, cuando cesó, mientras se arreglaba el pelo con la mano, el hombre al fin reparó en el jaleo que había, cruzó la carretera corriendo y empujó la puerta de hierro de la casa vecina.
– Yo también, Eli me ha hablado de usted -dijo Peter-. Quería que citáramos, citáramos, ¿no?
– Nos citáramos. Cita, concertar una cita. Podíamos llevarlo a tomar algo -dijo Eli Bahar mirando a Michael y esperando su respuesta.
– Con mucho gusto, cuando acabemos con todo esto -murmuró Michael mirando hacia la casa de enfrente.
– Claro, claro -se justificó Peter enderezándose. Como estaba de año sabático, dijo, tenía intención de quedarse tres meses seguidos y le agradaría invitar a Michael, porque la cocina era una de sus grandes pasiones y siempre tenían invitados en casa. Michael le interrumpió preguntándole si había visto a la víctima últimamente, y Peter contestó, excusándose entre balbuceos, que había llegado hacía sólo dos días, y aún no le había dado tiempo. Todo ese rato estuvo la niña agarrándole la mano derecha y mirando a su perra, que tiraba sin parar de la correa.
– ¿Me dejas que te pregunte una cosa? -dijo Michael en voz baja. Se inclinó hacia ella hasta que sus ojos distinguieron el círculo amarillento que rodeaba sus pupilas.
Su laringe subía y bajaba y sus labios temblaban.
– A lo mejor puedes ayudarnos, de verdad.
Ella se encogió de hombros, asintió levemente y le miró expectante.
– ¿Vives aquí?, ¿en esta calle? -preguntó.
Ella asintió y señaló el bloque de viviendas de al lado.
– Está justo enfrente. Entonces habrás tenido ocasión muchas veces de hablar con Zahara, ¿no?
– No tantas -susurró con una voz poco clara.
– ¿Pero la conocías bien?
Ella volvió a asentir mientras sus ojos pedían permiso a Peter.
– Está bien, Nesita -dijo Peter, animándola con la mirada a contestar y asegurándole también que «este hombre» no le haría nada malo. A Michael le explicó que era la hermana pequeña de Yigal. «My mate», dijo; y Michael asintió y recordó lo que le había contado Eli Bahar sobre el electricista de Jerusalén y su compañero australiano.
– Nesia, she sees things -le explicó a Michael con orgullo, como si él mismo la hubiese criado-; hay niños así, que ven, ¿no?
– Claro que los hay -contestó Michael dirigiendo la vista hacia Nesia-. Entonces seguro que viste mucho a Zahara Bashari.
– La señora Yoselzon dice que está muerta -dijo Nesia con la voz ronca.
– Es cierto, y lo siento mucho -contestó Michael, y en un tono serio y grave le dijo-: Y yo pensaba que tú podrías ayudarnos.
Vio el miedo en sus ojos.
– Sólo pregunto si la viste -dijo-; el domingo o el lunes, ¿la viste?
La niña bajó la vista y se concentró un momento, después alzó la cabeza y dijo:
– Sí, el lunes, por la mañana, cuando salí con Duqui -miró a la perra.
– ¿Recuerdas también a qué hora fue? -miró el reloj rosa de Micky Mouse que aparecía por debajo de la manga del chándal.
– No lo sé exactamente -dijo en tono quejumbroso-, pronto. Mi madre ya se había ido a trabajar. Duqui quería salir.
– ¿Antes de las ocho de la mañana?
La niña asintió.
– Antes -añadió con una voz débil-, a lo mejor eran las siete. Vino un taxi a buscarla.
– ¿A Zahara?
– Sí.
– ¿Hablaste con ella?
La niña movió lentamente la cabeza de un lado a otro.
– ¿Entró en el taxi? ¿Y esa fue la última vez que la viste?
La niña volvió a dudar.
– No, no la volví a ver después de eso.
– A lo mejor -dijo Michael con el tono de alguien a quien se le ha ocurrido una idea estupenda-, a lo mejor te acuerdas de cómo iba vestida.
La niña asintió, pero no dijo nada y estrujó la punta de la manga del chándal.
– ¿Me puedes decir cómo iba vestida? -insistió.
– El abrigo… era azul -dudó- Bonito, y sin botones, abierto.
– ¿Y debajo del abrigo?
– Había algo rojo, creo -dijo la niña, y sintió un escalofrío.
– ¿Recuerdas si llevaba bolso?
Miró la mano de la niña, que empezó a temblar.
– No lo vi -murmuró-, pero siempre… Un bolso grande, negro, grande.
– ¿Y el vestido también lo viste?
– Pantalones -dijo de repente con total seguridad-, pantalón negro, de terciopelo, debajo del abrigo. Y botas. De tacón. De ante.
– ¿Pantalones negros, botas negras, abrigo azul y bolso negro?
– Y también… -señaló hacia el cuello- rojo -y al momento puso una mano encima de la otra, como intentando disimular el temblor.
– ¿Y después no la volviste a ver?
La niña movió la cabeza de un lado a otro.
– ¿Pero normalmente solías verla?
La niña asintió.
– ¿Todos los días?
– No todos, sólo si… si iba o venía -un tono de orgullo se percibía en su voz.
– ¿Hablabas con ella?
La niña volvió a mover la cabeza y se mordió el labio inferior.
– No -murmuró-, ella no… Ella… Yo…
– ¿Te daba vergüenza? -sugirió Michael, y por el rabillo del ojo vio los dedos de Eli Bahar tamborileando sobre la capota del coche.
La niña asintió con fuerza y volvió a morderse el labio.
– Pero la oí cantar -afirmó.
– ¿En una boda?
– No -se asustó-, en su habitación… -y de pronto se asustó aún más y se calló.